Se inclinó contra el cristal durante varios segundos, luego se separó lentamente y se volvió hacia la mesa con la cara llena de lágrimas.
—¿Conocéis el dolor fantasma? ¿El fenómeno de la amputación? ¿Sentir el dolor en el lugar donde había estado tu brazo o tu pierna? Así es el asesinato para la familia que queda atrás. Como el dolor de un miembro fantasma, un dolor insufrible en un espacio vacío.
Kim se quedó completamente quieta durante un momento, como si estuviera buscando algo en su interior. Luego se limpió un poco la cara con las manos y emergió detrás de ellos con una determinación genuina en la mirada y en la voz:
—Para comprender qué es de verdad el asesinato, hay que hablar con las familias. Esa es mi teoría, es mi proyecto, mi plan. Y eso es lo que ha entusiasmado a Rudy Getz. —Respiró profundamente y exhaló muy despacio—. Si no es mucho pedir, ¿puedo tomar otra taza de café?
—Creo que podemos ocuparnos de eso. —Madeleine dibujó una sonrisa agradable, fue a la isleta de la cocina y rellenó la cafetera.
Gurney estaba recostado en su silla, con las manos colocadas reflexivamente bajo la barbilla. Permanecieron en silencio unos momentos. La cafetera emitió sus clásicos sonidos iniciales de borboteo.
Kim miró a su alrededor, a aquella cocina tan grande.
—Esto es muy bonito —dijo—. Muy hogareño, cálido. Perfecto, en realidad. Parece la casa de campo con la que todo el mundo sueña.
Después de que Madeleine llevara el café de Kim a la mesa, Gurney fue el primero en hablar:
—Está claro que sientes mucha pasión por este tema, que significa mucho para ti. Ojalá tuviera tan claro cómo puedo ayudarte.
—¿Qué te pidió Connie que hicieras?
—Guardarte las espaldas. Creo que fue una de las frases que usó.
—¿No mencionó… otros problemas?
A Gurney le sonó como un intento infantilmente transparente de hacer que la pregunta sonara fortuita.
—¿Tu exnovio cuenta como un problema?
—¿Habló de Robby?
—¿Mencionó a un tal Robert Meese… o Montague?
—Meese. Lo de Montague es… —Su voz se fue apagando, al tiempo que negaba con la cabeza—. Connie cree que necesito protección. No es así. Robby es patético y extremadamente molesto, pero puedo ocuparme de eso.
—¿Está relacionado con tu proyecto de televisión?
—Ya no. ¿Por qué lo preguntas?
—Simple curiosidad.
«¿Curiosidad sobre qué? ¿En qué demonios me estoy metiendo? ¿Por qué me molesto en sentarme aquí y escuchar a una recién graduada que se exalta con el problema de un novio chiflado, que expone sus ideas sentimentales sobre el asesinato y que habla acerca de su gran oportunidad para alcanzar la gloria en la cadena de televisión por cable más deplorable del país? Ya es hora de salir de las arenas movedizas.»
Kim lo estaba mirando como si, al igual que Madeleine, pudiera leerle la mente.
—No es tan complicado. Y como has sido tan generoso como para ofrecerme ayuda, debería ser más comunicativa.
—Siempre volvemos a esa parte en que tengo que ayudarte, pero no veo…
Madeleine, que estaba escurriendo una esponja en el fregadero después de lavar los platos del desayuno, lo interrumpió con suavidad.
—¿Por qué no escuchamos lo que Kim tiene que contar?
Gurney asintió con la cabeza.
—Buena idea.
—Conocí a Robby en el club de teatro hace poco menos de un año. Era de lejos el tío más guapo del campus. Un Johnny Depp de veintidós años. Hace unos seis meses nos fuimos a vivir juntos. Durante un tiempo me sentí la persona más afortunada del mundo. Cuando me sumergí por completo en el proyecto, él pareció apoyarme. De hecho, cuando elegí a las familias que quería empezar a entrevistar quiso acompañarme, vino conmigo, formó parte de todo. Y entonces…, entonces fue cuando… el monstruo emergió.
Hizo una pausa y tomó un sorbo del café antes de continuar:
—Cuando Robby se implicó más, empezó a tomar el control. Ya no me estaba apoyando con mi proyecto, se convirtió en «nuestro» proyecto, y luego empezó a actuar como si fuera «su» proyecto. Después de reunirnos con una de las familias les dio su tarjeta de visita, les dijo que podían ponerse en contacto con él en cualquier momento. De hecho, fue entonces cuando empezó con esa ridiculez del Montague, cuando hizo imprimir esas tarjetas: «Robert Montague. Consultoría de producciones documentales y creativas».
Gurney parecía escéptico.
—¿Estaba tratando de apartarte, de quedarse con tu proyecto?
—Era más enfermizo que eso. Robby Meese parece un dios, pero procede de un hogar destrozado donde ocurrieron cosas siniestras. Se pasó la mayor parte de su infancia en casas de acogida, todas igual de complicadas. En lo más hondo, es la persona más patéticamente insegura del mundo. Robby estaba desesperado por impresionar a algunas de las familias con las que estuvimos hablando para concertar entrevistas oficiales. Creo que habría hecho cualquier cosa para obtener su aprobación, cualquier cosa para que lo aceptaran, para conseguir gustarles. Fue un poco desagradable.
—¿Qué hiciste al respecto?
—Al principio no sabía qué hacer. Luego me decidí, cuando descubrí que había estado hablando por su cuenta con uno de los miembros clave de la familia, un tipo que me interesaba de verdad. Cuando hablé con Robby de esto, todo saltó por los aires, nos peleamos a gritos. Fue entonces cuando lo eché de nuestro apartamento, de mi apartamento. Y conseguí que el abogado de Connie escribiera una encantadora carta amenazadora, para mantenerlo alejado del proyecto, de mi proyecto.
—¿Cómo se lo tomó?
—Al principio fue amable, excesivamente amable. Lo mandé al cuerno. Luego empezó a decirme que remover viejos casos de homicidio podía ser arriesgado, que debería tener cuidado, que quizá no sabía dónde me estaba metiendo. Me llamaba a altas horas de la noche, me dejaba mensajes en el contestador para decirme que me iba a proteger y que muchas personas con las que estaba tratando (incluido mi director de tesis) no eran lo que aparentaban.
Gurney se sentó un poco más recto en su silla.
—¿Qué pasó después?
—¿Después? Le dije que si no me dejaba en paz pediría una orden de alejamiento y que haría que lo detuvieran por acoso.
—¿Eso tuvo algún efecto?
—Depende de lo que quieras decir. Se acabaron las llamadas, pero empezaron a ocurrir cosas raras.
Madeleine dejó lo que estaba haciendo en el fregadero y se acercó a la mesa.
—Parece que esto se está poniendo intenso. ¿Os importa que me una a vosotros?
—No hay problema —dijo Kim.
Madeleine se sentó.
—Empezaron a desaparecer cuchillos de cocina —continuó la chica—. Un día, al volver de clase, no encontré a mi gato. Al final oí un maullido apagado: estaba en uno de los armarios, con la puerta cerrada. Era un armario que nunca usaba. Y hubo un día en que me quedé dormida porque habían cambiado la hora del reloj de mi alarma.
—Muy molesto, pero bastante inofensivo —intervino Gurney. La expresión en el rostro de Madeleine sugería que no estaba para nada de acuerdo con él, así que añadió—: No quiero menospreciar el impacto emocional que pueden tener las bromas pesadas. Solo estoy pensando en los grados de acoso enjuiciables desde un punto de vista legal.
Kim asintió.
—Exacto. Bueno, las bromas se hicieron más pesadas. Una noche en que llegué tarde a casa me encontré una gota de sangre del tamaño de una moneda de diez centavos en el suelo del cuarto de baño. Y al lado estaba uno de mis cuchillos de cocina desaparecidos.
—Dios mío —exclamó Madeleine.
—Al cabo de unas cuantas noches, empecé a oír sonidos estremecedores. Algo me despertaba, pero no estaba segura de qué era. Entonces oía una tabla que crujía, luego nada, más tarde algo que sonaba como una respiración, después nada.
Madeleine estaba horrorizada.
—¿Estás hablando de un apartamento? —preguntó Gurney.
—Es una casa pequeña, dividida en un apartamento arriba y otro abajo, además de un sótano. Hay un montón de casas horribles como esa fuera del campus, divididas en apartamentos baratos para estudiantes. Ahora mismo soy la única inquilina.
—¿Estás sola allí? —preguntó Madeleine, con los ojos muy abiertos—. Eres mucho más valiente que yo. Yo me habría ido de ahí más deprisa que…
Hubo un destello de rabia en los ojos de Kim.
—¡No voy a huir de ese capullo!
—¿Has denunciado esos incidentes ante la policía?
Kim soltó una risita amarga.
—Claro. La sangre, el cuchillo, los sonidos de la noche. Los policías vienen a casa, echan un vistazo y verifican las ventanas con cara de estar mortalmente aburridos. Cuando llamo y les digo mi nombre y mi dirección, me los imagino poniendo los ojos en blanco. Está muy claro que creen que soy una paranoica y un incordio, que busco atención: la zorrita loca que exagera sus problemas con su novio.
—Supongo que has cambiado la cerradura —dijo Gurney con suavidad.
—Dos veces. Ninguna diferencia.
—¿Crees que Robby Meese es responsable de toda esta… intimidación?
—No lo creo. Lo sé.
—¿Qué te hace estar tan segura?
—Si hubieras oído su voz, las llamadas que me hizo después de que lo echara… O si vieras la expresión de su cara cuando nos cruzamos en el campus… Entonces lo sabrías. Era la misma extrañeza. No sé cómo explicarlo, pero lo que ha estado pasando es tan terrorífico como el propio Robby.
En el silencio que siguió, Kim sujetó la taza de café entre sus manos, con fuerza. A Gurney le recordó la manera en que antes había estado de pie junto a la puerta, con las palmas apretadas en el cristal. Emoción y control.
Pensó en la idea del programa, en la inclinación de aquella chica hacia el dolor generado por el asesinato. Había verdad en lo que decía. En algunos casos, la herida infligida por un asesino abre un boquete en toda una familia; deja desolados al cónyuge, a los hijos, a los padres… Llena sus vidas de tristeza y de rabia.
En otros casos, en cambio, había poco dolor, apenas emoción. Gurney había visto demasiados de esos casos. Hombres que vivían vidas horribles y morían muertes espantosas: traficantes de droga, macarras, criminales profesionales, bandas de adolescentes que jugaban a videojuegos con pistolas reales. La devastación humana era imponente. En ocasiones Gurney tenía un sueño, siempre el mismo, con una imagen de campos de concentración. Una excavadora empujaba cadáveres esqueléticos hasta una amplia zanja. Los empujaba como maniquíes, como escombros.
Miró a esa joven de expresión intensa y ojos oscuros, que todavía se aferraba a su taza caliente, que se inclinaba hacia ella. Su cabello brillante le ocultaba la mayor parte del rostro.
Luego miró a Madeleine con expresión inquisitiva.
Su mujer se encogió ligeramente de hombros, con un atisbo de sonrisa. Gurney sintió aquel gesto como un empujoncito.
Miró a Kim de nuevo.
—Muy bien. Volvamos a la cuestión básica: ¿cómo puedo ayudarte?
Kim quiso que Gurney la siguiera hasta su apartamento de Siracusa, donde guardaba todo lo relacionado con su proyecto. De esa manera, él podría verlo de primera mano: la correspondencia que había mantenido con gente a la que podía entrevistar, las dos entrevistas iniciales que había realizado y que había presentado como parte de su propuesta, sus planes para entrevistas futuras, su contrato con Rudy Getz en RAM TV, el esquema general y la copia promocional que estaba preparando para la serie. Podría verlo todo, formarse una idea, decirle lo que le parecía auténtico y lo que no.
Gurney tenía tan pocas ganas de conducir hasta Siracusa como las que había tenido de realizar cualquier otra actividad en los últimos meses. No obstante, le pareció la manera más rápida de librarse de cualquier obligación que sintiera hacia Connie Clarke. Iría, miraría, comentaría. Deber cumplido. «Enorme favor» hecho. Luego volvería a su cueva.
Según los mapas que había mirado en Google y que había imprimido por si se separaban, el recorrido era de una hora y cuarenta y nueve minutos desde Walnut Crossing; pero casi no había tráfico en las dos carreteras interestatales que componían la mayor parte del trayecto, y el pequeño Miata que llevaba delante rara vez descendía a una velocidad cercana al límite.
De haber estado de mejor humor, habría disfrutado del trayecto, que le llevaba a través de un paisaje ondulado de bosques y praderas, rápidos arroyos, campos agrícolas con tierra negra recién arada para la siembra de primavera, los emblemáticos silos y graneros rojos. Sin embargo, dado su estado de ánimo, esos paisajes bucólicos se reducían a una extensión húmeda, fangosa: un páramo que simbolizaba el mal tiempo y la decadencia de la agricultura.
Lo primero que vio en los alrededores de Siracusa reforzó sus pensamientos funestos. Recordó haber leído en algún sitio que la ciudad se alzaba a los pies del lago Onondaga, cuya fama surgía de haber sido uno de los lagos más contaminados de Estados Unidos: una masa de agua en torno a la cual a pocas personas sensatas les gustaría vivir, navegar o pescar. Eso hizo aflorar un recuerdo de su infancia en el Bronx, un recuerdo de Eastchester Bay y su turbio canal de navegación, constantemente removido por barcazas y remolcadores. La bahía era una extensión aceitosa del estrecho de Long Island, donde no parecía que viviera nada salvo algas sucias y horribles cangrejos marrones (bichos blindados, incomibles, primigenios, escurridizos); de solo pensarlo todavía se le erizaba el vello de los brazos.
Gurney siguió el Miata de Kim cuando este se desvió de la interestatal hacia un barrio que tenía un aspecto decadente y donde al parecer no existía ninguna ordenanza urbanística. Pasó por delante de una secuencia caprichosa de pequeñas viviendas unifamiliares, espaciosas casas antiguas ahora fracturadas en diversos apartamentos, tiendas abiertas las veinticuatro horas venidas a menos, edificios comerciales deprimentes y espacios abiertos desolados rodeados de vallas de tela metálica.
A la altura de un puesto de comida para llevar —Onondaga Princes of Pizza—, el Miata giró en una pequeña calle lateral. Se detuvo frente a una casa como la de Archie Bunker. Estaba separada por estrechos senderos que conducían a residencias idénticas a cada lado. Un trozo de terreno desigual delante —no mucho más grande que una tumba doble— parecía necesitar con urgencia que alguien le pusiera flores o plantara hierba. Gurney aparcó detrás de Kim y observó mientras ella salía del pequeño vehículo, lo cerraba y verificaba las dos puertas. La joven levantó la cabeza y miró al sendero que llevaba hacia la casa. A Gurney le pareció que lo hacía con recelo. Cuando se acercó, Kim le ofreció una sonrisa nerviosa.