Chalados y chamba (13 page)

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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: Chalados y chamba
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—¿Te has fijado en la luna, Silvestre?

Él se estremeció.

—No. ¿Era…?

—Sí. Luna llena. ¿Qué te sugiere eso?

Él soltó un gemido ahogado y Solsticio se apresuró a rematar la jugada.

—¡Ajá! ¡Tú también lo has pensado!

—No —protestó Silvestre—. No pienso nada. ¡Nada de nada!

—¡Sí, ya lo creo! —exclamó la chica más lúgubre del condado—. Sí. Recuerda lo peludo que es. Y la peste que echa. Y las huellas de pezuñas que había en la escalera, y que a veces llega tarde a clase, y la luna llena, y la carne de ternera que desapareció de la cocina. Y resulta que primero es él y al cabo de un minuto… al cabo de un minuto… es… ¡Vamos, Silvestre!, ¡ya sabes a dónde voy a parar! Es un…

—… un lobo —dijo Silvestre, con voz afligida.

—¡Exacto! —proclamó Solsticio, zampándose también ella otro ratón de azúcar.

Silvestre se sorbió los mocos. Eso, sumado al bigote de chocolate que le había quedado en los labios, le daba un aire extremadamente patético.

—Es un hombre lobo, ¿no?

—¡Mucho me temo que sí! —dijo ella, aunque tampoco parecía muy asustada—. Y además, vamos a tener que demostrárselo a nuestros obcecados familiares. —Silvestre frunció el ceño—. A nuestros elusivos progenitores. —Todavía lo frunció más—. A madre y padre —le explicó Solsticio con paciencia—. Porque a veces llegan a ser muy cortos.

Silvestre asintió.

—¿Sabes una cosa? —dijo.

—¿Qué cosa, hermanito querido?

—Yo no sabía que existieran en serio los hombres lobo. Creía que eran, ya me entiendes, un invento.

—Hum —dijo Solsticio—. Tal vez. Pero si hubiera la menor posibilidad de que existieran, habrás de reconocer que lo que hoy hemos visto con nuestros propios ojos en este castillo, habría de constituir un caso cierto y probado de hombre lobo, ¿no?

Creo que Silvestre estaba un poco perdido a aquellas alturas, pero captó lo esencial de lo que su hermana le estaba diciendo, o sea, que si alguien había visto alguna vez en alguna parte a un hombre lobo, entonces lo que nosotros habíamos visto era uno sin la menor duda.

—Y —prosiguió Solsticio—, si es así, lo único que podemos decir es que se trataría de un fenómeno extraordinariamente insólito. Y en tal caso, solo quisiera decir esto: ¡Que en este castillo últimamente no paran de ocurrir cosas raras!

—¡
Rark
! —grazné. Había dado en el clavo, por decirlo así, y como para demostrar lo que acababa de afirmar, el mono Colegui apareció lentamente en la cocina ataviado con un vestidito blanco de boda, y fumando en pipa.

No parecía muy convencido de ninguna de las dos cosas.

Edgar es un cuervo

viejo y hay que

dedicarle cuidados

especiales para

mantenerlo en

condiciones y bien

aseado. Su cera

abrillantadora de pico

favorita se llama Don

relumbrón, y no está

dispuesto a usar

ninguna otra.

C
reo que ahora es un buen momento para decir un par de cosas sobre los monos.

¡
Aaaark
!

No sé si me habrás seguido en mis últimas aventuras, pero en caso afirmativo, me parece que hay ciertas posibilidades de que hayas intuido el hecho de que yo tengo, bueno, cómo decirlo… bastante mala opinión de los monos.

O sea, para decirlo sencillamente: ¿para qué sirven los monos? En serio.

Es una pregunta que, me imagino, te costará responder, porque yo mismo llevo luchando con ella desde la llegada de Colegui al Castillo de Otramano, y no he encontrado aún una respuesta satisfactoria.

¿Son útiles? No.

¿Son bonitos? Para nada.

¿Resulta agradable oírlos? No.

¿Huelen bien? Todo lo contrario.

Más aún: si hay que guiarse por ese espécimen con el cerebro en escabeche que nos ha tocado en suerte, los monos parecen ser unos auténticos maestros en lo de resultar estridentes, irritantes, apestosos, feos y groseros.

¿Cómo? ¿Qué dices?

Ya. Tú dices que, desde el punto de vista de un mono, quizá los cuervos también sean inútiles, feos e irritantes. Vale, también yo he considerado esa posibilidad. Y lo único que tengo que decir es: ¡
Juark
!

Espero que eso te aclare las cosas.

Además, no me cambies de tema: es de los monos de lo que estamos hablando. ¿Por dónde iba?

¡Sí! Inútiles, irritantes, groseros, apestosos, lerdos, estúpidos y cortos de entendederas, estridentes, apestosos, agresivos, feos, peludos y apestosos. ¿La he mencionado ya? ¿La peste? Qué aroma más atroz. Qué tufo tóxico. Qué fragancia putrefacta. Qué hedor más increíble.

Aunque, a decir verdad, su olor es quizás el único rasgo de Colegui que me resulta útil, porque me ha funcionado en numerosas ocasiones como sistema de detección anticipada, cuando el muy asesino estaba solo a medio metro de mí, y acercándose… Tan brutal es su tufillo. Y me ha permitido levantar el vuelo a tiempo y evitar que sus dedos esqueléticos me estrangularan inesperadamente.

Desde que Colegui llegó al castillo, no ha pasado un solo día sin que se produjera algún alboroto disparatado, algún trastorno del orden natural y algún estropicio en la alfombra.

Y tampoco ha pasado un día sin que ese animal sin seso hiciese algún intento desesperado de atentar contra mi vida. O mejor, no había pasado ninguno hasta aquel último jaleo.

Desde el día del terremoto, a decir verdad, Colegui no había sido el de siempre.

Eso estaba bien claro, pero cuando Silvestre le quitó con cuidado la pipa de las manos y Solsticio lo ayudó a sacarse el vestido de novia, me parece que todos pensábamos lo mismo. O sea, que Colegui se había superado y había hecho el número más estrafalario de su carrera.

Había algo, quizás un pensamiento, que se removía en mi mollera como un ratón atrapado bajo un viejo suéter de lana: algo que daba tirones, pero no acababa de salir. Todo había empezado el día del terremoto, y Colegui tenía alguna relación con ello, de eso estaba seguro. Pero por más que lo intentaba, no conseguía poner en orden mis pensamientos ni hacer que mis neuronas se comportasen como es debido.

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