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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (9 page)

BOOK: Coraline
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—¡Hum! —exclamó ella.

Se dirigió a su cuarto.

Los juguetes revolotearon excitados cuando entró, como si estuviesen contentos de verla, y de la caja salió un pequeño carro de combate que la saludó tras rodar sobre otros juguetes. Cayó al suelo y quedó tirado sobre la alfombra, como un escarabajo patas arriba, rechinando las bandas rodantes hasta que Coraline lo recogió y le dio la vuelta; entonces el tanque se escabulló bajo la cama avergonzado.

Coraline registró la habitación. Miró en los armarios y en los cajones. Después, cogió la caja de los juguetes por un lado y la volcó sobre la alfombra: los juguetes resonaron, se estiraron y se movieron con torpeza. Una canica gris rodó por el suelo hasta chocar con la pared. Coraline pensó que ningún juguete tenía aspecto de alma. Examinó una pulsera de plata con dijes en forma de minúsculos animalitos que se perseguían unos a otros: el zorro nunca atrapaba al conejo, y el oso no podía alcanzar al zorro.

Coraline abrió la mano y observó la piedra agujereada en busca de una pista, pero no encontró ninguna. La mayoría de los juguetes se habían escabullido para esconderse debajo de la cama, y los pocos que quedaban (un soldado de plástico verde, la canica de cristal, un yoyó de color rosa chillón y otros) eran las típicas cosas que están en el fondo de las cajas de juguetes en la vida real: objetos olvidados, abandonados y rechazados.

Estaba a punto de irse para buscar en otro sitio, cuando se acordó de un suave murmullo que había oído en la oscuridad y le había dicho lo que debía hacer. Levantó la piedra agujereada hasta la altura del ojo derecho: entonces cerró el ojo izquierdo y miró la habitación a través del agujero. A través de la piedra, el mundo era gris e incoloro, como un dibujo a lápiz. Todo parecía gris..., no, no todo: en el suelo brillaba algo, algo semejante a una brasa en la chimenea del cuarto de los niños, del color de un tulipán naranja y escarlata meciéndose bajo el sol de mayo. Coraline alargó la mano izquierda, sin apartar la vista del objeto por miedo a que desapareciese, y agarró titubeante aquella cosa encendida. Cerró los dedos en torno a algo suave y frío, lo sujetó bien y se decidió a apartar la vista de la piedra agujereada y a mirar hacia abajo. En la rosada palma de la mano tenía la aburrida canica de cristal gris que había quedado en el fondo de la caja de los juguetes. Volvió a alzar la piedra y observó la canica a través del agujero: ardía y emitía destellos de fuego rojo.

Una voz susurró dentro de su cabeza: «En realidad, señora, creo que yo era un niño, ahora que lo pienso bien. Oh, pero debe darse prisa. Aún hay que encontrar a otros dos, y la vieja bruja se ha enfadado mucho porque usted me ha descubierto». «Si he de hacer esto —pensó Coraline—, no quiero llevar su ropa». Se cambió y se puso su pijama, la bata y las zapatillas, y dejó el suéter gris y los vaqueros negros cuidadosamente doblados sobre la cama, y las botas naranja en el suelo, junto a la caja de los juguetes.

Se guardó la canica en el bolsillo de la bata y fue al vestíbulo.

Algo la picó y le escoció en la cara y las manos, como si se tratase de remolinos de arena en la playa en un día de viento. Se tapó los ojos y siguió adelante. La arena era cada vez más irritante y resultaba muy difícil avanzar, como si anduviese contra el aire un día de vendaval. Era un viento frío y cruel.

Dio un paso atrás con intención de retroceder. «Oh, continúe andando —le susurró una voz fantasmal al oído—. La vieja bruja está furiosa».

Avanzó por el vestíbulo y otra ráfaga de viento le lanzó sobre el rostro y las mejillas arena invisible, punzante como las agujas y cortante como el cristal.

—Juega limpio —le gritó Coraline al viento.

No hubo respuesta: el viento la azotó de nuevo con irritación, y luego amainó y desapareció. En medio del silencio repentino la niña oyó, al pasar ante la cocina, el goteo del agua que caía del grifo estropeado, o tal vez se tratase de las largas uñas de la otra madre tamborileando con impaciencia sobre la mesa. Coraline resistió la tentación de mirar.

En un par de zancadas se puso ante la puerta principal y salió de la casa.

Coraline bajó las escaleras y rodeó el edificio hasta que llegó a la puerta del piso de las señoritas Spink y Forcible. Las bombillas que adornaban la puerta parpadeaban al azar deletreando palabras que Coraline no entendía. La puerta estaba cerrada. Coraline temió que estuviese echado el cerrojo y la empujó con todas sus fuerzas: al principio parecía bloqueada, pero luego, de repente, cedió y Coraline se precipitó dando traspiés en la oscura habitación que había detrás.

La niña cerró la mano sobre la piedra agujereada y se internó en la oscuridad. Esperaba encontrar una antesala encortinada, pero no había nada. La sala estaba oscura, y el teatro, vacío. Avanzó con cautela y algo crujió sobre ella. Alzó la vista y la oscuridad se hizo más densa, como ocurría cuando tropezaba con algo. Se agachó, tomó una linterna y, al encenderla, un rayo de luz barrió la habitación. El teatro estaba abandonado y en ruinas. Las butacas se hallaban rotas en el suelo, y telarañas viejas y polvorientas cubrían las paredes y colgaban de las maderas podridas y de los ajados cortinajes de terciopelo. Algo volvió a crujir. Coraline enfocó hacia el techo: había seres gelatinosos y sin pelo. Pensó que en otro tiempo habrían tenido caras y que, tal vez, hubiesen sido perros. Pero los perros no tenían las alas de los murciélagos ni colgaban cabeza abajo como las arañas y los murciélagos.

La luz asustó a las extrañas criaturas: una de ellas se lanzó al aire y sus alas zumbaron abriéndose paso con dificultad entre el polvo. Coraline la esquivó cuando se dirigió hacia ella. Por fin, el animal se posó en una pared lejana y comenzó a trepar patas arriba hacia el nido de los perros-murciélago del techo.

La niña se llevó la piedra a los ojos y escudriñó la habitación por el agujero, buscando algo brillante o reluciente, un signo que le revelara que en algún lugar había otra alma escondida. Recorrió el recinto con la luz de la linterna, que parecía casi sólida por la espesa capa de polvo que flotaba en el aire.

En la pared del escenario en ruinas había algo: era de color blanco grisáceo, doblaba el tamaño de Coraline y estaba adherido a la pared como si fuese una babosa. La niña respiró profundamente: «No estoy asustada —se dijo a sí misma—, no lo estoy». Aunque no se creyó eso ni por un momento, se obligó a subir a gatas al viejo escenario. Al darse impulso para trepar, los dedos se le hundieron en la madera podrida. Cuando se aproximó al objeto de la pared, observó que se trataba de una especie de saco, como la cápsula de una larva de araña, que se crispó al recibir el impacto de la luz. Dentro había algo que parecía una persona, una persona con dos cabezas y el doble de brazos y piernas de lo normal. La criatura del saco ofrecía un horrible aspecto informe e inacabado, como si se hubiese unido dos seres de plastilina aplastándolos para convertirlos en uno solo.

Coraline dudó: no quería acercarse a aquello. Los perros-murciélago comenzaron a caer del techo, uno a uno, formando un círculo en torno a ella, aunque sin tocarla. «Quizá no haya almas ocultas aquí —pensó— y sea mejor que lo deje y vaya a otro sitio». Dio un último vistazo a través del agujero: el teatro abandonado seguía siendo de un gris sombrío, pero había un resplandor marrón, hermoso y brillante como la madera de cerezo recién lustrada, que procedía del interior del saco. La cosa adherida a la pared sostenía el misterioso y reluciente objeto en una mano.

Coraline recorrió con lentitud el húmedo escenario, procurando hacer el menor ruido posible, pues temía que, si molestaba a la criatura del saco, ésta abriría los ojos, la vería, y entonces...

Sin embargo, no ocurrió nada espeluznante. El corazón le latía con fuerza, y avanzó otro paso. Nunca se había sentido tan asustada, pero siguió caminando hasta que llegó al saco y luego introdujo la mano en la blancura pegajosa y repulsiva de la sustancia de la pared. Cuando la empujó, crujió levemente, como un fuego pequeñito, y se le pegó a la piel y a la ropa como se pegan las telarañas, como el algodón de azúcar. Metió la mano y la alzó hasta que tocó una mano fría que aferraba otra canica de cristal. La piel de aquella criatura era resbaladiza, como si estuviese impregnada de gelatina. Coraline tiró de la canica. Al principio no pasó nada, la canica siguió en poder de la criatura. Pero después los dedos aflojaron la presión uno a uno y la canica cayó en la mano de Coraline.

Retiró el brazo de la pegajosa red, aliviada al comprobar que aquel ser no había abierto los ojos. Alumbró los rostros del interior con el foco: parecían versiones jóvenes de las señoritas Spink y Forcible, mezcladas y apretadas como dos trozos de cera derretidos y amalgamados en una cosa horrenda. Sin previo aviso, la mano de la criatura agarró el brazo de Coraline y sus uñas la arañaron, pero era demasiado resbaladiza para sujetar algo, de modo que la niña retiró el brazo enseguida. Entonces la criatura abrió los ojos: cuatro botones negros centellearon y la miraron; y dos voces que no se parecían a ninguna voz conocida hablaron con Coraline. Una de ellas gemía y susurraba, mientras la otra zumbaba como un moscardón furioso contra el cristal de una ventana. Las voces hablaban como si perteneciesen a una sola persona:

—¡Ladrona! ¡Devuélvela! ¡Basta! ¡Ladrona!

El aire se llenó de perros-murciélago y Coraline comenzó a retroceder. Se dio cuenta de que, a pesar de su terrible aspecto, la larva de la pared que encerraba a las que en otra época habían sido las señoritas Spink y Forcible estaba adherida al muro por su red, envuelta en su capullo, y, por tanto, no podía perseguirla.

Los perros-murciélago se agitaron y revolotearon a su alrededor, pero no le hicieron el menor daño. Coraline bajó del escenario e iluminó el viejo teatro con la linterna en busca de la salida.

«Huya, señorita. —Una voz de niña gimió dentro de su cabeza—. Huya de una vez. Ya nos tiene a dos. Escape de este lugar mientras tenga sangre en las venas».

Coraline guardó la canica en el bolsillo, junto a la otra. Encontró la puerta, corrió hacia ella y la empujó hasta que consiguió abrirla.

9

E
l mundo exterior se había convertido en informes remolinos de niebla desprovistos del menor rastro de vida, y parecía que la casa se hubiese retorcido y estirado. A Coraline le dio la sensación de que estaba agazapada, y la miró como si no fuese una casa de verdad, sino la representación de una casa. Estaba segura de que la persona que había creado esa representación no era una buena persona. Una pegajosa telaraña se le había quedado enganchada en el brazo y se la sacudió como pudo. Las ventanas grises de la casa se inclinaban formando ángulos extraños.

La otra madre la esperaba sobre la hierba con los brazos cruzados. Sus ojos de botones negros carecían de expresión, pero los labios estaban firmemente apretados en un gesto de fría cólera. Cuando vio a Coraline, alargó una gran mano blanca e hizo una seña con un dedo. La niña caminó hacia ella, que se mantenía callada.

—Tengo dos almas —afirmó Coraline—. Pero aún me falta una. —La expresión de la otra madre no cambió, como si no hubiese oído a la niña—. Bueno, pensé que te interesaría saberlo.

—Gracias, Coraline —respondió la otra madre gélidamente, con una voz que no salía de su boca, sino de la niebla, de la bruma, de la casa, del cielo—. Ya sabes que te quiero —añadió.

Y Coraline asintió, muy a su pesar. Era cierto: la otra madre la quería. Pero la quería igual que un avaro ama su dinero o un dragón su tesoro. En los ojos de botones de la otra madre sólo había afán de posesión, y Coraline sabía que la veía como un cachorrito consentido que pronto deja de tener gracia.

—Yo no quiero tu amor —repuso la niña—. Yo no quiero nada tuyo.

—¿Ni siquiera una ayuda? He de reconocer que lo has hecho muy bien, pero se me ha ocurrido que podrías necesitar una pequeña pista que te guiase en la búsqueda del tesoro.

—Me las arreglo muy bien solita —contestó Coraline.

—Ya lo sé —dijo la otra madre—. Pero cuando quieras entrar a investigar en el piso de la parte delantera, el que está vacío, vas a encontrar la puerta cerrada con llave, ¿y qué piensas hacer entonces?

—Oh. —Coraline consideró el asunto durante unos momentos, y luego preguntó—: ¿Existe la llave?

La mujer se hallaba en medio de aquella niebla, semejante a papel gris, que envolvía el mundo arrasado. Su cabello negro ondeaba en torno a su cabeza como si tuviese ideas y vida propias. De repente, una tos profunda le sacudió la garganta y abrió la boca. La otra madre levantó una mano y se sacó de la lengua una llavecita de latón perteneciente a la puerta principal.

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