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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (3 page)

BOOK: Coraline
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—¡Oh, querida! —exclamó—. Tenías razón, April. Se encuentra en peligro.

—¿Lo ves, Miriam? —señaló la señorita Spink en tono triunfante—. Mi vista sigue siendo tan buena como siempre...

—¿Por qué estoy en peligro? —preguntó Coraline.

La señorita Spink y la señorita Forcible la observaron con gesto inexpresivo.

—No sabría decirte —respondió la señorita Spink—. Las hojas de té no indican esas cosas, no son exactas. Resultan apropiadas para cuestiones generales, pero no para preguntas concretas.

—Entonces, ¿qué puedo hacer? —quiso saber Coraline, que comenzaba a sentirse ligeramente asustada.

—No lleves nada verde en el camerino —sugirió la señorita Spink.

—Ni hables de Macbeth, que es gafe —añadió la señorita Forcible.

Coraline se preguntó por qué había tan pocos adultos normales. A veces tenía la impresión de que las personas mayores no sabían con quién estaban hablando.

—Y ten mucho, mucho cuidado —apostilló la señorita Spink, que se levantó del sillón y se dirigió a la chimenea, sobre cuya repisa había un tarrito.

Lo destapó y empezó a sacar cosas del interior: un diminuto pato de porcelana, un dedal, una extraña monedita de latón, dos sujetapapeles y una piedra con un agujero en el medio.

Le entregó a Coraline la piedra agujereada.

—¿Para qué sirve? —preguntó Coraline.

El agujero se encontraba en el centro de la piedra. La niña la alzó a la altura de la ventana y miró a través de él.

—Podría resultar útil —explicó la señorita Spink—. A veces esas piedras son buenas frente a las adversidades.

Coraline se puso el abrigo, se despidió de la señorita Spink, la señorita Forcible y los perros, y salió afuera.

La niebla se cernía como la ceguera en torno a la casa. Subió lentamente las escaleras que conducían a su piso, y luego se detuvo y miró a su alrededor.

En la niebla había un mundo poblado de fantasmas. ¿Estaría allí el peligro?, se preguntó Coraline para sus adentros. Parecía emocionante, no algo malo, sino todo lo contrario.

La niña continuó subiendo. Su mano aferraba la piedra que le habían regalado.

3

A
l día siguiente salió el sol, y la madre de Coraline la llevó a la ciudad más próxima para comprar la ropa escolar. Dejaron al padre en la estación de ferrocarril: ese día iba a Londres a visitar a algunas personas.

Coraline se despidió de él agitando una mano.

Luego su madre y ella se dirigieron a unos grandes almacenes. Coraline vio unos guantes verdes fosforescentes que le encantaron. Su madre se negó a comprárselos, y eligió, en cambio, calcetines blancos, pantalones cortos de color azul marino, cuatro camisas grises y una falda gris oscura.

—Mamá, en el colegio todo el mundo lleva camisas grises y cosas de ésas, pero nadie tiene guantes verdes. Sería la única.

Su madre no le hizo caso. Estaba hablando con la dependienta: comentaban qué tipo de suéter le iría mejor a Coraline, y ambas coincidieron en que el más apropiado era uno excesivamente largo y holgado, para que le sirviera a medida que iba creciendo.

Coraline se dedicó a pasear y a contemplar unas botas de agua que tenían forma de rana, pato y conejito.

Después volvió.

—¿Coraline? Ah, aquí estás. ¿Dónde diablos te habías metido?

—Me habían secuestrado unos extraterrestres —respondió Coraline—. Venían del espacio exterior con pistolas que lanzaban rayos, pero yo los he engañado poniéndome una peluca y hablando con acento extranjero, y he escapado.

—Sí, cariño. Creo que no te vendrían mal unas cuantas pinzas para el pelo, ¿no te parece?

—No.

—Bueno, nos llevaremos media docena por si acaso —dijo su madre.

Coraline no contestó.

Cuando regresaban a casa en el coche, Coraline preguntó:

—¿Qué hay en el piso vacío?

—No lo sé. Supongo que nada. Seguramente, será como nuestro piso antes de que nos mudásemos: una serie de habitaciones vacías.

—¿Crees que se podrá entrar en él desde nuestra casa?

—No, a menos que puedas atravesar los ladrillos, cielo.

—Oh.

Llegaron a casa a la hora de comer. Brillaba el sol, pero el día era frío. La madre de Coraline inspeccionó el frigorífico y encontró un mísero tomate y un pedazo de queso sobre el que crecía una sustancia verde. En la panera sólo quedaba un mendrugo de pan.

—Sería mejor ir a la tienda y comprar varitas de merluza rebozadas o cualquier otra cosa —dijo su madre—. ¿Quieres venir?

—No —respondió Coraline.

—¡Tú misma! —rezongó su madre, y se marchó.

Luego regresó, tomó su bolso y las llaves del coche, y volvió a marcharse.

Coraline estaba aburrida.

Echó un vistazo a un libro que estaba leyendo su madre sobre los indígenas de un país lejano: tenían la costumbre de reunir retazos de seda blanca y dibujar sobre ellos con cera; luego los sumergían en tinte, volvían a dibujar en ellos y volvían a teñirlos. Después disolvían la cera con agua caliente y, por último, lanzaban las hermosas telas de colores al fuego hasta que sólo quedaban cenizas. A Coraline le pareció algo totalmente absurdo, pero supuso que disfrutarían con el proceso.

Seguía muerta de aburrimiento, y su madre aún no había regresado.

Coraline fue a buscar una silla y la colocó junto a la puerta de la cocina. Se subió y estiró un brazo, pero tuvo que bajarse. Entonces cogió una escoba del armario correspondiente, volvió a subirse a la silla y se estiró blandiendo el cepillo.

«Clinc».

A continuación bajó y recogió la llave. Sonreía con aire triunfante. Apoyó la escoba en la pared y se dirigió al salón. La familia no utilizaba ese cuarto. Habían heredado los muebles de la abuela de Coraline, junto con una mesita auxiliar de madera, un trinchero, un pesado cenicero de cristal y un cuadro al óleo de un cuenco lleno de fruta. Coraline nunca había comprendido qué motivo había llevado a alguien a pintar un cuenco con frutas. Por lo demás, la habitación estaba vacía: no había chucherías sobre la repisa de la chimenea, ni estatuillas ni relojes de pared, nada que la hiciese acogedora o habitable.

La vieja llave negra parecía más fría que las otras. La introdujo en la cerradura y la giró con facilidad; después sonó un tranquilizador «clunc».

Coraline se paró a escuchar. Sabía que estaba haciendo algo malo e intentaba aguzar el oído para comprobar si regresaba su madre, pero no oyó nada. Luego puso una mano sobre el pomo de la puerta, lo giró y la puerta se abrió por fin.

Daba a un pasillo oscuro. Los ladrillos habían desaparecido, como si nunca hubieran estado allí. Un frío olor a cerrado se filtraba a través de la puerta abierta: olía a algo muy antiguo y rancio.

Coraline cruzó la puerta.

Se preguntó cómo sería el piso vacío, si es que era allí adónde conducía el corredor.

Avanzó por el pasillo llena de inquietud. Había algo que le resultaba muy familiar.

La alfombra que pisaba era igual a la de su casa. El papel de las paredes era idéntico. Y el cuadro del vestíbulo era el mismo que adornaba su recibidor.

Ya sabía dónde estaba, en su propia casa. No había salido de ella.

Sacudió la cabeza, confundida.

Contempló el cuadro de la pared: no, no era el mismo. El cuadro de su casa representaba a un muchacho, vestido con ropa antigua, que miraba unas pompas de jabón. La expresión del rostro del que tenía ante sí era diferente: miraba las burbujas como si pensase hacer algo repugnante con ellas; sus ojos resultaban raros.

Coraline observó aquellos ojos intentando descubrir la diferencia.

Casi lo había conseguido cuando alguien dijo:

—¿Coraline?

Parecía la voz de su madre. Coraline entró en la cocina, de donde había salido la voz, y vio a una mujer de espaldas. Su aspecto era similar al de la madre de Coraline, pero...

Pero su piel era blanca como el papel.

Parecía más alta y delgada.

Y, además, sus dedos resultaban demasiado largos, no paraba de moverse y tenía unas uñas curvas y afiladas de color rojo oscuro.

—¿Coraline? —preguntó la mujer—. ¿Eres tú?

Entonces se dio la vuelta. Sus ojos eran dos grandes botones negros.

—Es hora de comer, Coraline —dijo la mujer.

—¿Quién eres? —quiso saber Coraline.

—Tu otra madre —contestó la mujer—. Ve a decirle a tu otro padre que la comida está lista. —Abrió la puerta del horno y Coraline sintió un hambre voraz: olía deliciosamente—. Venga, avísalo.

Coraline cruzó el vestíbulo, se dirigió al despacho de su padre y abrió la puerta.

Había un hombre de espaldas, sentado ante el teclado del ordenador.

—Hola —dijo Coraline—. Yo..., es decir, ella me ha dicho que te avise de que la comida está preparada.

El hombre se volvió.

Sus ojos eran grandes botones negros y brillantes.

—Hola, Coraline —la saludó—. Estoy muerto de hambre.

Se levantó y fue con ella a la cocina. Se sentaron a la mesa, y la otra madre de Coraline les sirvió la comida: un enorme pollo asado de color dorado, patatas fritas y guisantitos verdes. Coraline se llevó la comida a la boca con avidez. Estaba riquísima.

—Te he estado esperando durante mucho tiempo —dijo el otro padre de Coraline.

—¿A mí?

—Sí —respondió la otra madre—. Nada era lo mismo sin ti. Pero sabíamos que vendrías algún día, y que entonces seríamos una verdadera familia. ¿Te apetece más pollo?

Coraline nunca había comido un pollo tan rico. Su madre cocinaba pollo a veces, pero era envasado o congelado, resultaba muy seco y no sabía a nada. Cuando el padre de Coraline lo preparaba, compraba pollo de verdad, pero hacía cosas raras como estofarlo en vino, rellenarlo con ciruelas pasas o cocerlo al horno envuelto en masa; y Coraline siempre se había negado a probarlo.

Tomó más pollo.

—No sabía que tenía otra madre —comentó la niña con cautela.

—Pues claro que sí. Todo el mundo la tiene —explicó la otra madre, cuyos ojos de botones negros centelleaban—. He pensado que, después de comer, te gustaría jugar con las ratas en tu habitación.

—¿Las ratas?

—Las de arriba.

Coraline no había visto una rata en su vida, sólo en la televisión, y estaba deseando ver una de verdad. Después de todo, el día estaba resultando de lo más interesante.

Cuando terminaron de comer, los otros padres fregaron los platos y Coraline atravesó el vestíbulo para ir a su otra habitación.

Era distinta de la habitación que tenía en su casa. En primer lugar, estaba pintada en una desconcertante tonalidad de verde con un extraño matiz rosa.

Coraline pensó que no le gustaría dormir allí, pero aquella combinación de colores resultaba mucho más original que la de su dormitorio.

En la habitación había una serie de cosas extraordinarias que veía por primera vez: ángeles que revoloteaban como gorriones asustados cuando se les daba cuerda, libros con dibujos que se retorcían, se arrastraban y relucían, y calaveras de pequeños dinosaurios que castañeteaban los dientes a su paso. Una gran caja llena de juguetes maravillosos.

«Esto es muchísimo mejor», pensó Coraline, y se asomó a la ventana. La perspectiva era la misma que se veía desde su dormitorio: árboles, campos y, más allá, contra la línea del horizonte, lejanas colinas de color morado.

Entonces algo negro se deslizó por el suelo y desapareció bajo la cama. Coraline se arrodilló y miró debajo: cincuenta ojitos rojos le devolvieron la mirada.

—Hola —dijo Coraline—. ¿Sois las ratas?

Las ratas salieron de debajo de la cama parpadeando a causa de la luz. Tenían el pelaje corto y negro como el hollín, los ojos rojizos y pequeños, garras rosas como manitas minúsculas, y colas ralas y rosadas que parecían gusanos lisos y alargados.

—¿Sabéis hablar? —les preguntó. La rata más grande y negra negó con la cabeza. Coraline pensó que tenía una sonrisa desagradable—. Bueno —continuó—, ¿pues qué sabéis hacer?

Las ratas se pusieron en círculo.

Empezaron a trepar unas sobre otras, con cuidado pero sin pausa, hasta que formaron una pirámide coronada por la rata más grande. Después comenzaron a cantar con voces agudas y susurrantes:

Tenemos dientes y también cola,

tenemos cola y además ojos,

estábamos aquí antes de que cayeses tú sola,

tú seguirás aquí cuando subamos a nuestro antojo.

No era una canción bonita. Coraline estaba segura de que la había oído antes, o al menos algo parecido, pero no podía recordar dónde.

Entonces la pirámide se desmoronó y las ratas se precipitaron, veloces y negras, hacia la puerta.

El otro viejo loco del piso de arriba se encontraba en el umbral, con un sombrero de copa negro en la mano. Las ratas treparon por él y se acurrucaron en sus bolsillos, bajo su camisa, en las perneras del pantalón y en torno a su cuello.

La rata mayor saltó sobre los hombros del viejo, se columpió en su gran bigote gris, pasó ante los grandes botones negros de sus ojos, y se acomodó en la parte superior de la cabeza.

Tras unos segundos, el único rastro de las ratas lo constituían los bultos movedizos que había debajo de su ropa, y que cambiaban de lugar continuamente.

La rata más grande contemplaba a Coraline, con sus chispeantes ojos rojizos, desde la coronilla del hombre.

BOOK: Coraline
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