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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (8 page)

BOOK: Coraline
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—No creo que los tulipanes tengan nombres —comentó Coraline—. Son sólo tulipanes.

—Quizá —respondió la voz con tristeza—. Pero siempre he pensado que esos tulipanes merecían tener nombres. Eran rojos, naranjas y rojos, rojos, naranjas y amarillos, como las brasas de la chimenea de la habitación de los niños una tarde de invierno. Los recuerdo bien.

La voz era tan triste que Coraline extendió una mano hacia el lugar del que procedía; entonces encontró una mano fría y la estrechó con firmeza.

Sus ojos se estaban acostumbrando a la oscuridad. Coraline vio, o imaginó haber visto, tres figuras tenues y pálidas como la luna durante el día. Parecían niños de su estatura. La mano fría le devolvió el apretón.

—Gracias —dijo la voz.

—¿Eres una niña o un niño? —preguntó Coraline.

Hubo una pausa.

—En mi primera infancia llevaba faldas y tenía el pelo largo y rizado —respondió con tono de duda—. Pero, ahora que lo pregunta, me parece que un día me quitaron las faldas, me pusieron pantalones y me cortaron el pelo.

—No es un tema que nos preocupe —comentó la primera voz.

—Tal vez sea un chico —continuó la figura a la que daba la mano—. Sí, creo que era un niño. —Y brilló con un poquito más de intensidad en la oscuridad de la habitación que había detrás del espejo.

—¿Qué os pasó? —les preguntó Coraline—. ¿Cómo llegasteis hasta aquí?

—Ella nos dejó en este lugar —respondió una voz—. Nos robó el corazón, nos arrebató el alma, se llevó nuestras vidas, nos abandonó en las tinieblas y se olvidó de nosotros.

—¡Pobrecitos! —exclamó Coraline—. ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?

—Mucho, muchísimo tiempo —contestó otra voz.

—Sí. Es imposible calcular cuánto —añadió otra más.

—Yo crucé la puerta de la cocina —comentó la voz del que podría ser un niño—y me encontré en el salón. Ella me estaba esperando. Me dijo que era mi otra mamá y nunca volví a ver a la verdadera.

—¡Huya! —la apremió la primera voz, que Coraline supuso que pertenecía a una niña—. Huya mientras tenga aire en los pulmones, sangre en las venas y calor en el corazón. Huya antes de que pierda la mente y el alma.

—No voy a escapar —repuso Coraline—. Ella tiene a mis padres y he venido a recuperarlos.

—Sí, pero la retendrá aquí mientras los días se convierten en polvo, caen las hojas y los años pasan uno tras otro como el tictac de un reloj.

—No —lo rebatió Coraline—. No lo hará.

En la habitación de detrás del espejo se hizo el silencio.

—Si usted puede arrancar a sus padres —dijo una voz en la oscuridad—, de las garras de la vieja bruja, quizá por ventura pueda liberar también nuestras almas.

—¿Os las ha quitado? —le preguntó Coraline espantada.

—Sí, y las ha escondido.

—Por eso no pudimos salir de aquí, ni siquiera después de morir. Nos retuvo y se alimentó de nosotros hasta que no quedó ningún resto, sólo pieles de serpientes y cascaras de arañas. Busque nuestros corazones ocultos, pequeña dama.

—¿Y qué os ocurrirá si lo hago? —quiso saber Coraline. Las voces no respondieron—. ¿Y qué hará conmigo? —continuó.

Las pálidas figuras latieron débilmente. Coraline supuso que no eran más que ilusiones visuales, como el resplandor que una luz brillante deja en los ojos una vez que se apaga.

—No le dolerá —susurró una vocecita tenue.

—Se apropiará de su vida, de lo que es y de todo lo que le interesa, y le dejará sólo niebla y bruma. Se llevará su alegría. Un día, cuando despierte, no tendrá ni alma ni corazón. Será usted una cáscara, una voluta de humo, y se convertirá en un sueño al despertar o en el recuerdo de algo olvidado.

—Hueco —susurró la tercera voz—. Hueco, hueco, hueco, hueco, hueco.

—Debe huir —gimió débilmente la primera voz.

—Creo que no —repuso Coraline—. He intentado escapar y no ha dado resultado. Se ha llevado a mis padres. ¿Podéis decirme cómo se sale de esta habitación?

—Si lo supiéramos, se lo diríamos.

—Pobrecitos —dijo Coraline para sí.

Se sentó. Se quitó el suéter, lo dobló y se lo puso detrás de la cabeza a modo de almohada.

—No va a retenerme en la oscuridad para siempre —comentó Coraline—. Me trajo aquí para jugar. El gato dijo que se trataba de juegos y desafíos. Pero no veo ningún desafío en esta oscuridad —añadió, intentando acomodarse: se retorció y se dobló en el reducido espacio que había detrás del espejo.

Su estómago comenzó a rugir. Se comió la última manzana a pequeños mordiscos para que durase más tiempo. Cuando acabó, seguía teniendo hambre.

Entonces se le ocurrió una idea.

—Cuando venga a soltarme, ¿por qué no venís conmigo los tres? —susurró.

—Ojalá pudiésemos —suspiraron sus voces ausentes—, pero tiene nuestros corazones en su poder. Pertenecemos a la oscuridad y a los lugares vacíos. La luz nos marchita y nos abrasa.

—¡Oh! —exclamó Coraline.

Cerró los ojos y la oscuridad se hizo aún más oscura. Colocó la cabeza sobre el suéter doblado y se dispuso a dormir. Cuando estaba medio dormida le pareció que un fantasma le daba un beso en la mejilla con ternura, y que una vocecita le susurraba al oído, una voz tan débil que apenas se oía, algo suave y tenue que habló en un tono tan bajo que la niña pensó que era producto de su imaginación:

—Mire a través de la piedra —le dijo.

Y luego se quedó dormida.

8

L
a otra madre tenía mejor aspecto que nunca: sus mejillas lucían un ligero colorete y los cabellos ondeaban como si fuesen serpientes perezosas en un día de calor. Parecía que acababa de sacar brillo a sus ojos de botones negros. Atravesó el espejo, como quien se abre paso entre las aguas, y miró a Coraline. Después de abrir la puerta con la llavecita de plata, la tomó en brazos, al igual que hacía su verdadera madre cuando era muy pequeña, y meció a la niña semidormida como si fuese un bebé.

La otra madre llevó a Coraline a la cocina y la depositó con mucho cuidado sobre la mesa. Coraline intentó despertarse: tenía la vaga idea de que la habían abrazado y acariciado, y quería más, hasta que se dio cuenta de dónde y con quién estaba.

—No pasa nada, Coraline, cariño mío —dijo la otra madre—. Te he sacado del armario. Necesitabas una lección, pero sabemos templar la justicia con la misericordia. Odiamos el pecado, pero amamos al pecador. Has de ser una niña buena que quiere a su madre, así que sé obediente y habla con educación, y nos entenderemos perfectamente y nos querremos como debe ser.

Coraline se frotó los ojos para disipar las telarañas del sueño.

—Hay más niños allí —dijo—, muy viejos, de hace mucho tiempo.

—¿Allí dónde? —le preguntó la otra madre. Parecía muy ajetreada entre las cazuelas y el frigorífico, del que sacó huevos, queso, mantequilla y un paquete de rosadas lonchas de beicon.

—Allí, donde estaba —contestó Coraline—. Creo que pretendes convertirme en uno de ellos, en una concha muerta.

La otra madre sonrió amablemente. Con una mano echó los huevos en un cuenco, y con la otra los removió y los batió. Luego, en una sartén puso una porción de mantequilla, que burbujeó y dio vueltas al añadir finas lonchas de queso. A continuación, echó la mezcla de mantequilla y queso sobre los huevos batidos, y la removió bien.

—Me parece que te estás poniendo un poco tonta, cielo —dijo la otra madre—. Te quiero y siempre te querré. Nadie medianamente sensato cree en los fantasmas... porque son unos mentirosos empedernidos. Mira qué desayuno tan delicioso te estoy preparando. —Volcó la mezcla amarilla en la sartén—. Tortilla de queso, tu favorita.

A Coraline se le hizo la boca agua.

—Te gustan los juegos, ¿no? —comentó la niña—. Al menos eso me han contado.

Los ojos negros de la otra madre relampaguearon.

—A todo el mundo le gustan los juegos —dijo a modo de respuesta.

—Sí —confirmó Coraline, bajando de la mesa para sentarse a comer.

El beicon chisporroteaba y se doraba en la parrilla. Olía muy bien.

—¿No te gustaría ganarme con todas las de la ley? —le preguntó Coraline.

—Es posible —contestó la otra madre. Aparentaba indiferencia, pero sus dedos se crisparon y comenzaron a tamborilear, y se humedeció los labios con la lengua de color escarlata—. ¿Qué me ofreces en concreto?

—A mí misma —dijo la niña apretando las rodillas por debajo de la mesa para que no temblasen—. Si pierdo, me quedaré contigo para siempre y dejaré que me quieras. Seré la hija más obediente del mundo: comeré tu comida y jugaremos al juego de las familias. Y permitiré que me cosas botones en los ojos.

La otra madre se quedó mirándola sin mover los negros botones.

—Suena muy bien —reconoció—. ¿Y si no pierdes?

—En ese caso me dejas marchar. Nos dejas marchar a todos: a mis verdaderos padres, a los niños muertos, a todos los que tienes atrapados aquí.

La otra madre sacó el beicon de la parrilla y lo puso en un plato, en el cual deslizó también la tortilla de queso que estaba en la sartén, tras darle una vuelta para que tomase la forma perfecta. Colocó el plato del desayuno ante Coraline, junto con un vaso de zumo de naranjas recién exprimidas y un tazón de chocolate caliente y espumoso.

—Sí —admitió—. Creo que me gusta. Pero ¿de qué juego se trata? ¿Es una adivinanza, un examen de conocimientos o de habilidades?

—Un juego de explorar —anunció Coraline—, de descubrir cosas.

—¿Y qué crees que vas a descubrir jugando al escondite, Coraline Jones?

Coraline dudó.

—A mis padres —dijo al fin—, y las almas de los niños que están detrás del espejo.

La otra madre esbozó una sonrisa triunfante y Coraline se preguntó si había hecho la elección correcta. De todos modos, ya era tarde para volverse atrás.

—Trato hecho —afirmó la mujer—. Ahora cómete el desayuno, cariño. No te preocupes..., no te hará daño.

Coraline miró el desayuno y se odió a sí misma por ceder tan fácilmente, pero estaba hambrienta.

—¿Cómo voy a saber que mantendrás tu palabra? —le preguntó la niña.

—Lo juro. Lo juro sobre la tumba de mi madre.

—¿Tiene tumba?

—Claro que sí. Yo misma la puse allí, y cuando intentó escabullirse, la volví a enterrar.

—Júralo sobre otra cosa para que me fíe de tu palabra.

—Por mi mano derecha —dijo la otra madre levantándola. Movió los largos dedos lentamente y exhibió unas uñas semejantes a garras—. Lo juro por esto.

Coraline se encogió de hombros.

—De acuerdo —aceptó—. Trato hecho.

Se comió el desayuno procurando no zamparlo de golpe. Tenía más hambre de lo que pensaba. La otra madre la observó mientras comía. Era difícil descubrir la expresión de los ojos de botones negros, pero a Coraline le pareció que la mujer también estaba hambrienta. Se bebió el zumo de naranja, y aunque le hubiese gustado, no se sintió con valor suficiente para tomar el chocolate.

—¿Por dónde empiezo a buscar? —preguntó Coraline.

—Por donde quieras —contestó la otra madre como si no le importase lo más mínimo.

Coraline la miró y se puso a pensar. Decidió que era inútil explorar el jardín y los alrededores, ya que no existían, no eran reales. En el mundo de la otra madre no había una cancha de tenis abandonada ni un pozo sin fondo. Lo único real era la casa.

Echó un vistazo a la cocina: abrió el horno, escudriñó el congelador, hurgó en el compartimento de verduras del frigorífico. La otra madre la seguía, contemplándola con una sonrisa de satisfacción en los labios.

—¿De qué tamaño son las almas? —le preguntó Coraline.

La mujer se sentó ante la mesa de la cocina y se apoyó en la pared, sin decir nada. Se tocó los dientes con una larga uña pintada con esmalte carmesí, y luego dio golpecitos suaves con el dedo, «tap, tap, tap», sobre la brillante superficie de sus ojos de botones negros.

—Muy bien —repuso Coraline—. No me lo digas. No importa. Me da igual que me ayudes o no. Todo el mundo sabe que las almas son del tamaño de un balón de playa.

Esperaba que la otra madre dijese algo como «Tonterías, son como las cebollas maduras, o como maletas, o como los relojes de pared», pero se limitó a sonreír y a seguir toqueteándose el ojo con el dedo, de forma constante e incansable, como si fuese el goteo del grifo de un fregadero. Y entonces Coraline se dio cuenta de que lo que oía era realmente el ruido del agua y de que se hallaba sola en la cocina. La niña se estremeció. Prefería que la otra madre estuviera visible: si no estaba en ningún sitio, podía estar en cualquier parte. Y, además, tememos más lo que no vemos. Se metió las manos en los bolsillos y cerró los dedos en torno a la tranquilizadora piedra agujereada. La sacó del bolsillo, se la puso delante de los ojos como si sostuviese una pistola y se dirigió al vestíbulo.

Lo único que se oía era el goteo del agua en el fregadero de metal.

Contempló el espejo del fondo. Durante un instante se empañó y le pareció que sobre el cristal flotaban rostros borrosos y difusos, pero enseguida desaparecieron y no quedó más que una niña, demasiado pequeña para su edad, que sostenía algo que emitía suaves destellos, como si fuese carbón verde. Coraline se miró la mano con sorpresa y vio tan sólo una piedra con un agujero en medio, un guijarro de anodino color marrón. Después volvió a mirar el espejo, en el que la piedra resplandecía como una esmeralda: de ella salía una estela de fuego verde que conducía a la habitación de Coraline.

BOOK: Coraline
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