Read Chalados y chamba Online

Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Chalados y chamba (3 page)

BOOK: Chalados y chamba
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Él y Fermín habían entablado la batalla más desesperada en pos del conocimiento que el ingenio humano haya emprendido jamás. O eso decía Pantalín. Habían estado llevando a cabo experimentos para averiguar por qué el helado de chocolate es tan chupi, pero al producirse el temblor los nueve cuencos del proyecto se habían volcado y hecho añicos en el suelo, y ahora todo su contenido se estaba filtrando pegajosamente entre las grietas de las losas.

—¡Todo al garete! —había exclamado Pantalín, que bajó enfurecido por la escalera de caracol.

Enseguida había convocado a toda la familia a una reunión de emergencia en el Salón Pequeño y, para empezar, le había pedido a Silvestre que le explicara la causa de los terremotos.

El pobre chico había musitado unas palabras tan inaudibles que solo consiguió irritarlo más.

—¿Cómo? —gritó Pantalín, con un vozarrón terrorífico—. ¿Qué dices, muchacho?

Silvestre tragó saliva.

—Me preguntaba si no tendría que ver con la luna. Como la mayor parte de las cosas. Hum… ¿no?

Pantalín estaba poniendo una cara que daba miedo verla.

—¿La luna? ¡Bah!

Giró en redondo y, todavía furioso pensando en el helado derretido, se dirigió a Solsticio.

—Oh, hija mía, ¿qué tienes tú que decir? ¿Cuáles son las causas del fenómeno que conocemos como terremoto?

Solsticio jugueteó con su collar, un adornito encantador con calaveras y otras monerías.

—Eh, bueno… —dijo—, creo que tiene algo que ver con las placas tectónicas, ¿no?

Escondí la cabeza bajo el ala, temiendo la reacción de Pantalín, así que no le vi la cara, pero sí oí cómo estallaba.

—¿Placas? ¿Placas? ¿Te haces la graciosa conmigo?

—¡No! —gimió la pobre Solsticio—. Yo simplemente leí algo sobre las fricciones de la corteza terrestre y…

—¡Ya basta! ¡No haces más que empeorarlo, hija!

—gritó Pantalín, y se puso a deambular por el Salón Pequeño con paso resonante, pisoteando las alfombras de piel de oso, mientras todo el mundo se miraba los zapatos y soltaba tosecitas.

—¡Muy bien! —exclamó—. ¡Ya está! He tomado una decisión. ¡No!, ¡he tomado dos decisiones!

Estas palabras causaron cierto revuelo. Las toses se transformaron ahora en murmullos, porque si por algo tiene mala fama Pantalín es por sus decisiones. El castillo entero tiende a huir despavorido cuando decide alguna cosa, en lugar de limitarse a hacer el ganso como de costumbre.

Por ejemplo, en una ocasión decidió que no hacían falta alas para volar, que para ello bastaba con una firme determinación. Yo podría habérselo explicado. Menos mal que decidió hacer el experimento sobre el agua. Así, cuando llegó a la orilla del lago chapoteando como un chucho, solo estaba herido en su orgullo (no pareció haberse topado tampoco con la misteriosa criatura que acecha en las turbias profundidades de esas aguas).

En otra ocasión decidió que todo el mundo en el castillo debía tratar de mantenerse despierto la mayor cantidad de tiempo posible, «para ver qué pasa». Lo que ocurrió fue que todos se sintieron más y más cansados; que se pusieron de muy malas pulgas y empezaron a pensar que eran la Reina de Chipre o un elefante en pijama. Y, después, todos se quedaron dormidos una semana y se despertaron dando mordiscos a las alfombras sobre las que habían caído exhaustos.

Y hubo también un día en que decidió que los cuervos eran pájaros malignos que no deberían vivir con la gente. La peor idea de su vida, sin duda, aunque yo lo puse enseguida en su sitio con la ayuda del resto de la familia, que me apoyó en la idea alternativa de echarlo del castillo a él, y no a mí.

Así pues, cuando Pantalín anunció que había tomado no una, sino dos decisiones, se produjo una conmoción comprensible.

—¡Primera decisión! —anunció Pantalín, contrayendo nerviosamente las cejas—. Para mí es evidente, como nunca antes lo había sido, que vivimos tiempos peligrosos. En cualquier momento el castillo podría desmoronarse a nuestro alrededor a causa de un terremoto, de una ola gigante o de la acción de todos los conejos saltando al mismo tiempo que las ovejas. No podemos vivir con esta incertidumbre y, por lo tanto, aunque me pese mucho, abandonaré mi investigación sobre el helado con el fin de construir… ¡un artilugio capaz de predecir el futuro!

Hubo unos instantes de silencio y luego, para mi sorpresa, sonó una salva de aplausos. Me costó un minuto deducir por qué. Todos habían comprendido a la vez que esa decisión de Lord Otramano no habría de afectarle a nadie más que a él. Y a Fermín, claro, que era el único que no aplaudía de alivio.

Pero entonces…

Ah, entonces llegó la segunda decisión de Pantalín, y te aseguro que esa era terrible de verdad, a pesar de que también esta vez solo afectaba a dos habitantes del castillo.

A Silvestre y a Solsticio.

—He decidido también —proclamó, amenazador— que la educación de mis hijos es muy defectuosa, atrozmente superficial y, qué diantre, del todo inexistente. Voy a poner, pues, un anuncio en el periódico para buscarles un tutor privado que les proporcione la instrucción adecuada.

—¡No, padre, no! —gimieron a la vez Solsticio y Silvestre.

—¡

, niños, sí! Tendréis un maestro y a fe mía que algo aprenderéis. O si no, habréis de darme una explicación.

Todos los demás se sintieron de nuevo secretamente aliviados al ver que la decisión no tenía nada que ver con ellos, pero yo debo decir que me compadecí y hasta me enojé un poco por los niños. La educación es sencillamente una lata espantosa, por lo que recuerdo de mi borrosa y lejana juventud y, como siempre, además, sentí un escalofrío de horror ante la idea de que llegase alguien nuevo al castillo.

Pero mientras meditaba en estos asuntos, mientras Silvestre y Solsticio se apoyaban el uno en la otra para darse ánimos, y todos los demás empezaban a escabullirse con la esperanza de que Pantalín no fuese a añadir una tercera decisión, ocurrió algo rarísimo.

Una moneda, surgida al parecer de la nada, rodó dando saltos por la escalinata principal, aterrizó entre las alfombras del Salón Pequeño, chocó con una pata de la mesa y empezó a girar sobre sí misma, como les gusta hacer a las monedas. Era una cosa tan extraña que todo el mundo se detuvo a mirarla.

La moneda hizo entonces algo todavía más extraño, porque en vez de caer de un lado o del otro —cara o cruz, para que me entiendas—, dejó de girar y se quedó de pie sobre el canto.

—¡Toma ya! —exclamó Silvestre—. ¡Qué raro! Eso no te saldría ni queriendo. Estoy seguro de que si vivieses un millar de años —prosiguió, excitado— y lo probaras cien veces al día hasta caerte muerto, no conseguirías repetirlo.

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