Solsticio estaba repantigada en una butaca de mimbre que había tomado prestada de la habitación de su madre, con los pies cruzados sobre la mesita y un tocho de libro titulado
Hechizos
apoyado en el regazo.
Silvestre trataba de atarle a Colegui unas campanillas en la cola para que el condenado mono no pudiera acercarse sigilosamente a nadie y darle un susto, una broma desagradable que acababa de aprender y que le proporcionaba un placer tan desmesurado como pueril.
Los gemelos intentaban utilizarse mutuamente como escalón para trepar al pretil de la terraza y poder seguir ejercitando las ganas de matarse con las que parecen haber nacido.
Todo resultaba encantador; y entonces, de golpe, nos llegó un olor abrumador a huevos podridos.
—¡Agh, Colegui! —dijo Silvestre, arrugando la nariz.
Debo decir que el mono tuvo casi el orgullo de poner cara de ofendido. Pero el pestazo quedó olvidado en el acto, porque entonces un estruendo atronador se propagó por el valle desde la montaña que hay detrás del castillo. Hubo un segundo de silencio y luego todo empezó a bambolearse.
La Terraza Superior, el castillo, las sillas, la mesa, los niños, tanto los mayores como los pequeños, el mono y el cuervo: todos por igual nos pusimos a temblar como un flan.
Duró quizá quince segundos, veinte como máximo, pero te aseguro que la cosa fue al mismo tiempo espeluznante y muy, pero que muy rara.
—¿Solsticio? —gimió Silvestre, metiéndose debajo de la mesita.
La propia Solsticio tenía una expresión de perplejidad en la cara y acabó cayéndose de la butaca de mimbre.
Colegui salió disparado a un millón de kilómetros por hora por las azoteas del castillo, como decidido a desaparecer para siempre. O eso esperé yo.
Los gemelos rodaron por el suelo y se quedaron boca arriba, soltando risitas y dando patadas al aire. Y yo decidí que el lugar más seguro de todos era el cielo, que —descubrí complacido— no estaba temblando.
Y entonces la cosa se acabó sin más.
—¿Qué…? —gimió Silvestre desde debajo de la mesa—. ¿Qué…?
Solsticio se levantó de las frías losas y se ajustó el dobladillo de su vestido de pana negra.
—¡Uaf! —dijo—. ¡Silvestre! ¡Me parece que ha sido un terremoto! ¡La tierra se ha rasgado, soltando apestosos gases sulfurosos y haciendo que tiemble el mundo entero! ¡Vamos a las cocinas a ver los destrozos!
Echó a correr con gran excitación, pero Silvestre solo asomó la cabeza de debajo de la mesa.
—No —dijo muy decidido—. Yo no salgo.
El chico tenía razón en parte, pensé. Si yo hubiera sido una criatura terrestre quizás habría optado también por quedarme debajo del mueble que hubiera tenido más a mano; pero como soy un ser que domina los cielos decidí permanecer en ese fluido invisible donde nada podía caerme encima.
Me elevé más allá de la Terraza Superior, aunque sin perder de vista a los gemelos, que parecían esperar con ilusión que la cosa se repitiera, y comprobé desde lo alto que el valle entero estaba inmóvil y en silencio. Todas las criaturas habían corrido a buscar refugio: cada ovejita saltarina, cada conejo escurridizo. Incluso los pájaros pequeñajos y fardones estarían tiritando, acurrucados en sus nidos.
Solo yo era el Señor de Toda la Creación.
Y entonces oí un tintineo, un ruidito metálico muy tenue, pero aun así inconfundible. Era el sonido de una campanilla, deduje tras una breve reflexión. Y en cuanto los engranajes de mi cerebro giraron un par de veces más, comprendí de dónde procedía.
Del mono.
El mono saltaba y se movía torpemente por los tejados hacia la habitación de Silvestre.
Debería haber deducido en aquel mismo momento que algo iba mal, pero entonces lo único que encontré extraño fue que el estúpido primate usara solo tres extremidades para desplazarse. Creo que casi acaricié la esperanza de que se hubiera hecho daño. Pero nada más, no pasé de ahí.
Poco podía imaginarme que acababa de presenciar el principio de los extrañísimos acontecimientos que se avecinaban.
La mejor fiesta de
cumpleaños de
Solsticio incluyó una
troupe de acróbatas, un
surtidor de chocolate,
un oso bailarín y una
cama elástica a
medianoche. Pero no
todo al mismo tiempo,
claro. Eso sería un
disparate.
¿Q
ueeeeeeé? —rugió Pantalín. Estaba más rabioso de lo que yo recordaba haberlo visto en mucho tiempo. Y no era para menos: de todas las alas del castillo que habían sufrido daños por el terremoto, su laboratorio del Torreón Este parecía haberse llevado la peor parte.