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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (10 page)

BOOK: Coraline
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—Aquí está —afirmó—. La necesitas para entrar.

Con aire despreocupado le lanzó la llave a Coraline, que la recogió con una mano sin que le diese tiempo a pensar si la quería o no. La llave estaba ligeramente húmeda.

Un viento helado las azotó, y la niña se estremeció y apartó la vista. Cuando volvió a mirar, se encontraba sola.

Entonces se dirigió indecisa a la parte delantera de la casa, hasta la puerta del piso vacío, que estaba pintada de verde brillante, como todas las demás.

«Ella no tiene buenas intenciones —le susurró una voz fantasmal al oído—. No creemos que quiera ayudarla. Debe de ser una trampa».

La puerta se abrió de pronto sigilosamente, y Coraline entró sin hacer ruido.

Las paredes del piso eran del color de la leche rancia. Las tablas de madera del suelo estaban descubiertas y polvorientas, mostrando las marcas de antiguas alfombras y esterillas. No había muebles, sólo las huellas de los lugares que habían ocupado en otro tiempo. Las paredes estaban desnudas, y únicamente rectángulos descoloridos señalaban aquellos puntos en los que antaño se habían colgado cuadros y fotografías. El silencio era tal que Coraline pensó que podía oír las motas de polvo que flotaban en el aire.

Para disipar la repentina preocupación de que algo surgiera y la asaltara, comenzó a silbar. Le parecía más improbable que las cosas se presentasen de improviso si silbaba.

Recorrió en primer lugar la cocina vacía. Luego, un cuarto de baño también vacío en el que sólo había una bañera de hierro fundido con una araña muerta, del tamaño de un gato pequeño, en su interior. La última habitación que visitó le dio la impresión de que había sido un dormitorio: sobre la polvorienta sombra rectangular que cubría las tablas del suelo podía haber estado una cama. Entonces vio algo que le arrancó una sonrisa forzada: entre las tablas había un gran anillo de metal. Coraline se arrodilló, lo cogió y tiró de él con todas sus fuerzas. Un cuadrado de suelo con bisagras se levantó con enorme lentitud, rígido y pesado: era una trampilla. A través de la abertura, Coraline distinguía sólo oscuridad. Se agachó y encontró un interruptor. Lo pulsó sin hacerse ilusiones de que funcionase, pero en algún lugar, bajo sus pies, se encendió una bombilla y una débil luz amarilla se filtró por el agujero. Sólo vislumbró unos peldaños que bajaban, nada más.

Coraline metió la mano en el bolsillo y sacó la piedra agujereada. Miró el sótano a través del orificio, pero no vio nada y volvió a guardar la piedra. Por la trampilla subía un olor a arcilla húmeda y a algo más, un tufo acre y agrio como el vinagre. Coraline se introdujo en la abertura de la trampilla mirándola con aprensión: era tan pesada que si se caía estaba segura de que quedaría atrapada en la oscuridad para siempre. Levantó una mano, la tocó y comprobó que se mantenía firme. Luego se volvió hacia la oscuridad y bajó los escalones, a cuyo pie había otro interruptor, metálico y chirriante. Lo agarró hasta que consiguió moverlo y se encendió una bombilla desnuda que colgaba de un cable del techo bajo. La luz era tan débil que Coraline no podía distinguir las pinturas de las desconchadas paredes del sótano. Parecían dibujos primitivos: pudo ver unos ojos y unas cosas que tal vez fuesen uvas, con otras cosas debajo. La niña no podía saber con certeza si había retratos. En una esquina de la sala vio un montón de desperdicios: cajas de cartón llenas de papeles mohosos y una pila de cortinas podridas. Las zapatillas de Coraline crujieron sobre el suelo de cemento. Allí olía peor. Estaba a punto de dar la vuelta y marcharse cuando vio un pie que sobresalía bajo el montón de cortinas. Respiró hondo (el tufo a vino agrio y pan enmohecido se le subió a la cabeza) y tiró del húmedo tejido dejando al descubierto algo del tamaño y la forma de una persona. Con aquella luz tenue le costó varios segundos saber de qué se trataba: era un ser pálido e hinchado como un gusano, con extremidades delgadas como palos. El rostro, redondo y deforme como la masa de pan, carecía de formas.

La cosa tenía dos grandes botones negros en lugar de ojos. Coraline hizo un ruido, una expresión de asco y horror, y la cosa comenzó a incorporarse como si al oírla hubiese despertado. La niña se quedó paralizada. El ser movió la cabeza hasta que los ojos de botones negros la miraron frente a frente. En la cara sin rasgos se abrió una boca, de cuyos labios colgaban hilillos de una sustancia blanquecina y pegajosa, y una voz que recordaba muy remotamente a la de su padre susurró:

—Coraline.

—Bueno —le dijo ésta a lo que había sido su otro padre—, al menos no has saltado sobre mí.

Las manos de la criatura, semejantes a ramitas, se acercaron a la cara y manipularon su pálida arcilla, formando una especie de nariz que no emitió ningún ruido.

—Estoy buscando a mis padres —afirmó Coraline—, o al alma robada de uno de los niños. ¿Están aquí?

—Aquí abajo no hay nada —respondió la lívida criatura confusamente—, nada más que polvo, humedad y olvido.

Aquella cosa era blanca y enorme y estaba hinchada. «Monstruosa —pensó Coraline— y triste». La miró a través de la piedra agujereada: nada. La cosa decía la verdad.

—Pobrecito —se compadeció—. Apuesto a que te ha encerrado aquí abajo como castigo por hablar demasiado.

La cosa dudó, pero luego asintió. Coraline se preguntó cómo era posible que hubiese pensado que aquel ser agusanado se parecía a su padre.

—Lo siento mucho —añadió.

—No está muy contenta —comentó lo que había sido su otro padre—. En realidad, no está nada contenta. La has sacado de sus casillas. Y cuando se desquicia, las paga con quien sea. Es su forma de ser.

Coraline acarició la calva cabeza. La piel era pegajosa, como la masa caliente.

—Pobre —dijo—. Sólo eres algo que hizo y después tiró.

La cosa asintió vigorosamente con la cabeza. Al moverla, el botón de su ojo izquierdo se cayó y repiqueteó sobre el suelo de hormigón. La cosa miró a su alrededor con su único ojo y gesto estúpido, como si también hubiese perdido a Coraline. Por fin la vio, y entonces, realizando un gran esfuerzo, volvió a abrir la boca y dijo con voz llorosa y apremiante:

—Corre, chiquilla. Abandona este lugar. Ella quiere que te haga daño y te retenga aquí para siempre, así tú nunca terminarás el juego y ella vencerá. Me está presionando mucho para que te haga daño, y yo no puedo luchar contra ella.

—Claro que puedes —repuso Coraline—. Sé valiente.

La niña echó un vistazo a su alrededor: la cosa que había sido su otro padre se interponía entre ella y la escalera que llevaba a la trampilla. Coraline comenzó a caminar pegada a la pared. La cosa se retorció, blanda y sin huesos, y la observó con su único ojo. Parecía más grande y despierta.

—Por desgracia —se quejó—, no puedo.

Y en ese momento se abalanzó sobre ella con la desdentada boca completamente abierta. Coraline reaccionó al instante. Sólo podía hacer dos cosas: o bien se ponía a gritar y a correr por el sombrío sótano, mientras el enorme gusano intentaba capturarla y lo conseguía, o bien se decidía por otra opción.

Y se decidió por otra opción.

Cuando la cosa se le acercó, Coraline alargó una mano hacia el único ojo que le quedaba y tiró de él con todas sus fuerzas. Al principio no pasó nada. Luego, el botón se desprendió y rebotó contra las paredes antes de caer al suelo. La cosa no se movió de su sitio. A ciegas echó la cabeza hacia atrás, abrió la boca horriblemente y rugió de ira y frustración. Después, en un segundo, se lanzó al lugar donde había estado Coraline. Pero la niña ya no se encontraba allí. Subía las escaleras de puntillas, procurando no hacer ruido, para alejarse lo antes posible del lúgubre sótano cuyas paredes estaban llenas de toscos dibujos. No podía apartar la vista de aquel lugar: la cosa blancuzca tropezaba y se retorcía intentando atraparla. Luego, como si alguien le hubiese dado instrucciones, la criatura dejó de moverse y ladeó su ciega cabeza.

«Está intentando oírme —pensó Coraline—. Debo quedarme muy quieta». Pero, al subir otro escalón, resbaló y la cosa la oyó. Inclinó la cabeza hacia Coraline, y durante unos momentos se balanceó como quien está concentrado. Después, rápida como una serpiente, se deslizó hasta las escaleras y comenzó a ascender detrás de la niña, que subió corriendo frenéticamente la última media docena de escalones, y con un impulso saltó sobre el suelo polvoriento del dormitorio. Sin detenerse, agarró la pesada trampilla y la dejó caer. Cayó con estrépito, como si algo enorme se estrellase contra ella. La trampilla se sacudió y traqueteó en el suelo, pero permaneció cerrada.

Coraline respiró hondo. Si hubiese habido algún mueble en aquel piso, aunque sólo hubiese sido una silla, lo habría colocado sobre la trampilla, pero no había nada. Salió de allí lo más rápido que pudo, aunque sin correr, y cerró con llave la puerta principal. Metió la llave debajo del felpudo y se dirigió al camino. Se había hecho a la idea de que la otra madre estaría allí esperando a que saliera, pero el mundo estaba silencioso y vacío.

Coraline quería volver a su casa.

Se felicitó, se dijo a sí misma que era valiente y se esforzó en creerlo. Luego rodeó la casa en medio de aquella niebla gris que no era niebla, y buscó las escaleras para subir.

10

C
oraline subió por las escaleras exteriores del edificio hasta el piso más alto, en el que vivía el viejo loco en el mundo real. Había ido allí una vez con su verdadera madre, cuando realizaba una colecta benéfica. Ambas se habían quedado en la entrada, esperando a que el excéntrico anciano de grandes bigotes encontrase el sobre que la madre de Coraline le había dejado: el piso olía a comidas raras, tabaco de pipa y cosas extrañas, penetrantes y pestilentes que la niña no pudo identificar.

Nunca había querido pasar de la puerta.

—Soy una exploradora —dijo Coraline en voz alta, aunque sus palabras sonaron apagadas y muertas en medio de la niebla.

Al fin y al cabo, había conseguido escapar del sótano, ¿verdad? Sí, era cierto.

Pero si de algo estaba segura era de que aquel piso sería peor.

Llegó a la parte superior de la casa. El piso de arriba había sido el ático del edificio mucho tiempo atrás. Llamó con los nudillos a la puerta pintada de verde.

Ésta se abrió de golpe y ella entró.

Tenemos nervios y ojos,

tenemos colas y dientes,

cuando subamos de los infiernos

obtendrás lo que mereces.

Eso murmuraron doce vocecitas o más en aquel piso oscuro de techo tan bajo que Coraline casi podía tocarlo. Varios ojos rojos la observaban. Cuando se acercó, se escabulleron unas patitas rosadas.

Sombras negras se movían imperceptiblemente en la oscuridad que envolvía las cosas.

Allí olía mucho peor que en el piso real del viejo loco. El verdadero olía a comida (comida desagradable, según recordaba Coraline, pero reconocía que era cuestión de gustos: a ella no le gustaban las especias, las hierbas ni los platos exóticos). El lugar en el que se hallaba olía como si todos los platos exóticos del mundo estuviesen allí podridos.

—Chiquilla —la llamó una voz susurrante desde una habitación lejana.

—¿Sí? —respondió Coraline.

«No tengo miedo», se dijo a sí misma.

Sabía que si lo pensaba bien no podía tener miedo.

Allí no había nada que pudiese asustarla. Todas aquellas cosas (y también las del sótano) eran ilusiones, creaciones de la otra madre, una especie de parodia espantosa de las personas y los objetos reales.

Coraline se reafirmó en la idea de que la otra madre no podía hacer nada auténtico, sólo copiar, retorcer y distorsionar lo que ya existía.

A continuación se preguntó por qué la otra madre habría colocado una bola de cristal sobre la repisa de la chimenea del salón. En el mundo real allí no había nada. Al hacerse la pregunta, comprendió que tenía la respuesta.

Pero la voz volvió a hablar e interrumpió el curso de sus pensamientos.

—Ven aquí, chiquilla. Sé lo que quieres, pequeña.

Era una voz susurrante, ronca y seca. A Coraline le recordó algún tipo de gigantesco insecto muerto, lo cual era absurdo, como ella bien sabía. ¿Cómo podía un muerto, y sobre todo un insecto, tener voz?

Atravesó varias habitaciones de techo bajo e inclinado hasta que llegó a la última. Era un dormitorio, y el otro viejo loco del piso de arriba estaba sentado en un rincón, en medio de la oscuridad, como un bulto con abrigo y sombrero.

Cuando la niña entró, empezó a hablar.

—No va a cambiar nada, chiquilla —dijo con una voz que sonó como el ruido que hacen las hojas secas al crujir sobre la calzada—. ¿Y qué más da que hagas todo lo que has prometido? ¿Qué pasará entonces? No va a cambiar nada. Volverás a tu casa para aburrirte y que no te presten atención. Nadie te escuchará, nadie te ha escuchado nunca. Eres demasiado inteligente y reservada para que te entiendan. Ni siquiera pronuncian tu nombre correctamente.

»Quédate con nosotros —pidió la voz de la figura que estaba al fondo de la habitación—. Nosotros te escucharemos, jugaremos contigo y nos reiremos todos juntos. Tu otra madre construirá mundos enteros para que los explores, y los desmontará de noche, cuando los hayas recorrido. Cada nuevo día será mejor y más alegre que el anterior. ¿Te acuerdas de la caja de los juguetes? ¿No sería mucho mejor un mundo así, sólo para ti?

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