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Authors: Marcus Sedgwick

Tags: #Infantil y juvenil

Chalados y chamba (5 page)

BOOK: Chalados y chamba
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Había pasado, en efecto, una larga temporada desde que los niños habían contado por última vez con lo que Pantalín llamaba «una educación formal», pero debo decir que yo mismo había procurado echar una mano en ese aspecto. Me gusta pensar que fui yo quien contribuyó a desarrollar el interés de Solsticio por los preparados de hierbas. Sin ir más lejos, yo le mostré el mejor rincón del jardín para encontrar beleño.

Y del mismo modo, fui yo quien alentó la fascinación del pequeño Silvestre por los esqueletos de roedor (y si de paso me saqué alguna cena gratis, mejor para mí).

Seguir encontrando nuevos profesores, además, había resultado difícil, pues la fortuna de la familia se estaba reduciendo peligrosamente y los pocos aspirantes al puesto, conociendo la fama de los Otramano, pedían sumas exorbitantes.

—Quizá —dijo Solsticio— podríamos suplicarle por última vez antes de que haga… una tontería.

Silvestre suspiró.

—¿De qué va a servir?

—A lo mejor vale la pena intentarlo —insistió Solsticio—. Dime, ¿hasta qué punto eres capaz de parecer deprimido?

—¿Qué tal así? —respondió Silvestre, poniendo la cara más desconsolada que había visto en mi vida. Por un instante pareció un camello deprimido. Mejor aún, un camello deprimido con un desastroso corte de pelo.

—Tal vez sirva —dijo Solsticio sonriendo—. ¡Vamos!

Se puso de pie de un salto y salimos de su habitación a toda prisa. Y quiso la suerte que ese fuera el momento ideal.

¡Allí estaba!

Pantalín se había plantado delante de Fermín con el texto del anuncio en la mano.

—Ahí va, muchacho —anunció—. ¡Esto servirá para acabar de una vez por todas con la ignorancia de mis vástagos! Llévalo al periódico del pueblo para que lo publiquen, y mira que ocupe un cuarto de página. ¡No! ¡Media página! ¡No, espera! ¡Una página entera! ¡Quiero que todos los maestros del país llamen a nuestra puerta, pidiendo de rodillas una oportunidad para dar clases a esta prole descerebrada que Dios me ha dado!

—Una página entera, señor… saldrá un poco cara —se atrevió a insinuar Fermín.

A Lord Otramano le tembló ligeramente el bigote, pero consiguió dominar sus nervios.

—Pues muy bien —le espetó.

—¡No, padre! —gritaron al unísono Solsticio y Silvestre; después el muchacho añadió—: A nosotros no nos importa ser tontos. Al menos a mí no. Y Solsticio es muy lista. Mucho.

Demasiado tarde.

Ante la orden solemne de Pantalín, el mayordomo se dirigió a la puerta principal y la abrió de par en par.

Lo que pasó entonces fue increíble.

Cuando Fermín abrió la puerta de golpe, vimos justo en el umbral a un hombre que daba un bote, sobresaltado. La mano se le había quedado suspendida en el aire, a punto de llamar. Y él estaba boquiabierto, totalmente pasmado.

Me pareció algo más peludo de la cuenta (aunque yo estaba demasiado bien educado para mencionarlo) y tampoco era lo que se dice muy alto. De hecho, su mirada se topaba directamente con la pechera de Fermín. Entornó los ojos a causa de la sorpresa, e incluso tuvo el valor de esbozar una especie de sonrisa, aunque, para ser exactos, aquello más bien estaba entre la sonrisita y la mueca maliciosa. A su espalda, en el sendero, había un enorme baúl de madera.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó Pantalín, adelantándose. Sus cejas se contrajeron de nuevo frenéticamente.

El hombre se acercó a saludarlo. Y para ser tan bajito, demostró tener una voz bastante grave y sonora.

—Melvin Brandish —respondió—. Educador itinerante. ¿No necesitará, por casualidad, un maestro en esta casa?

—Toma ya —dijo Silvestre.

—¡Grito! —dijo Solsticio—. Esto es rarísimo.

—Fermín —masculló Pantalín entre dientes—. Rompe el anuncio. —A continuación le tendió la mano al señor Brandish—: Pase usted… ¡Fermín! ¡Limpia la habitación del profesor! ¡Niños! Venid a saludar a vuestro nuevo maestro.

A los cinco años,

Solsticio se cayó en un

pozo muy profundo de

los jardines del

castillo que llevaba

mucho tiempo

inutilizado. Mientras

todos corrían de aquí

para allá, llenos de

pánico, buscando

cuerdas y escaleras,

ella escribió su primer

poema. Se titulaba:

«Grito. ¿A que está

oscurito?».

H
ay una cosa que se llama visión retrospectiva que no se refiere a mirarle la retaguardia a la gente, como me imagino que pensaría Silvestre.

No. Quiere decir que, una vez que ha ocurrido algo, es muy fácil darse cuenta de que ha ocurrido y ver cuáles han sido las consecuencias. Es más difícil ver las cosas mientras están sucediendo. Y lo más difícil de todo —creo que estarás de acuerdo conmigo— es ver las cosas que no han sucedido aún.

¿Me sigues?

Muy bien. Porque este tipo de pensamientos, como he comprobado yo mismo, pueden dejarte dislocado el cerebro en un periquete. Especialmente si es un cerebro reducido y metido en un cráneo emplumado de negro.

Bueno, sigamos.

Con visión retrospectiva habría sido más fácil averiguar qué narices estaba pasando durante este curiosísimo episodio de la historia de Otramano. Que un maestro estuviera a medio segundo de llamar a nuestra puerta justo cuando Lord Pantalín andaba buscando uno era una coincidencia muy extraña.

Los chicos quedaron sumidos en un estado aún más profundo de abatimiento, y se escabulleron discretamente a sus habitaciones para evitar las clases mientras pudieran. Ya se temían un examen sorpresa de mates, o algo así.

Yo me encaramé en dos aletazos sobre el busto de Lord Defriquis, que destacaba en lo alto del Salón Pequeño, y observé atentamente el desembarco del nuevo profesor.

No me gustaba.

Para empezar, entró con demasiadas prisas, y enseguida levantó la vista y me vio observándolo.

—Parece que tienen bichos en casa —le dijo a Pantalín.

—Ah, es Edgar. No se preocupe por él.

Sentí que iba a entrarme un mosqueo y les di la espalda. Pero mantuve un ojo fijo en la escena que se desarrollaba abajo.

—¿Alguien podría echarme una mano con mi equipaje? —dijo Brandish, señalando el enorme baúl de madera.

Pantalín llamó a Fermín y le ordenó que enviase a un lacayo: un chico cuyo nombre era Will. Digo «era» porque quedó irremediablemente chafado cuando el baúl que llevaba a cuestas se le vino encima a media escalera.

Brandish se puso como una moto.

—¡Cuidado con lo que haces, mentecato! —gritó con voz destemplada, mientras corría a darle mimos al baúl y a comprobar que no hubiese desperfectos. El mentecato, o sea, Will, no estaba en condiciones de andarse con cuidado ni de nada parecido, pero Brandish no pareció reparar en ello. Por un extraño milagro, el baúl se veía tan intacto como aplastado y hecho papilla el pobre Will, y Brandish recobró su aire engreído.

Enviaron a buscar a otro lacayo, este llamado Joe, y fue él quien acabó de trasladar el baúl a la habitación reservada a los maestros y maestras.

Cuando ya bajaba, el desdichado Joe resbaló con un grumo viscoso que había quedado del accidente anterior y rodó escaleras abajo, hallando una muerte espantosa al estamparse contra una armadura de la tercera planta llena de pinchos. Auch.

Entonces apareció Mentolina y se armó una trifulca entre ella y su estimado marido. Una de esas trifulcas furiosas, aunque libradas entre susurros, que los protagonistas creen que nadie más oye. Equivocadamente, desde luego.

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