Observé con alegría que mis babas habían goteado sobre el hombro de Brandish y me pareció, por lo demás, que ya podía dejar el asunto en manos de Solsticio. Si de alguien empezaba a apiadarme era más bien de su profesor mientras ella pasaba a explicar la diferencia entre oxidación y reducción…
Me deslicé de nuevo por donde había venido y decidí buscar a la criatura chillona más conocida como Silvestre.
Aunque no fue su rastro el primero que husmeé en mi ronda por el castillo, porque cuando salía por la rendija de mi pasadizo secreto, oí más gritos y maldiciones procedentes del pasillo contiguo.
«¿Qué diantre es eso?», me dije, y puse rumbo hacia el lugar de donde procedía el jaleo.
Viré un par de veces y descubrí cuál era el problema: Lord Otramano y el muy sufrido Fermín estaban tratando de subir el Predictómetro por la angosta escalera de caracol.
—¡Maldita sea! —bramaba Pantalín—. ¡Empuja, hombre! ¡Empuja como si tuvieras al diablo pisándote los talones!
Fermín dio un tremendo empujón y el Predictómetro subió un peldaño y se quedó otra vez atascado.
—Vamos a tomarnos un descanso —declaró Pantalín, y entonces me vio observando el espectáculo—. ¡Ah, Edgar, muchacho! —dijo, sonriéndome—. ¿Cómo va la vida en el mundo de los pájaros? ¿Qué tal se te da la cosa? Todo el asunto de los cuervos y tal… ¿eh?
Sin hacerle mucho caso, me entraron ganas de posarme encima del ex piano, del artilugio adivinatorio. Estaba a punto de hacerlo cuando advertí una cosa curiosa de verdad.
Muy curiosa, ya lo creo: observé que la máquina todavía exhibía la última de sus ridículas sentencias, la que había regurgitado la última vez que Pantalín le había dado a la manivela.
Digo ridícula, pero prefiero que juzgues por ti mismo, porque la frase era esta:
En ese momento mi diminuto corazón empezó a retumbar como un gorila en un armario, y mi cerebro estresado se puso a dar vueltas como un pececito de colores en una lavadora.
¿Sería posible?, ¿sería posible que aquel armatoste infernal hubiera funcionado?
Solsticio pronunció sus
primeras palabras
cuando era bastante
mayor. Después de
haber pasado sus
primeros tres años de
vida observándolo todo,
les soltó un día a los
adultos a la hora de té:
«¿Ninguno de vosotros
hace nunca nada
sensato?».
C
omo bien sabes, yo soy todo un filósofo, un pensador capaz de agudas y penetrantes reflexiones, y me gusta sentir que puedo sumirme en las profundidades de cualquier problema y emerger de nuevo con una solución vivita y coleando en este pico estilizado que me ha dado el cielo.
Y ahora, una vez más, vi la ocasión pintiparada para actuar y salvar la situación tan delicada en la que nos encontrábamos. Di un saltito, impulsándome con los talones, y en un par de aletazos dejé atrás el Predictómetro atascado en la escalera, para ir en busca de mi aliado favorito, o sea, de Solsticio.
Tenía que conseguir que viese lo que yo había visto: la frase acertada quizá por pura chamba que había aparecido en el artilugio de su padre. Y era vital que la viera antes de que los dos inventores acabaran despeñando el condenado cacharro escaleras abajo, o bien antes de que lo utilizaran de nuevo, borrando el mensaje para siempre.
No había tiempo que perder. Encontré a Solsticio en las cocinas, ya después de clase, justo cuando salía con una enorme pierna de cordero en los brazos.
Dio un respingo al oírme aletear a su espalda y, en cuanto se recuperó del susto, me miró con aire culpable.
—Oye, Edgar, no hace falta que le cuentes a nadie que me has pillado con las manos en la masa, ¿entiendes? Esto forma parte de mi plan y lo necesito para librarme de Brandish. Así que guárdame el secreto como un buen chico, ¿de acuerdo?
—¡
Ajórk
! —grazné.
—Gracias, Edgar —dijo—, eres un pájaro muy, muy bueno y te quiero mucho. Pero no te vayas a creer que fui yo la que robó la carne el otro día, de eso nada. Se la debió pulir Brandish de aperitivo… ¡Deprisa! ¡Alguien viene!
Tenía razón. Se oían unas pisadas muy cerca, seguramente de doña Sartenes, pues, aunque ya era tarde, el castillo no estaba todavía dormido.
Solsticio huyó a toda prisa, o tan aprisa como pudo, teniendo en cuenta que la pierna de cordero medía más de medio metro, y yo me dediqué a vigilar y a cubrirle las espaldas mientras regresaba a su habitación.
Con toda aquella excitación se me había olvidado el motivo por el que había salido a buscarla.
Una vez escondida la pierna de cordero debajo de su cama (la tapó con la colcha de terciopelo negro, por si acaso), empecé a tirar como un loco del dobladillo de su vestido.
—¡Edgar! ¡Déjame! ¿Qué haces?
Yo seguí tirando.
—¡Edgar! ¡Por favor! ¿Qué mosca te ha picado? ¡Para ya!
No paré.
—¡Edgar! ¿Te encuentras bien? ¿Quieres algo? Me detuve y grazné: ¡
Aaark
!, y creo que entonces lo pilló.
Salí disparado sin más explicaciones y comprobé que la cosa había funcionado, porque la oí siguiéndome por el pasillo.
—¡Edgar! ¡Espera! ¿Te encuentras bien?
Seguí adelante, llegué a la escalera del Torreón Este en un periquete y subí por el hueco de la escalera.
Solsticio sonaba un poco alarmada, pero no iba a disuadirme con sus gritos.