Agitó el papel ante las narices de Pantalín, que se detuvo totalmente exhausto y lo tomó por fin.
—¿Qué es esto?
—Tu… máquina… —dijo Silvestre.
—¿Sí?
—Dijo esto.
—¿Y?
—Que… se hizo… realidad —boqueó Silvestre, y cayó redondo.
Fermín abandonó sus intentos de atraparme y se bajó de la escalera.
—¿Me permite, su Señoría? —dijo, echándole un vistazo al papel—. Sí, no hay duda, es uno de los nuestros.
La cara de Pantalín empezó a contraerse y a sufrir unos tics curiosísimos.
—¿Dices… que se ha hecho realidad?
Silvestre casi se había desmayado y tenía la cara más roja que un tomate.
—Ajá —farfulló—. Colegui apareció… en la cocina. Con un vestidito blanco. Fumando… en pipa.
—¿De veras? —dijo Pantalín, pensativo—. ¿¡De veras!?
—Sí. Bueno… lo de que es idiota no es cierto.
—¡
Raaark
! —dije desde lo alto.
—Exacto, Edgar —dijo Pantalín—. Exacto. Buen trabajo, Silvestre, muchacho. Buen trabajo. ¿Has oído, Fermín? Al parecer, he logrado una proeza con la que solo puede soñar la mayoría de los mortales. Solo soñar… Es decir, la cuestión es que… ¡lo he conseguido!
Y en ese preciso momento su rostro se contrajo de un modo todavía más curioso; una vena empezó a palpitarle en la frente, y Lord Otramano cayó al suelo desmayado.
Veinte minutos después, tras una aplicación curativa de helado de chocolate en el cogote (la idea fue de Fermín, Silvestre miraba horrorizado), Pantalín comenzó a dar señales de vida.
Abrió un párpado de golpe; su ojo vagó por la habitación, registrando cada detalle.
—Ajá —dijo, y abrió el otro ojo—. ¡Sí! ¡Exacto! ¡Soy un genio! Lo recuerdo todo, excepto… Excepto una cosa: ¿por qué huelo a helado de chocolate?
Se incorporó con cautela y empezó a dar vueltas alrededor del Predictómetro, como dudando si debía aguantar el tipo y hacerse el despreocupado o ponerse a dar saltos de alegría.
Bruscamente, se detuvo.
—¡Uau! ¡Espera un momento! —dijo—. ¡Espera un milisegundo! Si ha funcionado una vez, ¡tiene que volver a funcionar! Y tal vez podamos prevenirnos frente a cualquier fenómeno extraño que vaya a depararnos el castillo a continuación. Fermín, la palanca, por favor. Silvestre, apártate. Un genio en acción es peligroso. Edgar… sigue donde estás. ¡Bien! ¡Fermín! ¡Dale!
Y así la máquina se puso una vez más a girar y zumbar y soltar chasquidos, y luego los cilindros se detuvieron, uno a uno. Allí la teníamos: otra sentencia prodigiosa.
«¡Ag!», pensé.
—¡
Juark
! —grité.
—¡Oh, no! —exclamó Silvestre.
—¡Sí! —dijo Pantalín—. ¿Cómo? Hum… ¿qué significa?
Silvestre le llevaba ventaja, pues estaba al tanto de todos los hechos y, por una vez, yo me sentí orgulloso de él.
—Significa —dijo atropelladamente— ¡que tenemos que salvar a Solsticio! Brandish, el profesor peludo, es un hombre lobo, y Solsticio estaba intentando tenderle una trampa con una pierna de cordero, pero lo más seguro es que en este mismo momento la esté devorando a grandes bocados, y hemos de salvarla, deprisa, o ya no tendré quién me robe galletas de la cocina…
—¿Cómo? —rugió Pantalín, patidifuso—. ¿¡Galletas!? ¿¡Hombres lobo!? ¿¡Solsticio!?
Creí por un momento que iba a comerse a Silvestre él mismo. Por suerte, en las profundidades de su mente estrafalaria la sola idea de que su hija mayor pudiera correr un peligro mortal disparó todas las alarmas. Sus cejas se alzaron de sopetón, (tan arriba que fueron a juntarse con su mata de pelo).
—¡A las armas! —gritó—. ¡A las armas! ¡Fermín! ¡Trae mi rifle para elefantes!
—Señor —dijo el mayordomo con respeto—, usted no tiene un rifle para elefantes.
—No importa —gritó él—. No hay tiempo para excusas. ¡Saca mi revólver!
—Pero, señor, usted tampoco tiene revólver.
—¡Maldita sea, hombre! ¡Más excusas! Bueno, ¿qué tenemos?
Fermín pensó un momento.
—¿Su caña de pescar?
—¡Ah! ¡Excelente! Trae mi caña de pescar. Y el anzuelo más gordo que encuentres. Y una lata de gusanos. No. ¡Dos latas!
Dicho lo cual, salimos todos del laboratorio, frenéticos y desesperados, preguntándonos si conseguiríamos salvar a Solsticio, o si ya se había convertido en la pitanza del lobo.
Hortensio, el jardinero,
cultiva una variedad
impresionante de
plantas y verduras en
el jardín: arbustosrana
a rayas, árboles-mosquito colgantes,
hierbas con corteza y
pinchos… Pero su
mayor logro cada año
es una calabaza del
tamaño de un poni.
A
continuación hubo mucho correr, mucho apresurarse y perseguirse, algunos aleteos (ese era mi departamento), otro poco de correr y apurarse, una pizca de pánico… y al final acabamos chocando contra la espalda de Pantalín y aterrizamos todos, convertidos en un montón de niño, mayordomo, pájaro y caña de pescar, en el suelo de un pasillo del Ala Oeste.
—¡Maldita sea! ¡Diantre! —gritó Pantalín desde debajo de todo—. ¡Esperad un momento! ¿Adónde vamos exactamente?
Fermín se zafó del barullo y ayudó a Silvestre a recuperar la vertical.
—¿Dónde ha puesto Solsticio la trampa? —repitió Pantalín.
—Bueno —dijo Silvestre, destrabándose—. Delante de su habitación, creo.
—¿De la habitación de quién?
—Del peludo hombre lobo.
—Muy bien. ¡Vamos!
Salimos otra vez disparados hacia la guarida de Brandish.
Al llegar, vislumbramos algo totalmente inaudito.
El pasillo estaba en penumbra, apenas iluminado aquí y allá por algún candelabro. Hacia la mitad, flotando al parecer en el aire, había una pierna de cordero.
—Pero ¿qué diablos…? —empezó Pantalín, adelantándose para examinar el pedazo de cordero colgante.