La antigua cama de Jin de flimsis desgarrados estaba todavía apilada contra la pared: si dormía aquí, podría echarle un ojo a su nueva mascota. ¿Le echaría de menos mamá? Tendría a Mina… ¿o intentaría Mina quedarse aquí con él?
Jin se empinó para agarrar a Nefertiti cuando ésta estiró su considerable longitud, puso sus zarpas delanteras en el pretil, y se asomó, pero se retiró sin ningún interés por lanzarse fatalmente al vacío. Visitó la letrina del rincón, y la usó adecuadamente (Jin le explicó a Vorlynkin el sistema de cubos), y Jin se aseguró de alabarla, después de las confusiones en el rincón de la sala de recuperación. La esfinge no parecía creerlo. Se estiró y agitó las alas, pero las volvió a plegar de nuevo cuando fue a examinar el pretil del otro lado, que daba al estrecho aparcamiento tras el antiguo complejo.
Y se envaró, gruñendo, mirando con depredadora intensidad, como Lucky miraba a las ratas cuando era mucho más joven. La piel se le erizó en la espalda, y sus alas se extendieron y temblaron haciendo un siniestro sonido de roce. Su cola empenachada se sacudió.
—¡Enemigos! —Gimió—. ¡Enemigos!
—¿Qué? —dijo Vorlynkin, sobresaltado. Se acercó a asomarse. Jin lo imitó.
Mina, que no era tan aficionada a las alturas, permaneció apartada unos cuantos pasos y preguntó:
—¿Qué es lo que ve?
Jin no estaba seguro de qué clase de visión nocturna tenía la esfinge, pero lo que vio fue una furgoneta aparcada en la parte más oscura del aparcamiento, y a unos hombres vestidos de negro que se movían allá abajo. Uno blandió una especie de largo martillo o bate, dio tres o cuatro golpes sordos, y Jin oyó una ventana de la planta baja romperse y caer de su marco, hacia dentro, quizá sobre una alfombra, supuso por el sonido apagado.
—Alguien está irrumpiendo en el edificio —le susurró a Mina por encima del hombro, quien con esta noticia superó sus nervios y se reunió con él para asomarse.
—Tal vez sean ladrones —susurró.
—¿Qué querría robar nadie aquí?
El edificio había sido despojado de todos los muebles y el equipo útil hacía mucho tiempo; todo lo que quedaba dentro carecía de valor o no podía transportarse.
Dos de los hombres sacaron una especie de barril grande de la furgoneta, le hicieron algo, y luego lo pasaron por la ventana y lo dejaron caer y rodar. Un extraño aroma punzante se extendió por la bruma nocturna, haciendo que Vorlynkin se apartara y maldijera.
—No son ladrones —dijo entre dientes—. ¡Pirómanos!
Cogió la mano de Mina y miró frenéticamente alrededor.
Abajo, uno de los tres hombres lanzó algo a través de la ventana, y todos corrieron hacia su vehículo. Evidentemente habían dejado a un conductor esperando, porque salieron disparados del aparcamiento, dejando atrás la verja de hierro que habían abierto y un reguero de grava antes de que las puertas de la furgoneta se cerraran siquiera.
Un destello de luz anaranjada. Bajo los pies de Jin, el edificio tembló cuando una explosión resonó por todo el aparcamiento y se convirtió en un trueno cuando la onda chocó contra los edificios del otro lado de la calle. Una llamarada grasienta salió escupida por la ventana, una lengua de dos metros de largo.
—¡Fuego! —exclamó la esfinge, toda la piel erizada, y los ojos como platos dorados—. ¡Fuego! ¡Enemigos! ¡Fuego!
—¡Tenemos que salir de este edificio ahora mismo! —dijo Vorlynkin. Mina gritó cuando su mano se tensó sobre la suya. Vorlynkin se lanzó hacia las torres—. ¿Qué escalera está más lejos del fuego?
—¡Por ahí no! —replicó Jin—. Hay una escalera exterior que lleva al callejón del otro lado.
Vorlynkin asintió y echó a correr, arrastrando a Mina consigo. Jin recogió a Nefertiti y lo siguió. La esfinge se debatió y siseó en sus brazos. ¿Era hora de volver a meterla en su caja? Tal vez no. Vorlynkin llegó al otro extremo del tejado y buscó los peldaños de acero.
—¡Tengo que bajar primero, para soltar la extensión! —le gritó Jin.
—Mina a continuación —dijo Vorlynkin.
—¡No llego tan lejos! —Parecía como si Mina quisiera echarse a llorar.
—Yo te bajaré, y te sujetaré hasta que puedas agarrarte —dijo Vorlynkin—. ¡Vamos, Jin!
—¿Quién llevará a Nefertiti?
Vorlynkin masculló algo y luego dijo:
—Yo lo haré.
Jin soltó a Nefertiti, esperando que no se escapara, pasó por encima del pretil, y bajó los peldaños más rápido que en toda su vida. Soltó la escalerilla, la golpeó, rezó para que no se atascara. La escalerilla se sacudió, y luego alcanzó toda su extensión con un golpe metálico.
—¡Ya está! —llamó.
Las piernas de Mina patalearon por encima de su cabeza, luego encontraron asidero y la niña empezó a bajar con un gemidito asustado. Los peldaños estaban demasiado lejos unos de otros para que los alcanzara cómodamente. Encima, Jin oyó a Vorlynkin maldiciendo, y el crujido de sus pisadas, y a la esfinge gritando.
—¡Fuego! ¡Enemigos! ¡Fuego! —Y, aparentemente confundida en su vocabulario por la conmoción, también—: ¡Comida!
Vorlynkin soltó un grito de dolor, como desde muy lejos, y maldijo un poco más. Jin llegó al suelo y extendió los brazos para coger a Mina, cuyas zapatillas de deporte se balanceaban en el aire porque se había quedado sin peldaños antes de quedarse sin espacio.
—¡Todo va bien! ¡Suéltate!
La niña cayó encima de él, derribándolo al suelo. Ambos rodaron, y luego se pusieron en pie y miraron hacia arriba. En ese momento, Jin descubrió lo bien que podían volar las esfinges cuando Nefertiti saltó por encima del pretil, aleteando locamente, y descendió. Ni cayó a plomo ni revoloteó, pero sí aterrizó a cuatro patas como un gato, con tanta fuerza que su vientre golpeó el suelo, pero no lo bastante para romperse nada.
La oscura forma de Vorlynkin por fin pasó por encima del borde: saltó los últimos dos metros, cayó con las rodillas dobladas como las de la esfinge, se tambaleó, pero no cayó. La sangre le corría por la cara por un profundo arañazo triple por debajo del ojo izquierdo.
—¡Jin! —La voz de Vorlynkin era aguda y brusca, sin dar pie a ningún debate—. Lleva a Mina directamente con tu madre, y haz lo que os diga el doctor Durona. Si el fuego se extiende, puede que tengan que evacuar todos los edificios del complejo.
Se llevó a los labios el comunicador de muñeca y empezó a darle códigos de conexión.
Jin intentó coger a Nefertiti, que se alejó aleteando y chillando.
—¡Deja al maldito animal! —rugió Vorlynkin por encima del hombro, corriendo ya callejón abajo—. ¡Vosotros dos, corred!
Ted Fuwa, el antiguo dueño putativo de la crioinstalación, resultó ser más o menos lo que Miles esperaba: un cuarentón grande y apresurado que parecía capaz de sentirse más a gusto en una obra que en una sala de reuniones, aunque fuera tan extraña como la del refugio de la señora Suze a medianoche.
Una presencia menos esperada era la abogada local del consulado, una mujer alerta, compuesta y compacta de pelo canoso que apenas era más alta que el propio Miles. Kareen, a Miles no le sorprendió enterarse, la había persuadido para que viniera a estas horas. La señora Xia lo miró con al menos el mismo interés encubierto, como a la fuente del torrente cada vez más extraño de cuestiones legales que había estado recibiendo desde la semana anterior por parte de un cliente por lo demás aburrido y rutinario. Miles confió en que esta noche satisficiera su curiosidad acumulada.
Miles echó de menos a Vorlynkin, a quien le había dicho que se quedara con Sato y sus hijos, y a Suze no le hacía gracia que hubieran llamado a Tanaka para encargarse de una crisis médica, así que supuso que el grupo, lo contara como lo contara, estaba más o menos igualado. Suze y Tenbury contra Mark y Kareen, Miles como testigo desobediente y Roic como compañero silencioso, la abogada intercalando comentarios y preguntas de vez en cuando, que hacían callarse a todos, y Fuwa contra todo el mundo, aunque Miles sentía poca simpatía hacia él.
La señora Suze se cruzó de brazos y miró intensamente a Mark.
—Todavía no me ha dado ninguna garantía de cuáles son sus provisiones para los pobres.
—No dirijo una empresa de caridad, ¿sabe? —contestó Mark, irritado.
—Yo sí —replicó Suze.
—Sí, ¿pero durante cuánto tiempo? —preguntó Mark—. Tarde o temprano, y más pronto que tarde, creo, le tocará el turno de ir ahí abajo. Y perdería el control de este sitio en cualquier caso. Tenbury y Tanaka podrían mantener las cosas durante algún tiempo, pero luego, ¿qué?
—Es lo que yo estaba esperando —intervino Fawa, con cierto pesar.
Suze le dirigió una mirada de desprecio y se irguió en su gran sillón, como dando a entender que todavía tendría que esperar lo suyo. Miles no estaba tan seguro. La piel de Suze mostraba esa palidez fofa que era heraldo del declive. No se podía decir que rebosara salud, ni siquiera en su airado estrés.
—Si el Grupo Durona no interviene —dijo Mark—, el inevitable final de este lugar será el ayuntamiento o la Prefectura, o Fuwa. Y en cualquier caso, la recepción de patrones se acaba. La vida de una persona no es lo bastante larga para ver resuelto este asunto.
—Aunque eso podría cambiar en el futuro —observó Kareen.
—O la criocongelación se convertirá en una tecnología obsoleta, y todo este jaleo demográfico que ha creado Kibou será resuelto de modo natural —dijo Mark.
—No estoy tan seguro de eso —comentó Miles, pensativo—. Si la gente empieza a congelarse a los ochocientos años en vez de a los ochenta, el juego continuará, hasta que alcance un nuevo equilibrio. Aunque a los ochocientos años es difícil imaginar cómo pensará la gente. A los veinte, yo no habría podido imaginarme a mí mismo a los casi cuarenta. No puedo imaginar los ochenta ni siquiera ahora.
Suze hizo una mueca.
Mark se encogió de hombros.
—Eso tendrán que decidirlo ellos, dentro de muchas décadas o muchos siglos. Pienso que la muerte seguirá siendo barata y estará siempre disponible, sin que haga falta la alta tecnología.
—Durante el periodo de transición inicial —dijo Kareen, desviando la conversación de este tipo de especulaciones hacia el presente más práctico—, el tratamiento será gratis, si el sujeto está dispuesto a firmar los protocolos experimentales y dar los permisos legales. Y todo el que llegue podrá dar su propio permiso.
Esto implicaba que no hacía falta ninguna cooperación por parte de la señora Suze y compañía.
—Espero que el grupo prefiera tener unos cuantos sujetos vivos más sanos para empezar, antes de dedicarse a las complicaciones más difíciles del trauma por la muerte y la criorresurrección. Aunque sin duda también querrán datos de éstos.
Suze gruñó. Tenbury se rascó la barba.
Kareen se contempló las uñas, alzó la cabeza, sonrió. Miles no estaba seguro de si alguien más había pillado el pequeño gesto de Mark, dos dedos extendidos y luego cerrados una vez más sobre su estómago. La pareja había convertido en arte la rutina poli bueno poli malo, pensó Miles con admiración, y sería una ingenuidad llegar a la conclusión de que las ideas de poli malo procedían de Mark… o que las de poli bueno eran de su compañera, ya puestos. Kareen continuó serenamente:
—El Grupo Durona se encargará de hacer un montón de contratos locales, si esto continúa. Por ejemplo, si usted, señora Suzuki, firmara para la primera ronda de protocolos, y resultaran funcionar tan bien como esperamos, el puesto de director de relaciones con la comunidad podría quedar a su disposición. Lo cual la pondría en situación de trabajar en esos problemas en una base continua, a partir de aquí mismo. Todo esto es demasiado complejo para resolverlo en una noche, pero no significa que sea demasiado complejo para no poder ser resuelto nunca.
—¿Comprarme con un título vacío? ¡Oh, como si no hubiera visto antes cómo funciona eso!
—Lo que usted saque podría ser cosa suya —dijo Mark, como si no le importara una cosa u otra—. Pero dentro de tres años, cuando todas esas cámaras de abajo estén vacías, puede que tengamos una situación completamente nueva aquí. El trabajo la mantendría en el centro de las cosas, con auténtica influencia.
No era el futuro que Suze tenía en mente: a Miles le pareció que podía escuchar su imaginación chirriando con la tensión del cambio, como una verja casi cerrada por el óxido. Casi. A regañadientes, ella preguntó:
—¿Y el resto de nosotros?
—A Tenbury lo contrataría ahora mismo —dijo Mark al instante—. Lo primero que necesitaremos es un director de la planta en sí: este sitio necesita puestas al día y reparaciones significativas, empezando por el laboratorio central. Probablemente —dirigió una mirada a Fuwa—, necesitaremos un contratista local. Y a la tecnomed Tanaka también, Raven la apoya. El resto será cosa de estudiarlos individualmente. Necesito profesionalidad. Los títulos pueden arreglarse.
Suze lo miró recelosa. Tenbury alzó sus tupidas cejas.
La abogada, la señora Xia, dijo suavemente:
—Según el contrato tácito, la señora Suzuki es la representante de todos los que están congelados aquí, y puede dar protocolos de permiso en blanco en nombre de todos los que entraron aquí a su cuidado. Creo que puedo hacer que este argumento funcione con el adjudicador de la ciudad, ya que el ayuntamiento no quiere la responsabilidad de varios miles de criocadáveres desamparados.
—¿Ni siquiera si la ciudad pudiera registrar sus votos? —preguntó Miles—. Me parece que eso sería suficiente para cambiar el resultado de unas elecciones a la Alcaldía, y hasta la misma Prefectura o a nivel planetario.
—Creo que podría garantizar, o al menos sugerir de manera plausible, que habría caros desafíos legales de por medio que el adjudicador no querría. —La abogada sonrió tranquila—. A menos que la desunión entre los peticionarios fuerce a presentar la cuestión ante un juez, en cuyo caso no puedo garantizar el resultado, porque en ese punto el tema será público y político. De hecho, me paso la mayor parte del tiempo manteniendo a mis clientes apartados de los tribunales.
—Público y político parece un trabajo para el grupo de la señora Sato, o algo por el estilo —dijo Miles—. Lamento no haber sacado a los otros dos miembros de su comité cuando estábamos allí. Lo haremos ahora.
Aunque intentar haberse llevado tres criocadáveres de los cofres de NeoEgipto habría requerido más tiempo, y podría haber salido menos bien.