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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (5 page)

BOOK: Coraline
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La otra madre retiró la mano.

—Bueno —dijo el otro padre—, ¿te gusta esto?

—Supongo que sí —repuso Coraline—. Es mucho más interesante que mi casa.

Entraron en el edificio.

—Me alegro de que así sea —comentó la otra madre de Coraline—, porque nos encantaría que lo considerases tu hogar. Si quieres, puedes quedarte para siempre.

—Hum —dudó la niña.

Metió las manos en los bolsillos y pensó en la oferta. A continuación, sintió el contacto de la piedra que las verdaderas señoritas Spink y Forcible le habían dado el día antes, la piedra que tenía un agujero en medio.

—Si decides quedarte —le indicó el otro padre—, sólo hemos de ocuparnos de un pequeño detalle.

Entraron en la cocina. Sobre la mesa, en una bandeja de porcelana, había una larga aguja de plata, un carrete de hilo de algodón negro y, para rematar, dos grandes botones del mismo color.

—Esto no me gusta —dijo Coraline.

—Oh, pero nosotros te queremos mucho —repuso la otra madre—, y deseamos que te quedes. Sólo es un pequeño detalle.

—No te dolerá nada —le aseguró el otro padre.

Coraline sabía muy bien que cuando los adultos decían que algo no dolía, mentían siempre, así que negó con la cabeza.

La otra madre sonrió alegremente y sus cabellos ondearon como plantas bajo el mar.

—Sólo deseamos lo mejor para ti —afirmó, y puso una mano sobre el hombro de Coraline, que se apartó.

—Me marcho —anunció la niña. Metió las manos en los bolsillos, y sus dedos se cerraron alrededor de la piedra.

La mano de la otra madre se deslizó del hombro de Coraline como si fuese una araña asustada.

—Si es eso lo que quieres... —repuso.

—Sí —afirmó Coraline.

—Pero pronto volveremos a verte —dijo el otro padre—, cuando regreses.

—Hum —dudó la niña.

—Y entonces estaremos todos juntos como una gran familia feliz —señaló la otra madre—. Por siempre jamás.

Coraline retrocedió. Dio la vuelta, corrió hacia el salón y abrió la puerta del rincón. La pared de ladrillos no estaba. Sólo había oscuridad, una oscuridad misteriosa y negra como la noche, en la que algo parecía moverse.

La niña vaciló y se echó atrás. Su otra madre y su otro padre caminaban hacia ella cogidos de la mano y la miraban con sus ojos de botones negros. Al menos creía que la estaban mirando, aunque no estaba muy segura.

La otra madre extendió una mano e hizo una delicada seña con uno de sus dedos blancos. Sus pálidos labios esbozaron las palabras «Vuelve pronto», aunque Coraline no oyó ninguna voz.

La niña respiró profundamente y se sumió en la oscuridad, llena de murmullos de voces extrañas y del ulular de unos vientos lejanos. Tuvo la certeza de que había algo detrás de ella: algo muy viejo y muy lento. El corazón le latía con tanta fuerza y tan alto que temió que el pecho le estallase. Cerró los ojos para no ver la oscuridad.

Por fin, chocó contra algo y abrió los ojos sobresaltada. Había tropezado con un sofá del salón.

A su espalda, el hueco de la puerta aparecía tapiado con ladrillos rojos e irregulares.

Estaba en su casa.

5

C
oraline cerró la puerta del salón con la fría llave negra.

Fue a la cocina y se subió a una silla. Intentó dejar el manojo de llaves sobre el marco de la puerta; lo intentó cuatro o cinco veces hasta que se dio cuenta de que no alcanzaba. Entonces las ocultó bajo el mueble que estaba junto a la puerta.

Su madre aún no había vuelto de la compra.

Coraline se dirigió al congelador y sacó la barra de pan de reserva del último compartimento. Se preparó unas tostadas con mantequilla de cacahuete y mermelada, y bebió un vaso de agua.

A continuación se dispuso a esperar el regreso de sus padres.

Cuando comenzó a anochecer, Coraline horneó una pizza congelada en el microondas. Después encendió la televisión y se preguntó por qué los adultos se reservaban los mejores programas, los que estaban llenos de gritos y carreras. Al cabo de un rato empezó a bostezar. Se desnudó, se cepilló los dientes y se acostó.

A la mañana siguiente fue a la habitación de sus padres, pero la cama no estaba deshecha y no había rastro de ellos; así que desayunó espaguetis de lata. A mediodía comió una tableta de chocolate a la taza y una manzana que, aunque estaba amarilla y un poco arrugada, sabía bien. A la hora del té bajó a ver a las señoritas Spink y Forcible. Éstas le ofrecieron tres galletas integrales, un refresco de lima y un té flojo. El refresco era diferente: no sabía a lima, sino a algo verde y chispeante con un toque químico. A Coraline le encantó, y le habría gustado tenerlo en casa.

—¿Cómo están tus queridos padres? —le preguntó la señorita Spink.

—Han desaparecido —respondió Coraline—. No he visto a ninguno de los dos desde ayer. Estoy sola. Supongo que me he convertido en una familia de un solo miembro.

—Dile a tu madre que hemos encontrado los recortes de prensa sobre el teatro Empire de Glasgow de los que habíamos hablado. Parecía muy interesada cuando Miriam sacó el tema.

—Se ha esfumado misteriosamente —dijo Coraline—, igual que mi padre.

—Caroline, me temo que mañana no vamos a estar en casa, cielo —comentó la señorita Forcible—. Pasaremos la noche con la sobrina de April en Royal Tunbridge Wells.

Le mostraron a la niña un álbum con fotografías de la sobrina de la señorita Spink, tras lo cual Coraline regresó a su piso.

Abrió su hucha y bajó al supermercado. Compró dos botellas grandes de refresco de lima, un pastel de chocolate y una bolsa de manzanas, que le sirvieron de cena.

Tras cepillarse los dientes, fue al despacho de su padre, encendió el ordenador y escribió una historia.

LA HISTORIA DE CORALINE

HABÍA UNA NIÑA QUE SE LLAMAVA MANZANA.

BAILAVA MUCHO.

BAILAVA SIN PARAR HASTA QUE SUS

PIES SE CONBIRTIERON EN SALCHICHAS.

FIN.

Imprimió la historia, apagó el ordenador y, debajo del texto, dibujó a una niña bailando.

Después se dio un baño, pero echó demasiado gel y la espuma rebosó el borde de la bañera y se extendió por el suelo. Se secó, limpió el suelo lo mejor que pudo y se acostó.

A media noche se despertó y se dirigió al dormitorio de sus padres: la cama seguía hecha y vacía. Los números de color verde brillante del reloj digital marcaban las tres y doce de la madrugada. Totalmente sola en medio de la noche, Coraline rompió a llorar. En la casa desierta no se oía más que su llanto.

Se metió en la cama de sus padres y, al cabo de un rato, se quedó dormida.

Coraline se despertó al sentir los golpecitos de unas patas sobre el rostro. Abrió los ojos y vio unas grandes pupilas verdes que la miraban fijamente. Era el gato.

—Hola —lo saludó la niña—. ¿Cómo has entrado?

El gato no respondió. Entonces Coraline se levantó: llevaba una camiseta larga y el pantalón de un pijama.

—¿Has venido a decirme algo?

El gato bostezó y sus ojos echaron chispas verdes.

—¿Sabes dónde están mis padres?

El gato parpadeó lentamente.

—¿Significa eso que sí?

El gato volvió a parpadear y Coraline decidió que aquello era una respuesta afirmativa.

—¿Me llevas adonde están?

El gato la observó y luego se dirigió al vestíbulo seguido por la niña. Recorrió el pasillo y se detuvo al final, junto a un espejo de cuerpo entero. En otra época, éste había formado parte de la puerta interior de un armario. Lo habían puesto allí al mudarse, y aunque la madre de Coraline comentaba a veces que quería sustituirlo por algo nuevo, aún no lo había hecho.

La niña encendió la luz.

El espejo mostraba el pasillo, que era lo que había a su espalda, y sus padres aparecían reflejados en él como si estuviesen vagamente situados en el vestíbulo. Parecían tristes y solitarios. Cuando Coraline los miró, la saludaron despacio con manos flácidas. El padre rodeaba con un brazo a la madre. Los dos le devolvieron la mirada desde el espejo. El padre abrió la boca y dijo algo, pero ella no lo oyó. Su madre sopló en la parte interior del cristal y escribió rápidamente con la punta de un dedo, antes de que el vaho se borrase:

SONADÚYA

Cuando el vaho se desvaneció, sus padres también, y en el espejo quedaron tan sólo las imágenes del pasillo, Coraline y el gato.

—¿Dónde están? —le preguntó la niña al animal.

No obtuvo respuesta, aunque Coraline oyó con la imaginación su voz, seca como si fuese una mosca muerta en el alféizar de una ventana en pleno invierno, que decía: «¿Dónde crees tú que están?»

—No van a regresar, ¿verdad? —dijo Coraline—. Al menos, no por sus propios medios.

El gato parpadeó y Coraline lo interpretó como un sí.

—Bueno, supongo que entonces, sólo puedo hacer una cosa.

Fue al despacho de su padre y se sentó ante el escritorio. Descolgó el teléfono, consultó la guía y llamó a la comisaría.

—Policía —gruñó una voz masculina.

—Hola —saludó—. Me llamo Coraline Jones.

—Es un poco tarde para que estés levantada, ¿no te parece, jovencita? —replicó el agente.

—Tal vez —contestó Coraline, que no estaba dispuesta a que la distrajesen—, pero llamo para denunciar un delito.

—¿De qué se trata?

—De un secuestro. Han secuestrado a mis padres. Se los han llevado al mundo que está al otro lado del espejo del vestíbulo.

—¿Y sabes quién se los ha llevado? —le preguntó el policía.

Coraline percibió el tono burlón de su voz e hizo un esfuerzo para hablar como una persona mayor y para que así la tomase en serio.

—Creo que están en las garras de mi otra madre. Quizá quiera retenerlos y coserles los ojos con botones negros, o puede tratarse de una estratagema para que yo caiga en sus manos. No estoy segura.

—Claro, en las viles garras de sus diabólicas manos... —comentó el policía—. Hum, ¿sabes qué te aconsejo, señorita Jones?

—No. ¿Qué?

—Pídele a tu madre que te prepare un gran tazón de chocolate bien caliente y que luego te dé un gran abrazo. No hay nada como el chocolate caliente y un abrazo para espantar las pesadillas. Y si te riñe por despertarla a estas horas de la noche, dile que te lo ha aconsejado la policía —afirmó con voz profunda y tono tranquilizador.

Pero Coraline no se sentía nada tranquila.

—Cuando la vea —repuso la niña—, se lo diré. —Y a continuación colgó el teléfono.

El gato, que durante toda la conversación había permanecido sentado en el suelo acicalándose, se levantó y fue al vestíbulo.

Coraline regresó a su habitación y se puso su bata azul y sus zapatillas. Buscó una linterna y la encontró debajo del fregadero, pero tenía las pilas muy gastadas y emitía una débil luz de color pajizo. La dejó, dio con una caja de velas de cera blanca, que guardaban por si se presentaba una emergencia, y colocó una en una palmatoria. Después se metió una manzana en cada bolsillo, tomó el manojo de llaves y retiró la vieja llave negra.

Entró en el salón y contempló la puerta. Tenía la sensación de que la puerta también la miraba, lo cual resultaba absurdo, pero en el fondo no dejaba de ser cierto.

Volvió a su habitación y hurgó en un bolsillo de sus pantalones vaqueros. Encontró la piedra agujereada y la guardó en el bolsillo de la bata.

Acercó una cerilla a la vela y observó cómo el cabo chisporroteaba y prendía. Agarró la llave negra y sintió su frío contacto en la mano; luego la introdujo en la cerradura, pero no la giró.

—Cuando era pequeña —le contó Coraline al gato— y vivíamos en nuestra antigua casa, hace muchísimo tiempo, papá me llevó a pasear por el descampado que había entre nuestra casa y las tiendas.

»En realidad no era el mejor lugar para pasear. Estaba lleno de cosas que la gente tiraba: cocinas viejas, platos rajados, muñecas sin brazos ni piernas, latas vacías y botellas rotas. Mis padres me hicieron prometer que no iría a explorar por allí porque había muchas cosas cortantes, y por el peligro del tétanos y otras enfermedades.

»Pero yo insistía en que quería explorar esa zona. Así que un día mi padre se puso sus grandes botas marrones y sus guantes, y a mí me vistió con botas, pantalones vaqueros y un suéter, y fuimos a dar una vuelta.

»Caminamos durante unos veinte minutos y bajamos por el monte hasta una hondonada en la que había un arroyo. De repente, papá me dijo: "¡Coraline..., escapa monte arriba. Corre!" Lo dijo de forma tan tajante que obedecí inmediatamente. Escapé corriendo. Algo me hizo daño en un brazo, pero no me detuve.

»Cuando llegué a lo alto del monte oí un ruido muy fuerte detrás de mí. Era mi padre, que venía hacia mí como si fuera un rinoceronte. Al llegar arriba, me tomó en brazos y me llevó hasta el borde del monte. Después nos detuvimos jadeando, respiramos profundamente y contemplamos la hondonada.

»El aire estaba plagado de avispas. Seguramente habíamos pisado una colmena oculta en una rama podrida. Mientras yo escapaba a toda prisa, mi padre se quedó para darme tiempo a huir y lo picaron, y además perdió las gafas al correr.

»Yo sólo tenía una picadura en la parte de atrás del brazo. Él tenía treinta y nueve, por todo el cuerpo. Las contamos en el baño.

El gato empezó a restregarse la cara y los bigotes con un gesto que denotaba una impaciencia creciente. Coraline se agachó y le acarició la nuca y el cuello. El animal se levantó, dio unos pasos hasta ponerse fuera de su alcance, y luego volvió a sentarse y a mirarla.

—En fin —continuó la niña—, el caso es que mi padre regresó al descampado para recuperar sus gafas. Dijo que no se había asustado cuando las avispas lo picaron porque estaba concentrado en ayudarme a escapar: sabía que debía darme tiempo para huir; de lo contrario, las avispas nos habrían atacado a los dos.

Coraline giró la llave y sonó un «clunc» bien fuerte.

La puerta se abrió de golpe.

Al otro lado no había pared de ladrillos, sólo oscuridad. Un viento frío barrió el pasadizo.

Coraline no hizo ademán de cruzar la puerta.

—Y dijo que no había sido valiente quedarse allí para que le picaran las avispas —añadió Coraline—. No fue valiente porque no tenía miedo y además era lo único que podía hacer. Pero regresar después para buscar las gafas, cuando sabía que las avispas estaban allí y se encontraba aterrado... Para eso sí que es necesario tener valor.

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