—¿Preparada? —dijo por fin.
—Preparada.
Volvió a lanzar las cartas por la mesa en rápida sucesión, pero esta vez no salieron las rojas. No, ahora fueron las negras las que salieron, hasta que se quedó con las rojas en la mano.
Si yo hubiera tenido pelillos en la nuca se me habrían erizado. En la práctica noté un hormigueo en las plumas, y te digo que no era por las pulgas.
—Esto es raro, raro, raro —dijo Solsticio—. Aquí pasa algo.
«Si alguien vuelve a repetirlo —pensé para mis adentros—, gritaré, haré las maletas y abandonaré para siempre este castillo. ¡Sí, ya, algo raro está pasando! Pero ¿qué?»
Los chicos se fueron a la cama, Silvestre todavía manoseando las cartas, como si fuesen a revelarle su secreto.
Yo me dejé encerrar en mi jaula sin rechistar, e incluso decidí que quizá pasara allí la noche por una vez, simplemente porque estaba cansado de tanto pensar y tanta cosa rara.
O sea, las posibilidades de un accidente fatal mientras se les saca brillo a los melones son ínfimas, pero eso era exactamente lo que le había ocurrido aquella misma mañana a una doncella llamada Jemima.
Y fue en el refugio seguro de mi jaula desde donde presencié una cosa la mar de curiosa.
Había estado durmiendo un ratillo, me parece, cuando desperté de golpe con todos mis supersentidos alerta y estiré el cuello para localizar dónde estaba el problema.
¡
Aaaah
!
Lo que vi fueron los cuartos traseros de un lobo enorme —y cuando digo «enorme», quiero decir enorme— saliendo tan pancho de la Habitación Roja. Aquello también era rarísimo, porque a los lobos no les está permitida la entrada en el castillo; al menos desde lo que pasó hace unos años con los hijos del párroco. Un estropicio espantoso.
Creo que fue entonces cuando comprendí que un nuevo misterio se había abatido sobre el castillo de Otramano y que, una vez más, me tocaría a mí encontrar la solución.
De acuerdo. ¡Edgar al rescate!
Pero no había motivo para no dormir tranquilamente primero, pensé. Así que cerré los ojos y enseguida me quedé frito.
Las garras de Edgar se
han de limar
regularmente, porque
si no pueden causar
estragos en
los tapizados de los
muebles, en las
cortinas, las alfombras
y los almohadones del
castillo. Y en el
peinado de Mentolina.
¡M
ira!
A la mañana siguiente descubrí que el lobo no había sido una alucinación mía.
Solsticio y Silvestre subían a la clase después del desayuno, para disfrutar de una jornada completa de mates, cuando la avispada chica se detuvo en seco y señaló el suelo.
—¡Huellas! ¡Y no son humanas! ¡Grito!
Silvestre se acercó y, con su extraordinario conocimiento del reino animal, hizo la siguiente revelación:
—Son de perro.
—¡Pero mira lo grandiosas que son! —repuso Solsticio—. Ha de ser un perrazo tremendo.
—¡
Juark
! —grazné.
—Chitón —ordenó Solsticio.
—O si no… —reflexionó Silvestre—. ¿Cómo se llaman esos perros tan grandes?
—¿Perros de caza? —apuntó Solsticio.
—Sí —dijo Silvestre—. No, más grandes.
—Ah, tú quieres decir lobos.
—Sí —sentenció Silvestre—. Exacto. Aullantes, peludos, capaces de partir huesos y hacerte papilla con sus colmillos. Lobos.
—¡
Ark
! —grité. Por fin. ¡Muchas gracias!
—¡Grito! —dijo Solsticio—. ¿Tú crees que anda un lobo suelto por el castillo? ¡Argh! Vamos a buscar a padre para enseñarle estas huellas. Él sabrá lo que debemos hacer.
Poco probable, pensé, pero vale la pena intentarlo.
No hubo manera. Primero averiguamos que Lord Otramano había subido ya al cuarto de sus inventos y que estaría encerrado todo el día, y cuando nos tropezamos con Lady Otramano y volvimos al pasillo… las huellas habían desaparecido.
¡Desaparecido!
—Toma ya —dijo Silvestre.
—¡Grito! —dijo Solsticio.
—Por favor, queridos —suspiró Mentolina—. Hoy no tengo tiempo para vuestros juegos. He de hablar con la agencia para pedir más doncellas. Me han amenazado con doblarme la tarifa y ya sabéis que ahora mismo andamos mal de fondos.
—¡Pero madre!
Mentolina no quiso oír más. Supongo que ya se había tropezado con algún lobo en su juventud y prefería no recordarlo.
—Además, ya llegáis media hora tarde a clase.
Lo cual era cierto. Aunque curiosamente el señor Brandish, siempre tan puntual, llegaba también con retraso, porque justo en ese momento apareció por el fondo del pasillo, llevándose a los chicos a clase y cerrándonos una vez más la puerta en las narices a Mentolina y a mí.
—Qué costumbre más desagradable —dijo Mentolina. Yo asentí y me subí a su hombro de un salto—. Tú sí que eres un pájaro simpático. ¿Sabes, Edgar?, diría que hace tiempo que no tenemos una buena charla. Seguramente desde aquel asunto de los gatitos. Baja conmigo y anímame un poco hasta que venga esa gente tan desagradable de la agencia. ¡Por favor! Se ponen de una manera que cualquiera diría que teníamos intención de matar a esas chicas…
Así pues, Mentolina y yo descendimos desde el nivel superior del castillo para dirigirnos a las plantas inferiores.
Mientras bajábamos me explicó que estaba muy preocupada por el dinero y que todo el mundo se preguntaba cómo iban a salir del aprieto.
A Pantalín lo único que se le ocurría era encerrarse para urdir un invento que volviera a hacerlos ricos. Pero, por desgracia, sus experimentos solo habían servido hasta la fecha para gastar una fortuna y para poner en peligro las vidas de algunos criados y de varios miembros de la familia.
Entramos en el Gran Salón, y estábamos justo en el centro, bajo la grandiosa araña de cristal, cuando sonó un espantoso crujido en el techo… y un instante más tarde vimos que la lámpara se precipitaba a toda velocidad sobre nosotros.
Cerré los ojos, preparándome para una muerte rápida y centelleante, y Mentolina soltó una especie de chillido.
La araña cayó y se hizo añicos con un estallido ensordecedor de esquirlas tintineantes, matándonos a los dos.
O al menos eso debería habernos pasado. Al cabo de unos segundos abrí los ojos y comprobé que veía. Lo cual, por lo que yo sé, no habría sido posible si hubiera estado muerto.