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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Chalados y chamba (17 page)

BOOK: Chalados y chamba
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Silvestre leyó la nota.

Volvió a leerla.

La leyó otra vez.

Y después casi gritó.

—Está hablando de Colegui, ¿no?

«Chico listo —pensé—. Lento, es verdad, pero al final lo consigue».

—Sí, pero yo no tengo tiempo que perder —suspiró Solsticio—. Si hemos de librarnos de Brandish, hay MUCHO que hacer aún.

Silvestre reflexionó un minuto, como si estuviera tratando de decidirse. Abrió la boca y volvió a cerrarla un par de veces.

Al fin, dijo en voz baja:

—¿No crees que deberíamos decírselo a padre? Aproveché para subirme por las paredes, tan desquiciado me tenían ya los dos. Perdí algunas plumas en el proceso y poco me faltó para astillarme el pico en el techo.

Solsticio suspiró profundamente.

—¡Suspiro! —dijo, mirando a Silvestre—. Vale. Si tú crees que es tan importante, inténtalo: intenta explicárselo. Personalmente, acabo de subir al laboratorio y no he sido muy bien recibida, al contrario, así que voy a mantenerme al margen una temporada. Y alguien ha de dedicarse a poner en evidencia a esa fiera peluda de Brandish. ¡Bien! Dividamos nuestras fuerzas, aunque solo sea para tener a Edgar contento.

¡Por favor! ¿Para tenerme contento a mí? Y yo que creía que trataba de salvar al castillo… Y a todos sus ocupantes.

¡Una vez más!

—Bueno —dijo Solsticio—, necesito un destornillador, un martillo, un buen rollo de cuerda. Y esa pierna de cordero.

Y se largó sin más, tarareando alegremente una lúgubre melodía.

Silvestre fue un bebé

más bien raro

y aprendió muy pronto

a hablar, aunque sus

primeras palabras

fueron —a saber por

qué— los nombres de

todas las cosas de

comer.

C
aía la noche cuando Silvestre y yo recorrimos una vez más el castillo hacia el laboratorio situado en lo alto del Torreón Este, que aparecía iluminado ya por algunas estrellas plateadas.

Silvestre estaba empezando a acoquinarse de nuevo.

—Supongamos —dijo (es una fórmula que utiliza con frecuencia para empezar las frases)—. Supongamos que padre se enfada al vernos, ¿no? Supongamos que se pone hecho un basilisco, ¿entiendes? O algo parecido. ¿Entonces qué, Edgar?

Yo salté sobre su hombro.


Ark
—dije para tranquilizarlo. Era una posibilidad, desde luego, pero había que afrontarla.

Dimos unos pasos más y Silvestre se detuvo otra vez.

—Supongamos —dijo— que no conseguimos que nos escuche y que me envía a la cama sin cenar, y que a ti te encierra en tu jaula una semana, ¿no? Supongámoslo, ¿vale?

—¡
Orc
! —dije, con un poco más de firmeza.

«Venga, chico —pensé—, no vayas a defraudarme tan pronto. Lo único que hemos de hacer es enseñarle ese trozo de papel a tu padre; luego ya podremos respirar tranquilos. O más o menos».

—Y supongamos —dijo Silvestre— que en realidad deberíamos estar ayudando a Solsticio, y que precisamente porque no la hemos ayudado acaba en las garras de Brandish mientras intenta tenderle esa trampa. ¿Eso lo has pensado, Edgar? ¿Eh? No quisiera que fuese devorada por mi culpa. ¿Y tú?

Bueno, yo ya casi me había rendido, porque, maldita sea, el chico tenía razón. Le tengo mucho cariño a Solsticio, mucho, y la sola idea de que pudiera pasarle algo malo no me resultaba nada agradable.

—Pero, claro, supongamos que no se lo contamos a padre, y que él no llega a saber que su máquina funciona, y que ese desastre que pende sobre nosotros se nos acaba viniendo encima, y que el castillo y sus ocupantes se van al garete porque nosotros no supimos anticiparnos… Supóntelo.

—¡
Juark
! —Ya estaba harto. Me apeé del hombro de Silvestre y le di un picotazo en la retaguardia. Bien fuerte.

—¡Aug! —gritó, pero sin moverse del sitio. Otro picotazo.

—¡Más aug! —gritó, saltando hacia delante.

¡Ya era mío! Empecé a picotearle y él echó a correr por el pasillo y luego escaleras arriba, hacia el laboratorio, seguido muy de cerca por mí, que aún le daba algún que otro pellizco en el trasero por si se ponía a decir «supongamos» de nuevo.

Así pues, por segunda vez en una hora, un pájaro y un niño irrumpieron en el sanctasantórum de Lord Pantalín en el castillo de Otramano.

Y lo que nos encontramos fue a Fermín y Pantalín sentados en sendas butacas de cuero, con los pies sobre la mesa, cada uno con una gran cuchara en una mano y un enorme cuenco de helado de chocolate en la otra.

—Y esa es la razón —iba diciendo Pantalín con tono despreocupado— de que la salchicha sea mejor que la bicicleta…

Pero dejó de decirlo en el acto y se puso a decir otra cosa, o sea, empezó a pegar gritos.

—¿
Cóooomo
? ¡Creía haber dicho que ese condenado pájaro no podía volver a entrar jamás en este recinto! ¡Silvestre! ¿Qué diantre haces aquí?

El chico había entrado dando un patinazo. Se detuvo en seco y, al ver que su padre cogía una enorme llave inglesa con gesto amenazador, salió al trote alrededor de la habitación.

—Padre —jadeó, hablando por encima del hombro, aunque sin dejar de correr—. ¡Espera, padre! ¡Espera!

—No, muchacho —dijo Pantalín—. ¡Espera tú! ¡Aguarda a que te ponga las manos encima! ¡Fermín! ¡Agarra al pájaro!

Ah, eso sí que no. Me subí a una viga bien alta, fuera del alcance del mayordomo más espigado y saltarín, y observé cómo se levantaba Fermín de mala gana (no sin darle un último lametón a su cuchara) para ir a buscar la escalera de tijera que había en un rincón.

—¡Espera! —gritaba Silvestre, desesperado—. ¡Espera!

Empezaba a flaquear y perdía velocidad, pero, por suerte para él, su padre también.

Dieron un montón de vueltas alrededor del laboratorio, pero al final ya solo iban a paso rápido.

—Te digo… —jadeó Pantalín—, te digo… que esperes…

—Uf —dijo Silvestre, todavía con una buena ventaja—. Espera un momento. Lee…

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