Se oyó un grito en lo alto de la galería del Salón Pequeño.
—¡Eoooooo!
Sonaba algo apagado por la distancia, pero no cabía la menor duda: era la voz de Lord Otramano.
—¡Cuidado, los de abajo! ¡Cuidado!
Así continuó unos buenos cinco minutos, hasta que la mitad del castillo se congregó en la planta baja.
—¡Cuidado, digo! ¡Cuidado! ¡Despejad el salón! ¡Salid de ahí!
Alguien se decidió al fin a responderle a gritos.
Era Mentolina, que había salido a ver a qué venía el alboroto.
—¡Ya hemos despejado! ¿Qué córcholis pasa?
—¡Cuidado! ¡Cuidado ahí abajo!
—Por el amor de… —suspiró Mentolina.
El misterio enseguida se desveló.
Retorciendo el pescuezo y mirando hacia arriba, vimos que estaban bajando un piano poco a poco por el hueco de la galería. O al menos, parecía un piano al principio. Luego ya advertimos que, en realidad, era el ex piano: el Predictómetro.
—¡Espera, padre! —gritó Solsticio desde abajo—. ¿Qué haces? ¡Funciona! ¡Funciona de veras! ¿Por qué quieres destruirlo?
Pantalín respondió desde las alturas, aunque sin dejar de bajar el armatoste con un torno.
—No, no funciona, hija mía. Parecía que había funcionado, pero ¿habré de contarte precisamente a ti que no fuiste devorada por un profesor, peludo o no? Con lo cual se deduce que todo el experimento ha sido una monumental pérdida de tiempo.
—Por fin ha entrado en razón —murmuró Mentolina.
—Pero quizá solo necesite unos ajustes —dijo Silvestre—. Quizá ya casi esté listo. Al fin y al cabo —añadió mirando a su hermana—, poco te ha faltado para ser devorada por un hombre lobo. O más o menos.
Pero no había nada que hacer, porque en ese momento, sonó un último grito de aviso —«¡Cuidado, que va!»— y el piano Predictómetro inició su elegante descenso hacia la planta baja.
Levanté el vuelo y solté un graznido mientras el armatoste, rodeado de un extraño silencio, cruzaba prácticamente toda la altura del castillo y se estrellaba al fin, con un estruendo y un estropicio morrocotudo, en las baldosas del Salón Pequeño.
Casi se desintegró por completo. Digo «casi», porque, mientras Pantalín y Fermín bajaban corriendo como dos chiquillos, ansiosos por ver cómo había quedado, todos observamos que una parte del artilugio seguía intacta.
Los cilindros giratorios, en efecto, estaban aún de una pieza, y en su superficie figuraban estas palabras:
Estúpido Lord recuerda Otramano Suerte Diamante
.
—¿Qué…? —dijo Solsticio lentamente—, ¿qué se supone que significa esto?
Oímos un murmullo avergonzado a nuestra espalda, y un carraspeo y, al volvernos, vimos a Pantalín con aire aturdido.
—Bueno, hum… —musitó—, me parece que ahora todo empieza a tener sentido. Je. Y veo que he sido un poquito, eh, negligente. Sí, todo tiene sentido. El diamante. La cajita de los espejos. Tantos fenómenos extraños, tantas cosas raras. Vaya por Dios. Creo que os debo a todos una explicación.
El castillo de
Otramano es un sitio
misterioso y antiguo, y
tan inmenso, además,
que hay habitaciones
que todo el mundo ha
olvidado que existen.
Una de ellas es la
Habitación Redonda,
una estancia
perfectamente esférica
creada por el Loco
Monty, el cuarto Lord
Otramano.
E
ra una historia increíble, en el mejor de los casos.
De hecho, era la historia más increíble que yo había oído en mi vida. Y de eso se trataba precisamente.
Ahora, al fin, Pantalín había recordado la leyenda de la Suerte de Otramano. Entre las piezas del fabuloso y mítico tesoro supuestamente oculto en los alrededores del castillo figuraba un diamante solitario del tamaño de la cabeza de un cuervo, que, a pesar de su inmenso valor, llevaba en sí una maldición.
—Sí —explicó Pantalín—, decían que la Suerte de Otramano era un diamante maldito y que poseía el poder de causar fenómenos extraordinarios e increíbles en el área de su influencia. Mientras estuviera en el castillo, pasarían continuamente cosas tan extrañas como peligrosas. La familia, para evitarlo, decidió librarse del diamante. El problema es que, según la leyenda, la Suerte no podía regalarse ni tirarse sencillamente, porque en ese caso su poder permanecería activo para bien o para mal. Sobre todo, para mal.
»Así que, al final, siempre según la leyenda, o sea, si la consideramos auténtica, algún Lord Otramano construyó una cajita revestida de espejos por dentro y guardó allí el diamante. Los espejos mantenían a raya su poder maléfico y así dejaban de producirse los fenómenos extraños. La caja la escondieron en algún rincón del castillo.
»Así pues —concluyó Pantalín, más avergonzado que nunca— hemos de concluir que el diamante ha sido liberado de la caja que lo aprisionaba y que está causando estragos de nuevo.
Yo mantuve el pico cerrado, porque aún me sentía más avergonzado que el mismísimo Pantalín. También yo conocía la leyenda de la Suerte de Otramano, y si ninguno de los presentes notó que me moría de vergüenza por no haberlo pensado antes, fue simplemente porque no puedes ver cómo se sonroja un cuervo. Cosa de las plumas, ¿comprendes?
—¡Pero todo esto es completamente increíble! —dijo Solsticio—. La historia entera. Desde el principio hasta el hecho mismo de que encontrases la caja rota.
Pantalín asintió mientras se dibujaba en su rostro una sonrisita maliciosa.
—Sí, mi querida muchacha, pero ese es precisamente el efecto del diamante. Hacer que sucedan las cosas más raras-rarísimas. Es imposible escapar a su lógica. Pero por qué está ocurriendo ahora de nuevo, eso solo lo sabe el cielo.
—Ah —exclamó Solsticio—, ¡ya lo tengo! Sí, ya está. ¡El terremoto! Todo empezó con el terremoto.
—¡Exacto! —exclamó Pantalín—. El terremoto debió de mover de su sitio la caja, que había sido colocada en ese pasadizo secreto que tú destapaste sin saberlo. Y al romperse la caja, ¡la Suerte de Otramano pudo desatar una vez más su tremendo poder!
—¿Y dónde está ahora el diamante?
—preguntó Solsticio—. En el túnel no lo encontraste, ¿no?
—Desde luego que no —dijo Pantalín—. Pero sí te digo una cosa: en el punto del castillo donde se dé la mayor concentración de fenómenos extraños, allí encontraremos el diamante.
—Muy fácil —dijo una vocecita tímida, y todos vieron al girarse que era Silvestre—. Ese punto… es mi mono.