Una observación muy interesante, porque justo en ese momento apareció otra moneda también como salida de la nada, bajó los peldaños a saltos, chocó con una pata de la mesa y se puso a girar y girar, hasta que se quedó de pie sobre el canto.
—Toma ya.
Era Silvestre otra vez, apenas en un susurro.
—Esto es… rarísimo —dijo Solsticio.
Ya lo creo.
Pero no era nada comparado con las cosas raras que habrían de venir a continuación.
Todo el mundo sabe
que el nombre
auténtico de Mentolina
es eufemia, pero en
cambio muy pocos
saben que ese nombre
que le pusieron era el
de su abuela, Eufemia
Summersby Bolpox, la
bruja más arpía y
tenebrosa de los dos
últimos siglos.
D
espués del temblor de tierra, el castillo se sumió en un misterioso silencio. Había mucho que barrer y recoger, mucha porcelana rota que tirar a la basura, mucho estropicio que ordenar. Pero todo el mundo desapareció. Lo sé porque yo volé de una punta a otra del castillo y no vi ni un alma.
En realidad, Solsticio me había encerrado en mi jaula de la Habitación Roja, pero, como quizá ya sepas, yo nunca me quedo allí mucho rato, porque abro la trampilla secreta y vuelvo a salir sin más. Mientras exploraba los pasillos en apariencia desiertos me di cuenta de que el castillo mismo parecía contener el aliento, como si pudiera producirse otro temblor en cualquier instante. Ninguna tabla crujía, ninguna puerta rechinaba, ninguna cortina aleteaba al viento.
Todo permanecía inmóvil.
¡Muy bien!
Decidí averiguar dónde se habían metido todos.
Empecé en lo alto del castillo, en el Torreón Este. Me posé en el alféizar de la ventana del laboratorio de Pantalín, donde reinaba el silencio. Nada de golpes, nada de zumbidos o silbidos, ningún chirrido, ningún martillazo. Nada.
Rarísimo. Al atisbar por la ventana vi a Pantalín sentado a la mesa del laboratorio, entre los pedazos rotos y descabalados de lo que a él le gustaba llamar «material científico». Me daba la espalda, pero se veía que estaba escribiendo frenéticamente.
Lo dejé hacer.
A Mentolina me la encontré sentada en la cama, leyendo un libro de escultura, que era su última obsesión.
—Ah, Edgar —dijo al ver que me posaba en la alfombra—. ¿Todavía por aquí?
Me parece que era una especie de chiste, pero me subí de un salto a la cama y observé las ilustraciones del libro.
Es rarísimo, me dije otra vez, lo que llegan a hacer los humanos para pasar el rato. Si yo pudiera escoger no me pasaría dos años golpeando un bloque de piedra con un cincel para que pareciese una mala imitación de una persona. Preferiría comer ratones secos y dormir un montón. Claro que quizá sea porque ya no soy tan ambicioso como antes.
La dejé también con lo suyo y fui en busca de los jóvenes humanos. Crucé volando el pasillo, y pasé junto al cuarto de los bebés con un escalofrío, aunque tenía entendido que la temible Niñera Cachivaches se había tomado sus vacaciones de cada año. Había ido a una convención de niñeras, una reunión especial en la que, supuse, aprendería a ser más cruel y maligna. Así pues, el cuarto de los bebés era por una vez un lugar seguro, pero yo ya sabía que los gemelos no estarían allí.
En efecto, me los encontré gateando por la barandilla del descansillo de la quinta planta, aunque se las arreglaban para caerse solo por el lado alfombrado, y no por el lado donde se abría un abismo de cinco pisos que terminaba en las duras losas de la planta baja. Asombrosa habilidad, desde luego. Quizás era sencillamente que habían nacido con chamba.
Ese pensamiento volvería a tenerlo más adelante.
Aun así, me pasé media hora haciendo cabriolas vistosas y batiendo mis alas para que se dejaran de travesuras sobre la barandilla mortal y me siguieran por el pasillo hasta la habitación de Solsticio, unos dominios más seguros. No hubo manera. Al llegar allí, me la encontré en compañía de Silvestre. Ambos miraban a las musarañas con aire sombrío.
El mono no estaba, pero no era esa la causa del abatimiento de Silvestre, ni de la aflicción de Solsticio.
Ella levantó la vista cuando entré dando saltitos por la puerta.
—¿No te había metido en la jaula? —dijo.
Me encogí de hombros, cosa que nunca me sale demasiado bien, porque no es que ande muy sobrado de hombros que digamos, pero me parece que ella captó la idea.
La idea era: sí, quizá sí me metiste, pero no esperabas en serio que me quedase allí, ¿verdad?
—Ay, Edgar —gimoteó Silvestre—. ¿Qué vamos a hacer?
Me acerqué de un salto al pobre chico, que estaba sentado en el suelo con las rodillas en la barbilla, o mejor, tan cerca de la barbilla como les era posible sin mancharse, dada la excesiva afición de Silvestre al pastel de chocolate.
—¿
Ur k
? —pregunté.
—Sí, Edgar, exacto. —Suspiró—. ¿Sabes dónde está padre ahora mismo? Arriba en su habitación, escribiendo. ¿Y sabes qué está escribiendo? Exacto. ¡Un anuncio! ¿Y sabes para qué es el anuncio? De nuevo, exacto. Un profesor. Un maestro de escuela para nosotros.
—Y tú —añadió Solsticio— ya sabes lo que pensamos de los profesores, ¿verdad, Edgar?
Lo sabía.
Repasé la lista de los tres o cuatro que habían tenido.
La señora Elbow, por ejemplo, que se había marchado tras los repetidos asaltos de un pequeño mono insolente.
O el señor Barkworthy, aquejado de una frenética risa histérica tras tres semanas oyendo cómo Solsticio respondía siempre a la pregunta anterior, y no a la que le estaba formulando.
O la señorita Quick, que un día acabó huyendo del castillo dando alaridos porque a Silvestre —que más bien le tenía simpatía— se le había ocurrido enseñarle su colección de roedores muertos. Me parece que fue este comentario del chico, «¿No le encantan esos deditos negros?», lo que la dejó del todo turulata.
Y todavía hubo una pareja, no recuerdo ahora sus nombres, que vinieron en plan marido y mujer a enseñar a nuestros queridos niños, pero hicieron una incursión por las cavernas y no volvieron más. Lo único que encontramos fue un libro de texto envuelto en un tentáculo, arrancado —suponemos nosotros— en una lucha feroz con la aritmética.