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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (4 page)

BOOK: Coraline
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El anciano se puso el sombrero, y la última rata desapareció de la vista.

—Hola, Coraline —dijo el otro viejo de arriba—. He oído que estabas aquí. Es hora de que las ratas cenen. Si quieres, puedes subir conmigo y ver cómo comen.

En los botones de sus ojos había una expresión hambrienta que inquietó a Coraline.

—No, gracias —respondió—. Voy a explorar por ahí fuera.

El viejo asintió con gran lentitud. Coraline oía el murmullo de las ratas, aunque no distinguía lo que decían. En realidad, no estaba muy segura de querer saber lo que estaban diciendo.

Cuando salió al pasillo, encontró a sus otros padres en la puerta de la cocina. Ambos exhibían sonrisas idénticas y hacían lentos gestos de adiós con la mano.

—Pásalo bien fuera —le dijo la otra madre.

—Esperaremos aquí a que vuelvas —afirmó el otro padre.

Cuando Coraline llegó a la puerta principal, se giró para mirarlos. Seguían allí observándola y despidiéndose sin dejar de sonreír.

Coraline salió y bajó las escaleras.

4

L
a casa era exactamente igual por fuera. O casi igual: alrededor de la puerta del piso de la señorita Spink y la señorita Forcible había bombillas azules y rojas que se encendían y se apagaban formando palabras. Las luces se perseguían unas a otras con un continuo parpadeo. Después de «¡ASOMBROSO!» apareció «¡ÉXITO!», y por último «¡TEATRAL!».

El día era soleado y frío, como el que había dejado antes de emprender aquella aventura.

Oyó un suave ruidito a su espalda y se dio la vuelta: sobre el muro más cercano vio un gran gato negro, idéntico al que estaba en el jardín de su casa.

—Buenas tardes —la saludó el gato.

Parecía que la voz estaba dentro de la cabeza de Coraline y ponía en palabras su pensamiento; pero no era la voz de una niña, sino la de un hombre.

—Hola —respondió Coraline—. Vi un gato igual que tú en el jardín de mi casa. Debes de ser el otro gato.

El gato negó con la cabeza.

—No —replicó—. No soy el otro. Soy yo. —Ladeó la cabeza y sus ojos verdes centellearon—. Vosotros, los seres humanos, os habéis extendido por todas partes. En cambio, los gatos nos mantenemos unidos y en nuestro sitio. Tú ya me entiendes.

—Creo que sí. Pero, si eres el mismo gato que vi en casa, ¿cómo sabes hablar?

Los gatos no tienen hombros, al menos no como las personas. Pero el gato se encogió como si los tuviese, con un delicado movimiento que comenzó en el extremo de la cola y terminó con la elevación de los bigotes.

—Simplemente hablo.

—Los gatos de mi casa no hablan.

—¿No? —se extrañó el animal.

—No —contestó Coraline.

El gato saltó con elegancia desde el muro hasta los pies de la niña, y la miró fijamente.

—Bueno, tú eres la experta en estas cosas —comentó el gato con sequedad—. Al fin y al cabo, ¿qué puedo saber yo? Sólo soy un gato.

Comenzó a alejarse con la cabeza y la cola muy erguidas, en un gesto de orgullo.

—Vuelve, por favor —le pidió Coraline—. Lo siento, lo siento de veras. —El animal se detuvo, se sentó y se dedicó a limpiarse concienzudamente, ignorando la existencia de la niña—. Nosotros..., en fin, podríamos ser amigos, ¿no crees? —añadió.

—También podríamos ser raros ejemplares de una exótica raza de elefantes africanos bailarines —respondió el gato—. Pero no lo somos. Por lo menos —continuó con tono rencoroso, tras clavar una breve mirada en Coraline—, yo no.

La niña suspiró.

—Perdóname, por favor. ¿Cómo te llamas? Mira, yo soy Coraline, ¿vale?

El gato bostezó cautelosa y prolongadamente, revelando al hacerlo una boca y una lengua de un asombroso color rosa.

—Los gatos no tenemos nombre.

—¿No? —dudó Coraline.

—No —corroboró el gato—. Vosotros, las personas, tenéis nombres porque no sabéis quiénes sois. Nosotros sabemos quiénes somos, por eso no necesitamos nombres.

Coraline pensó que el gato era de un egocentrismo insoportable, como si estuviese convencido de que él era lo único importante en el mundo.

Por un lado, le apetecía tratarlo con desprecio, pero su otra mitad quería ser educada y amable. Al fin, ganó la mitad educada.

—Por favor, ¿qué lugar es éste?

El gato echó un vistazo hacia todos lados.

—Aquí, el lugar en el que estamos —contestó.

—Eso ya lo sé. Dime entonces cómo has llegado hasta aquí.

—Como tú, caminando. Así.

Coraline observó al animal, que empezó a caminar muy ufano por el césped. Se ocultó detrás de un árbol y no volvió a aparecer. La niña fue hasta allí y miró a su alrededor. El gato se había ido.

Cuando Coraline regresaba a la casa, oyó de nuevo el suave ruidito a su espalda: era el gato.

—Por cierto —dijo—, me parece muy sensato que hayas traído protección. Yo, en tu lugar, me agarraría bien a ella.

—¿De qué protección hablas?

—Ya lo decía yo —comentó el gato—. De todas formas...

Se detuvo y se quedó observando algo que no estaba allí.

Luego se agachó y dio dos o tres pasos con lentitud. Parecía como si estuviese acechando a un ratón invisible. De repente, movió la cola y se precipitó hacia la arboleda. A continuación, desapareció entre los árboles.

Coraline se preguntó qué habría querido decir.

También se preguntó si los gatos sabrían hablar en el mundo del que ella procedía y preferían no hacerlo, o si sólo hablaban cuando estaban allí..., en ese misterioso lugar.

Bajó las escaleras de ladrillo que conducían a la casa de la señorita Spink y la señorita Forcible. Las luces azules y rojas se encendían y se apagaban continuamente.

La puerta principal estaba entornada. Llamó, pero al primer toquecito la puerta se abrió de golpe, y Coraline entró.

Se hallaba en una oscura habitación que olía a terciopelo y a polvo cuando, de pronto, la puerta se cerró a su espalda y todo se volvió negro. La niña anduvo a tientas hasta una pequeña antesala. Su cara rozó al pasar algo suave, como un tejido. Alzó la mano y tiró de la tela, que se desprendió.

Tras parpadear, se encontró al otro lado de un telón de terciopelo, en un teatro mal iluminado. En un extremo había un elevado escenario de madera, vacío y desnudo, débilmente alumbrado por un foco sombrío.

Entre Coraline y el escenario había asientos: filas y más filas de butacas. Oyó un ruido confuso, como de arrastrar de pies, y vio una luz que se aproximaba y se balanceaba. Cuando se acercó más, descubrió que procedía de una linterna que un gran terrier escocés negro sujetaba con la boca. El perro era tan viejo que tenía el hocico gris.

—Hola —lo saludó Coraline.

El perro dejó la linterna en el suelo y miró a la niña.

—A ver, enséñame la entrada —refunfuñó.

—¿La entrada?

—Sí, eso es lo que he dicho, la entrada. No tengo todo el día. No puedes ver el espectáculo sin entrada.

Coraline suspiró.

—Pues no tengo —reconoció.

—Ya estamos —se quejó el perro—. Entran aquí por la cara. «¿Dónde está la entrada?» «No tengo». Esto no puede ser... —Sacudió la cabeza y se encogió de hombros—. Anda, pasa.

Agarró la linterna con la boca y se adentró en la oscuridad, seguido por Coraline.

Se detuvo cerca del escenario y enfocó un asiento vacío. Coraline se sentó, y el perro se alejó con aire distraído.

Cuando los ojos de la niña se adaptaron a la oscuridad, vio que los demás asientos estaban ocupados por perros.

De pronto se oyó un silbido procedente de detrás del escenario. A Coraline le pareció que se trataba de un viejo disco rayado. Cuando el silbido se convirtió en un sonido de trompetas, la señorita Spink y la señorita Forcible salieron a escena.

La señorita Spink montaba una bicicleta de una sola rueda mientras hacía juegos malabares. Tras ella iba la señorita Forcible pegando saltitos con un cestillo de flores bajo el brazo, esparciendo pétalos por el escenario. Al llegar a la parte delantera, la señorita Spink descendió ágilmente del monociclo y las dos ancianas hicieron una profunda reverencia.

Los perros agitaron la cola y ladraron con entusiasmo. Coraline aplaudió cortésmente.

Entonces las dos ancianas se desabrocharon los abultados abrigos y los abrieron, aunque no del todo. Sus caras también se abrieron como si fuesen dos conchas vacías, y de sus viejos cuerpos, huecos y fofos, salieron dos mujeres jóvenes: eran esbeltas, pálidas y bastante guapas, y tenían botones negros en lugar de ojos.

La nueva señorita Spink llevaba mallas verdes y botas altas marrones que le llegaban hasta el muslo. La nueva señorita Forcible lucía un vestido blanco y su cabello rubio estaba adornado con flores.

Coraline se repantigó en su butaca.

La señorita Spink abandonó el escenario, y las trompetas chirriaron cuando la aguja del gramófono se arrastró sobre el disco.

—Ésta es mi parte favorita —susurró el perrito que ocupaba el asiento de al lado.

La otra señorita Forcible sacó un cuchillo de una caja que estaba en un rincón.

—¿Es un puñal lo que veo ante mí? —preguntó.

—¡Sí! —gritaron todos los perros—. ¡Sí!

La señorita Forcible hizo una reverencia y los perros volvieron a aplaudir. Coraline no se molestó en imitarlos.

La señorita Spink regresó, se dio una palmada en un muslo y los perros ladraron.

—Y ahora —anunció a continuación—, Miriam y yo tenemos el placer de presentar un nuevo y emocionante complemento a nuestro espectáculo teatral. ¿Algún voluntario?

El perrito que estaba junto a Coraline le propinó un codazo con una de las patas delanteras.

—Tú —siseó.

Coraline se levantó y subió los escalones de madera que conducían al escenario.

—Solicito un gran aplauso para la joven voluntaria —proclamó la señorita Spink.

Los perros gruñeron, chillaron y golpearon las butacas de terciopelo con las colas.

—Bueno, Coraline —dijo la señorita Spink—, ¿cómo te llamas?

—Coraline —respondió Coraline.

—No nos conocemos, ¿verdad?

La niña contempló a la delgada joven con ojos de botones y negó lentamente con la cabeza.

—Bien —dijo la otra señorita Spink—, pon mucha atención. —Llevó a Coraline hasta una tabla que estaba en un extremo y colocó un globo sobre su cabeza.

La señorita Spink se dirigió a la señorita Forcible, le tapó los ojos de botones con una bufanda negra y le puso el cuchillo en una mano. Después, la hizo girar tres o cuatro veces y la puso delante de Coraline, que contuvo la respiración y se estrujó los dedos apretando los puños con mucha fuerza.

La señorita Forcible lanzó el cuchillo al globo, que explotó estrepitosamente. El cuchillo impactó con un ruido sordo en la tabla, sobre la cabeza de Coraline, que exhaló un profundo suspiro.

Los perros estaban frenéticos.

La otra señorita Spink le regaló a Coraline una diminuta caja de bombones y le agradeció su amable colaboración. Entonces Coraline regresó a su asiento.

—Has estado muy bien —le dijo el perrito.

—Gracias —contestó Coraline.

La señorita Forcible y la señorita Spink empezaron entonces a hacer malabarismos con grandes mazas de madera. La niña abrió la caja de bombones, y el perro los miró con ansia.

—¿Te apetece uno? —le preguntó Coraline.

—Sí, por favor —susurró el animal—. Los únicos que no me gustan son los de caramelo, porque me pongo a babear.

—Creía que los bombones eran malos para los perros —comentó la niña al recordar algo que le había contado la señorita Forcible.

—Tal vez sean malos en el lugar de donde vienes —murmuró el perro—. Aquí es lo que comemos.

En la oscuridad Coraline no podía distinguir de qué eran los bombones. Para probar mordió uno, que era de coco. A Coraline no le gustaba el coco, así que se lo ofreció al perro.

—Gracias —dijo éste.

—De nada —respondió Coraline.

La señorita Forcible y la señorita Spink estaban representando sendos papeles: la señorita Forcible se encontraba sentada sobre una escalera de mano, a cuyo pie permanecía la señorita Spink.

—¿Qué importa el nombre? —preguntó la señorita Forcible—. Una rosa olería igual de bien aunque se llamase de otra manera.

—¿Te quedan bombones? —terció el perro.

Coraline le dio otro.

—No sé cómo explicaros quién soy —le decía la señorita Spink a la señorita Forcible.

—Esta parte acaba enseguida —murmuró el perro—, y luego empiezan los bailes folclóricos.

—¿Cuánto tiempo dura esto? —quiso saber Coraline—. Me refiero a la obra de teatro.

—Todo el tiempo —repuso el perro—, desde siempre y para siempre.

—Quédate con los bombones —le ofreció Coraline.

—Gracias —contestó el perro, y la niña se levantó.

—Hasta luego —dijo el animal.

—Adiós —se despidió Coraline.

Salió del teatro y se dirigió al jardín, y esa vez sus ojos tuvieron que acostumbrarse a la luz del día.

Sus otros padres la esperaban en el jardín. Ambos sonreían.

—¿Lo has pasado bien? —le preguntó la otra madre.

—Ha resultado interesante —comentó Coraline.

Entonces los tres se encaminaron hacia la otra casa de Coraline. La otra madre acarició con sus largos dedos blancos el cabello de la niña, y ésta sacudió la cabeza.

—No hagas eso —protestó Coraline.

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