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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (12 page)

BOOK: Coraline
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Sin esperar a ver qué sucedía, Coraline corrió hasta la repisa, se apoderó de la bola de cristal y se la guardó en el bolsillo de la bata.

El animal soltó un aullido profundo y ululante y hundió los dientes en la mejilla de la otra madre, que se revolvió. De los cortes de su pálida cara empezó a manar sangre, que no era roja, sino negra, espesa y alquitranada. Entonces Coraline corrió hacia la puerta y sacó la llave de la cerradura.

—¡Suéltala! ¡Vámonos! —le gritó al gato.

Éste emitió un silbido y, con sus garras afiladas como escalpelos, asestó un golpe brutal en la cara de la mujer, tras lo cual la negra sustancia comenzó a brotar de la nariz de la otra madre, que estaba surcada por numerosos tajos. El líquido salpicó a Coraline.

—¡Rápido! —le ordenó al gato.

El animal se reunió con ella corriendo, y ambos se adentraron en el oscuro corredor. Allí hacía más frío, como cuando se baja al sótano un día caluroso. El gato dudó un momento, pero cuando vio que la otra madre iba hacia ellos, corrió al lado de Coraline y se detuvo junto a sus piernas.

La niña empezó a tirar de la puerta para cerrarla. Era más pesada de lo que había supuesto, e intentar cerrarla le pareció como intentar cerrar una puerta contra la fuerza del viento. Entonces sintió que algo comenzaba a tirar desde el otro lado.

«¡Ciérrate!», rogó con el pensamiento. Luego dijo en voz alta:

—Venga, por favor.

Y notó que la puerta empezaba a moverse y a cerrarse oponiéndose a aquel viento fantasmal. De pronto comprendió que en el pasillo había otras personas. No podía volver la cabeza para mirarlas, pero a pesar de eso sabía quiénes eran.

—Por favor, ayudadme —les suplicó—. Todos juntos.

Las otras personas que había allí, tres niños y dos adultos, eran casi inmateriales y no podían tocar la puerta. Pero sus manos rodearon las de ella mientras empujaba el gran pomo de hierro y, de repente, se sintió fuerte.

—¡No ceda nunca, señorita! ¡Aguante firme! ¡Aguante firme! —susurró una voz dentro de su cabeza.

—¡Empuja, chiquilla, empuja! —murmuró otra.

Y después, una voz que sonaba como la de su madre, su propia madre, su verdadera madre, maravillosa, exasperante, provocadora y magnífica, dijo:

—Bien hecho, Coraline.

Y aquello fue suficiente. La puerta comenzó a cerrarse con gran facilidad.

—¡No! —gritó desde el otro lado una voz que no sonaba ni remotamente humana.

Algo que se coló en el hueco que quedaba entre la puerta y las jambas agarró a Coraline. Esta sacudió la cabeza y se mantuvo a distancia, pero la puerta empezó a abrirse de nuevo.

—Nos vamos a casa —dijo la niña—. Nos vamos. Ayudadme. —Y tras pronunciar esas palabras se escabulló de los dedos que la retenían.

Entonces las manos fantasmales la traspasaron y le prestaron la fuerza que había perdido. Hubo un momento de resistencia final, como si algo quedase atrapado en la puerta, pero por fin ésta se cerró de golpe con estrépito.

Algo cayó al suelo desde un punto situado a la altura de la cabeza de Coraline, y se oyó una especie de porrazo.

—¡Vámonos! —exclamó el gato—. Éste no es buen lugar para quedarse. Rápido.

La niña giró y empezó a correr lo más rápido posible por el tenebroso corredor, tanteando la pared con una mano para asegurarse de que no tropezaba con algo o de que no daba vueltas en la oscuridad. Había un tramo cuesta arriba que le pareció interminable. Al palpar la pared notó que era cálida y blanda, como si estuviese recubierta de una piel delicada y velluda, y que se movía como si respirase. Coraline apartó la mano.

El viento aullaba en la oscuridad.

Le horrorizaba chocar contra algo, así que se apoyó de nuevo en la pared, que se había vuelto caliente y húmeda. A la niña le dio la impresión de que había metido la mano en la boca de alguien, y la retiró con un gemido.

Los ojos se le habían acostumbrado ya a la oscuridad, de modo que entrevió, como si fuesen manchas brillantes, a dos adultos y a tres niños. También oía al gato, que se movía en las tinieblas sin hacer ruido.

Pero había algo más, que de pronto se escurrió entre los pies de Coraline y estuvo a punto de tirarla. La niña se sujetó antes de caer, aprovechando su propio impulso para seguir avanzando. Sabía que, si se caía, no podría levantarse. Fuese lo que fuese lo que había en aquel pasillo, era mucho más viejo que la otra madre, y era profundo, y lento, y sabía que ella estaba allí...

Entonces apareció la luz del día y Coraline corrió hacia ella casi sin resuello. «Ya hemos llegado», se dijo para darse ánimos, pero entonces descubrió que los fantasmas se habían ido y que estaba sola. No tenía tiempo para pensar en qué podía haberles sucedido. Tomó aliento, cruzó la puerta tambaleándose y la cerró de golpe con el portazo más ruidoso y gratificante del mundo.

Coraline echó la llave y se la guardó en el bolsillo.

El gato estaba acurrucado en el rincón más distante de la habitación, con los ojos muy abiertos, enseñando la rosada punta de la lengua. Coraline se acercó a él y se agachó.

—Lo siento —dijo—. Siento haberte lanzado sobre ella, pero era la única forma de distraerla para que nos dejase marchar. Nunca habría cumplido su palabra, ¿verdad?

El gato la miró, apoyó la cabeza en su mano y le lamió los dedos con la lengua, que parecía papel de lija. Finalmente, se puso a ronronear.

—Entonces, ¿somos amigos? —le preguntó Coraline.

Se sentó en uno de los incómodos sillones de su abuela, y el gato se arrellanó en su regazo. La luz que entraba por la ventana era la luz del día, la luz real y dorada del atardecer, no un resplandor de niebla blanca. El cielo era azul como el huevo de un petirrojo, y Coraline vio árboles y, más allá, colinas verdes que se fundían en un horizonte de tonos morados y grises. El cielo nunca le había parecido tan cielo, y el mundo jamás había sido tan mundo.

Coraline contempló las hojas de los árboles y las luces y sombras que se dibujaban sobre la corteza agrietada del haya que estaba junto a la ventana. Bajó la vista a su regazo y admiró el brillo que la luz del sol arrancaba al pelaje del gato, convirtiendo en oro sus blancos bigotes.

Pensó que nunca había visto nada tan fascinante.

Y, atrapada en las fascinaciones del mundo, sin darse cuenta se fue retorciendo hasta acurrucarse como un gato en el incómodo sillón de su abuela, y no se percató de que caía en un sopor profundo y desprovisto de sueños.

12

L
a madre de Coraline la sacudió con suavidad para despertarla.

—¿Coraline? —dijo—. Cielo, vaya sitio que has escogido para dormir. Esta habitación está de adorno, nada más. Te hemos buscado por toda la casa.

La niña se estiró y parpadeó.

—Lo siento —se disculpó—. Me he quedado dormida.

—Ya lo veo —repuso su madre—. ¿Y de dónde diablos ha salido el gato?

Cuando he llegado estaba esperando delante de la puerta principal, y cuando la he abierto ha salido corriendo como un rayo.

—Seguramente tenía cosas que hacer —replicó Coraline.

Luego abrazó a su madre con tanta fuerza que le dolieron los brazos. Su madre le devolvió el abrazo y le dijo:

—La comida estará dentro de quince minutos. No te olvides de lavarte las manos. ¡Fíjate en los pantalones del pijama! ¿Qué te ha pasado en la rodilla?

—He tropezado —respondió Coraline, que después entró en el cuarto de baño: entonces se lavó las manos, se limpió la sangre de la rodilla y aplicó pomada sobre los cortes y arañazos.

Luego fue a su dormitorio, su dormitorio real, el verdadero. Metió la mano en el bolsillo de la bata y sacó tres canicas, una piedra con un agujero en medio, una llave negra y una bola de cristal vacía. La agitó y contempló el remolino de nieve reluciente que flotaba en el agua y llenaba aquel mundo desierto. Dejó de moverla y vio cómo la nieve caía sobre el lugar que en otro tiempo había ocupado una diminuta pareja.

A continuación, Coraline encontró un pedazo de cuerda en la caja de los juguetes; ensartó en él la llave negra, hizo un nudo y se colgó el cordón al cuello.

—Ya está —dijo.

Se vistió y escondió la llave debajo de la camiseta. La sintió fría sobre la piel. Después se guardó la piedra en un bolsillo.

Luego Coraline se dirigió al vestíbulo y entró en el despacho de su padre. Estaba de espaldas, pero la niña sabía, sólo con mirarlo, que cuando se girase, vería los amables ojos grises de su padre. Se acercó a él con mucha cautela y le dio un beso en la parte posterior de la cabeza, que comenzaba a quedarse calva.

—Hola, Coraline —la saludó el hombre. Luego miró a su alrededor y le sonrió—. ¿Y esto a qué viene?

—A nada —contestó Coraline—. A veces te echo de menos, eso es todo.

—¡Qué bien! —comentó él.

Suspendió el trabajo que estaba haciendo en el ordenador, se levantó y, sin previo aviso, tomó a Coraline en brazos, cosa que había dejado de hacer tiempo atrás, cuando le había explicado a su hija que era demasiado mayor para que la llevasen en brazos.

Entonces la condujo a la cocina.

Esa noche tenían pizza para cenar, y aunque la había hecho su padre (por eso la base estaba gruesa, pastosa y cruda por unas partes, y demasiado fina y requemada por otras) y le había puesto rodajas de pimiento verde, albondiguillas y, para colmo, trocitos de piña, Coraline se comió su ración entera. Bueno, se lo comió todo excepto los trozos de piña.

Cuando acabaron ya era hora de acostarse.

Coraline se dejó la llave colgada del cuello, puso las canicas grises debajo de la almohada, y soñó.

Se encontraba en un prado verde, sentada bajo un viejo roble, disfrutando de una merienda campestre. El sol brillaba en lo más alto del cielo: en el horizonte se veían nubes blancas y plumosas, pero sobre su cabeza el firmamento era profundamente azul y tranquilo.

Sobre la hierba se hallaba extendido un mantel blanco con cuencos en los que había montañas de comida: ensaladas y bocadillos, fruta y nueces, jarras de limonada, de agua y de chocolate con leche bien espeso. Coraline estaba sentada a un lado del mantel, y los otros los ocupaban tres niños que iban vestidos con ropas muy raras.

El más pequeño, sentado a la izquierda de Coraline, era un niño que llevaba bombachos de terciopelo rojo y una camisa blanca con volantes. Tenía la cara sucia y estaba llenando su plato hasta los topes con patatas nuevas cocidas y lo que parecía una trucha asada.

—Esta merienda es de lo más agradable, señora —le dijo.

—Sí —afirmó Coraline—. Estoy de acuerdo. Me pregunto quién la habrá organizado.

—¡Vaya!, sospecho que ha sido usted, señorita —intervino una niña alta que estaba sentada frente a Coraline. Llevaba un vestido marrón de formas poco definidas, y una boina del mismo color que se ataba bajo la barbilla—. Y estamos tan agradecidos por esto y por todo lo demás, que no lo podemos expresar con palabras.

Comía pan con mermelada: con un enorme cuchillo cortaba hábilmente rebanadas de pan de una gran hogaza dorada, y luego las untaba de mermelada morada con una cuchara de madera. Tenía mermelada alrededor de la boca.

—Sí. Ésta es la mejor comida que pruebo desde hace siglos —afirmó la niña que estaba a la derecha de Coraline.

Era muy pálida, su ropa parecía hecha de telarañas, y llevaba una especie de diadema de plata reluciente sobre los rubios cabellos. Coraline habría jurado que de la espalda de la niña salían dos alas: como las alas de una mariposa de plata cubierta de polvo, no como las de los pájaros. Tenía el plato lleno de hermosas flores. Sonrió a Coraline como si hubiese pasado mucho tiempo desde la última vez que había sonreído y casi se hubiese olvidado de hacerlo. A Coraline le cayó muy bien.

Después, la merienda se acabó y se dedicaron a jugar en el prado: corrían, chillaban y se lanzaban unos a otros una pelota resplandeciente. Coraline comprendió entonces que se trataba de un sueño, porque nadie se cansaba ni se quedaba sin aliento, y ella ni siquiera sudaba. Todos se reían y participaban en un juego que era una mezcla de saltos, pilla pilla y balón prisionero.

Mientras los tres corrían por el campo, la niña pálida revoloteaba sobre sus cabezas, lanzándose en picado para agarrar el balón y subiendo de nuevo antes de tirárselo a otro niño. Y luego, sin que nadie dijese nada, se acabó el juego y los cuatro volvieron al mantel: alguien había retirado los platos de la comida, y los esperaban cuatro cuencos, tres con helados y uno atiborrado de madreselvas. Comieron con apetito.

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