Read Chalados y chamba Online

Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Chalados y chamba (23 page)

BOOK: Chalados y chamba
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Y entonces se produjo el último y el más insólito de los fenómenos (aunque para entonces ya todo nos parecía normal). Se oyó un porrazo en la puerta y, cuando Fermín abrió, casi resultó arrollado por la entrada de una mujer grandiosa, quiero decir gordísima, y muy alta.

Tenía una expresión furibunda en la cara y, al ver a Brandish, se puso como una moto. Vamos, como una demente integral.

—¡Melvin! —chilló desquiciada, avanzando pesadamente hacia el Salón Pequeño, sin murmurar siquiera «con permiso»—. ¡Melvin Brandish! ¿Cómo te has atrevido?, ¿cómo te atreviste a escapar con ese chucho y dejarme en la estacada?

—Hola, querida —suspiró Brandish, de repente manso como un corderito—. Les presento a todos a mi señora esposa…

—A mí no me vengas con martingalas —rugió la señora Brandish—. Ponte el abrigo y sal de aquí ahora mismo, ¿me has oído? No voy a permitírtelo, sencillamente no voy…

Se interrumpió de sopetón y se quedó mirando a Pantalín. O para ser más exactos, se quedó mirando el diamante que este seguía pasándose de una mano a otra como si fuese una pelota de tenis.

—¿Qué…? —dijo—. ¿Qué narices… es eso?

—¿Qué es? —repitió Pantalín—. La famosa Suerte de Otramano. El diamante más fabuloso que haya conocido jamás el hombre o el cuervo. ¿Por qué me lo pregunta?

—Sencillamente, porque tiene que ser mío —proclamó la señora Brandish, amedrentando a todo el mundo con su tono.

—Mi esposa colecciona diamantes raros —explicó Brandish débilmente, sin mirar a nadie en particular—. Sale bastante… caro.

—¿Es eso cierto? —dijo Pantalín con astucia—. ¿Es cierto lo que oyen mis oídos?

Pero la señora Brandish ya estaba hipnotizada ante la visión de la Suerte.

—Melvin —chilló—. ¡Saca el talonario de cheques!

Y así fue como la secuencia más absurda e insólita de acontecimientos que se haya dado nunca en la historia del castillo llegó a su fin por obra y gracia de otra casualidad totalmente improbable: la aparición de una coleccionista de piedras preciosas en aquel preciso momento.

Mientras se cerraba la puerta, y los señores Brandish, acompañados de Felicity, se alejaban por el sendero discutiendo a grito pelado, Pantalín dobló un cheque más que considerable y se lo metió en el bolsillo, sin dejar de reírse entre dientes.

Solsticio, Silvestre y yo subimos a la Terraza Superior. Queríamos comprobar que los Brandish estaban abandonando de verdad los terrenos del castillo.

—No lo entiendo —decía Silvestre—. Todo esto no tiene sentido. Ninguno.

—No —asintió Solsticio—, pero de eso se trata justamente.

—Ah, ya veo —dijo Silvestre.

Evidentemente no entendía nada.

Pero tampoco importaba.

—¡
Ark
! —dije yo.

—¿Qué pasa, Edgar? —preguntó Solsticio, aunque enseguida lo vio por sí misma.

Porque justo cuando el señor y la señora Brandish cruzaban el arco de entrada y llegaban a la carretera que conducía al ancho mundo, cayó del cielo la mole inmensa y peligrosísima de una caseta prefabricada y los aplastó a los dos, dejándolos totalmente planos, mientras Felicity —desconcertada, pero bastante contenta— se internaba en el bosque con un centelleante y grueso diamante entre los dientes.

—Grito —dijo Solsticio.

—Toma ya —dijo Silvestre—. ¿Cuál es la probabilidad de que suceda una cosa así?

—Ay, por el amor de Dios, Silvestre —gimió Solsticio—. No empieces otra vez.

Y yo no pude estar más de acuerdo.

—¡
Aaaaarrrrk
!

Posdata

Hay que aclarar que, aunque Pantalín estaba muy satisfecho con el abultado cheque que le había sacado al señor Brandish, su satisfacción no duró mucho, porque cuando fue a cobrarlo al banco resultó que era un cheque sin fondos.

A continuación hubo una larga e infructuosa búsqueda de la Suerte de Otramano, aquel valiosísimo pero funesto diamante. No apareció, pero nos consolamos pensando que el grueso del Tesoro de Otramano seguía en algún rincón del castillo. Aunque todavía no lo hubiera encontrado nadie.

Colegui no tuvo mucha suerte, por lo demás, porque después de corretear veinte minutos entre los restos de la caseta prefabricada cayó en manos de Silvestre, quien se lo llevó de inmediato a darle un baño, comentando —una vez más— que a nadie le gusta un mono pringoso.

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