Alargó el brazo para tocarlo y, en ese preciso instante, surgió Solsticio de detrás de la cortina del fondo del pasillo.
—¡No! ¡No lo toques! —gritó, alarmada y presa del pánico, pero ya era tarde.
Pantalín agarró la pierna de cordero y, un instante más tarde, había desaparecido de nuestra vista. Se oyó un gran alarido y un estruendo brutal. Entonces vimos lo que había ocurrido.
La trampa de Solsticio había funcionado, solo que con la persona equivocada.
Al oír el alboroto que se había armado delante de su puerta, Brandish salió de la habitación.
—¿Qué sucede? ¿Qué pasa aquí?
—gritó—. ¿Es que no puede uno dormir tranquilo un ratito?
Nadie le hizo caso. Todos nos agolpamos alrededor del agujero del suelo por donde había desaparecido Pantalín.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Silvestre con unos ojos como platos.
Solsticio se asomó al agujero que había hecho ella misma.
—¿Padre? ¿Padre querido? ¿Estás muerto?
Hubo un largo silencio; luego nos llegó el eco amortiguado de una respuesta.
—¿Quién ha apagado las luces?
—¡Gracias, Otramano! —gimió Solsticio y, desmoronándose en el suelo, empezó a llorar.
—¡He estado a punto de matar a padre! —sollozaba.
Salté junto a ella y empecé a picotearle la mejilla muy suavemente para consolarla. Silvestre y Fermín se habían puesto a dar gritos por el agujero, tratando de comunicarse con Lord Otramano; Brandish los sorteó en dos zancadas y la emprendió con la pobre Solsticio.
—¿Qué crees que está haciendo? —dijo.
—¡
Ark
! —repliqué por mi parte, señalando que se metiera en sus propios asuntos.
—¿Y bien, niña? —ladró Brandish—. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Solsticio dejó de llorar el tiempo justo para gritarle:
—¡Toda la culpa es suya! Porque si usted no fuera un hombre lobo, sería un profesor agradable, y yo no me habría visto obligada a librarme de usted ni tampoco a pasarme las tres últimas noches destornillando las tablas del suelo, y cómo iba a saber yo que había debajo un abismo tan tremendo, y además, ¿cómo es que no se nos ha comido ya? Aunque me importa un bledo, ¡porque usted seguirá siendo un hombre lobo horrible, malo, repugnante y antipático!
Acto seguido, empezó a sollozar de nuevo.
Brandish ponía una cara tan rara que parecía que lo hubieran abofeteado con un pulpo mojado. Dio un paso atrás y a punto estuvo de caerse por el agujero, a fin de cuentas, pero Fermín reaccionó con agilidad y evitó que se fuese abajo.
—¿Has dicho… hombre lobo? —farfulló.
Tenía en la cara una expresión de asombro y consternación, y también de pasmo morrocotudo.
Ahora le tocó a Silvestre. Mientras Fermín intentaba restablecer contacto con Pantalín, se volvió hacia Brandish furioso:
—¡Sí! ¡Usted es un hombre lobo! ¿Por qué iba a ser tan peludo, si no? ¡Nosotros lo vimos transformarse en lobo! ¡Delante de nuestros propios ojos!
La boca de Brandish dibujó un círculo casi perfecto y sus ojos se abrieron de par en par. Ahora se parecía más a un búho que a un lobo.
—No soy ningún hombre lobo, niños, estáis engañados. Os lo aseguro, solo son imaginaciones vuestras, y además…
Justo entonces lo interrumpió un impaciente ladrido.
Nos giramos todos en redondo y vimos un perro desgreñado y enorme, del tamaño de un poni de las Shetland, en el umbral de la habitación de Brandish.
—¡Bu…! —gritó Silvestre—. Bu… bu… ¡Lobo!
—¡Grito! —chilló Solsticio.
—¿Qué pasa ahí? —aulló una voz desde el agujero.
Brandish se había puesto rojo, y luego morado, y por fin acertó a gritarle al perro:
—¡Vuelve adentro! ¿No te había dicho que no salieras? ¡Perro malo! ¡Más que malo!
—¿Perro? —dijo Silvestre—. ¿Perro?
—Señor Brandish —dijo Solsticio—. ¿Ese perro es suyo? ¿Un perro? ¿No un lobo?
Pero Brandish estaba muy ocupado tratando de que su mascota gigantesca obedeciera y entrara otra vez en la habitación, y además saltaba a la vista que se moría de vergüenza por haber sido descubierto.
Al final, consiguió meter al perro dentro y, simulando que no había pasado nada, nos cerró la puerta a todos en las narices.
Qué costumbre más fea, pensé.
—Toma ya —dijo Silvestre—. Bueno, a ver si me aclaro… No es un hombre lobo, al final, ¿no?
Solsticio meneó la cabeza, casi apenada. Entonces la voz de Lord Otramano ascendió otra vez por el agujero abierto en las tablas del pasillo.
—¿
Es que nadie piensa venir a sacarme de aquí
?
De niño, Pantalín era
un diablillo de
cuidado, aunque ahora
no te lo parezca ni lo
hubieras adivinado
jamás. Lo cual quizá
explique porque hubo
de convertirse en Lord
Otramano a muy
temprana edad,
después de que su
padre fuese devorado
por un oso que
merodeaba por los
Bosques de abajo.
M
entolina apareció en el pasillo al cabo de una hora, preguntando por qué su marido no había ido a acostarse aún.
—¿Un agujero? ¿Lord Otramano? ¿Atrapado? —dijo—. Bueno, me voy a la cama. Despertadme si pasa algo interesante.
Y se alejó sin más, ataviada con un camisón que le daba un aspecto fantasmal.
Solsticio se volvió hacia Fermín.
—¡Fermín! ¡Has de ayudarnos! ¿Cómo nos las vamos a arreglar para sacarlo de ahí?
—Lo estoy estudiando, señorita Solsticio —dijo Fermín—. Pero, entre tanto, no nos vendría mal una cesta de provisiones y un poco más de cuerda, ¿no le parece?
—¡Buena idea! ¡Eres el Mejor de los Mayordomos! —exclamó Solsticio, y se fue a buscarlo todo con Silvestre.
—Tú ve a la cocina —le dijo a su hermano— y yo me encargo de la cuerda. No… espera. Quizá es mejor que yo vaya a la cocina y que tú busques la cuerda. Hay montones en los establos.
Y allá se fueron, mientras Fermín y yo nos quedábamos mirando el oscuro agujero sin saber qué hacer.
De vez en cuando, Pantalín llamaba desde el fondo y hacía un intento de darle un poco de charla a Fermín, pero si hay en todo el castillo tres criaturas menos capaces de cotorrear que Fermín, su Señoría y yo, ya me gustaría saber quiénes son. Así que, en conjunto, el panorama resultaba más bien desolador. Al final, se me ocurrió que quizá podía hacer algo útil y, reuniendo todo mi valor de cuervo intrépido, me dejé caer por el agujero para explorarlo y ver adónde llevaba.
Supongo que estarás enterado de que los cuervos tenemos una visión chachi, quiero decir sensacional. Veo muy bien en la oscuridad, así que lo único que tuve que hacer fue manejar con destreza la técnica para descender verticalmente, controlando la caída con algún que otro aleteo.
Lo primero que descubrí fue que el agujero era disparatadamente hondo, una vez atravesadas las tablas; más abajo se ladeaba durante un trecho; luego volvía a caer a plomo.
Me encontré a Lord Pantalín en un angosto hueco de madera donde apenas había espacio para alojarlo. Estaba encorvado, casi hecho un ovillo, y soltó un gritito cuando me posé sobre él.