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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Deja en paz al diablo (6 page)

BOOK: Deja en paz al diablo
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—Le echaré un vistazo esta noche —dijo.

—Gracias.

De nuevo el ruido vibrante de un helicóptero emergió débilmente en la distancia; enseguida se oyó algo más fuerte, pasó y se desvaneció. Kim se aclaró la garganta con nerviosismo, juntó las manos en el regazo y habló con evidente dificultad.

—Hay algo que quería preguntarte. No sé por qué es tan difícil. —Negó con la cabeza con energía, como desaprobando su propia confusión.

—¿Qué es?

Ella tragó saliva.

—¿Puedo contratarte? ¿A lo mejor solo por un día?

—¿Contratarme? ¿Para hacer qué?

—Ya sé que no me estoy explicando. Esto me da vergüenza, sé que no tendría que presionarte así, pero es muy importante para mí.

—¿Qué quieres que haga?

—Mañana… ¿podrías venir conmigo? No tienes que hacer nada. La cuestión es que tengo dos reuniones mañana. Una es con un potencial entrevistado; la otra, con Rudy Getz. Lo único que quiero es que estés ahí, que me escuches, que los escuches, y después me cuentas qué te parece, cómo lo ves, no sé, solo… ¿No tiene sentido, verdad?

—¿Dónde son esas reuniones?

—¿Lo harás? ¿Vendrás conmigo? Oh, Dios, gracias, ¡gracias! De hecho, no son muy lejos de tu casa, bueno, no muy cerca, pero tampoco demasiado lejos. Una es en Barkville, con Jimi Brewster, el hijo de una de las víctimas. Y la casa de Rudy Getz está a unos quince kilómetros de aquí, en lo alto de una montaña con vistas al embalse Ashokan. Nos reuniremos primero con Brewster, a las diez. Podría pasar a recogerte alrededor de las ocho y media. ¿Te parece bien?

Gurney pensó en declinar la oferta y coger su propio coche. Pero tenía más sentido ir con Kim. Así podría hacerle algunas preguntas, para saber mejor dónde se estaba metiendo.

—Claro —dijo—. Está bien. —Ya casi lamentaba haberse implicado en todo aquello, pero, al mismo tiempo, se sentía incapaz de dejar a aquella chica en la estacada.

—Hay una partida de consulta en el presupuesto preliminar que preparé con RAM, así que puedo pagar setecientos cincuenta dólares por un día. Espero que sea suficiente.

Gurney estuvo a punto de decir que no tenía que pagarle, que no la ayudaba por eso, pero la chica se mostraba tan profesional que se vio incapaz de rechazar la oferta.

—Claro —dijo otra vez—. Está bien.

Al cabo de un rato, después de una conversación desganada sobre la vida de Kim en la universidad, sobre la decadencia de Siracusa (que se había convertido en una ciudad gris asolada por las drogas), sobre cómo el lago Onondaga había pasado de ser una masa de agua cristalina a una cloaca tóxica, Gurney se levantó de la silla y le dijo que se verían al día siguiente.

—Te enseñaría el apartamento —contestó ella—, pero en realidad no hay nada que ver. Es solo un sitio donde puedo trabajar y dormir. Nunca lo he considerado un hogar. —Lo acompañó a la puerta, le estrechó la mano con fuerza y le volvió a dar las gracias.

Tras bajar los escalones hasta la acera, Gurney oyó que aquellas dos pesadas puertas se cerraban detrás de él. Miró a ambos lados de aquella calle tan lúgubre. Tenía un aspecto sucio, salado, supuso que por el residuo seco de lo que habían rociado para fundir la última acumulación de nieve. Se percibía un atisbo de algo acre en el aire.

Se metió en su coche, giró la llave de contacto y conectó el GPS para buscar la ruta de vuelta a casa. Tardó aproximadamente un minuto en recibir señal del satélite. Cuando estaba escuchando la primera instrucción, oyó que la puerta se abría de golpe. Levantó la mirada y vio que Kim salía corriendo de la casa. Al pie de los escalones, cayó de bruces en la acera. Se levantó apoyándose en un cubo de basura.

—¿Estás bien? —le preguntó él al salir del automóvil.

—No lo sé…, el tobillo… —Respiraba con dificultad, aterrorizada.

Gurney la sostuvo por los brazos.

—¿Qué ha pasado?

—Hay sangre… en la cocina.

—¿Qué?

—Sangre. En el suelo de la cocina.

—¿Hay alguien más dentro?

—No. No lo sé. No he visto a nadie.

—¿Cuánta sangre?

—No lo sé. Gotas en el suelo. Como un rastro hasta el pasillo de atrás. No estoy segura.

—¿No has visto ni oído a nadie?

—No, creo que no.

—Tranquila. Ahora estás bien. Estás a salvo.

Kim empezó a pestañear. Había lágrimas en sus ojos.

—Tranquila —repitió él con suavidad—. Estás bien. Estás a salvo.

Ella se limpió las lágrimas y trató de serenarse.

—Vale. Ya estoy bien.

—Quiero que te sientes en mi coche —dijo Gurney cuando la respiración de la chica empezó a recuperar la normalidad—. Puedes cerrar la puerta. Echaré un vistazo en el apartamento.

—Iré contigo.

—Será mejor que te quedes en el coche.

—¡No! —Lo miró con ojos de súplica—. Es mi apartamento. ¡No va a sacarme de mi apartamento!

A pesar de que iba en contra del procedimiento policial permitir que un civil volviera a entrar en el edificio en esas condiciones antes de registrarlo, Gurney ya no era policía, así que el procedimiento ya no era una cuestión que le preocupara. Dado el estado de ánimo de Kim, decidió que sería mejor tenerla a su lado que insistir en que se quedara sola en el coche, cerrado o no.

—De acuerdo —dijo, sacando la Beretta de la cartuchera de tobillo y metiéndosela en el bolsillo de la chaqueta—, vamos.

Gurney entró, delante, y dejó las puertas abiertas. Se detuvo antes de alcanzar la sala. El pasillo continuaba en línea recta durante otros seis o siete metros y terminaba en un arco que daba a la cocina. Entre el salón y la cocina, vio, a la derecha, dos puertas abiertas.

—¿Adónde dan?

—La primera, a mi dormitorio. La segunda, al cuarto de baño.

—Voy a echar un vistazo. Si oyes algo que te inquiete o si me llamas y no respondo inmediatamente, sal a la calle lo más deprisa que puedas, enciérrate en mi coche y llama a Emergencias. ¿Entendido?

—Sí.

Gurney avanzó por el pasillo y miró en la primera habitación. Entró y encendió la luz del techo. No había mucho que ver. Una cama, una mesa pequeña, un espejo de cuerpo entero, un par de sillas plegables y un armario desvencijado. Miró en el armario y debajo de la cama. Volvió a salir al pasillo, le hizo un signo a Kim con el pulgar hacia arriba, entró en el cuarto de baño y repitió el proceso.

Lo siguiente era la cocina.

—¿Dónde has visto las gotas de sangre? —preguntó.

—Empiezan delante del frigorífico y van al pasillo de detrás.

Entró en la cocina con precaución, contento por primera vez en seis meses de ir armado. La cocina era una estancia amplia. Al fondo a la derecha había una mesita para comer y dos sillas enfrente de una ventana que daba al sendero y a la casa contigua. Por allí entraba algo de luz.

Vio una encimera con armaritos debajo, un fregadero y una nevera. Entre él y el frigorífico había una pequeña isleta con una tabla y un cuchilla de carnicero. Al rodearla, vio la sangre, una secuencia de gotas oscuras en el suelo de linóleo gastado, cada una de ellas del tamaño de una moneda de diez centavos, una cada dos o tres palmos. El rastro se extendía desde la puerta de la nevera a la puerta posterior de la cocina y salía a la zona en sombra de atrás.

De repente, oyó el sonido de una respiración detrás. Giró en redondo en cuclillas, sacando la Beretta del bolsillo. Kim estaba a un metro de él, como un ciervo cegado por los faros de un coche, mirando el cañón de la pequeña pistola calibre 32, con la boca entreabierta.

—¡Por Dios! —exclamó Gurney, tomando aire y bajando la pistola.

—Lo siento. Estaba tratando de no hacer ruido. ¿Quieres que encienda la luz?

Él asintió. El interruptor, situado en la pared de encima del fregadero, encendió dos tubos fluorescentes instalados en el techo. Bajo una luz más intensa, las gotas de sangre parecían más rojas.

—¿Hay un interruptor en el pasillo?

—En la pared, a la derecha del frigorífico.

Lo encontró y lo pulsó. La oscuridad del otro lado del umbral quedó sustituida por la luz parpadeante y fría de un fluorescente que estaba en las últimas. Gurney avanzó lentamente hacia el umbral, apuntando hacia abajo con la Beretta.

Salvo por un cubo de basura verde de plástico, el pasillo trasero estaba vacío. Terminaba en una puerta exterior de aspecto sólido que permanecía cerrada con un par de cerrojos grandes. Había una segunda puerta en la pared de la derecha de ese espacio apretado. Era hacia allí adonde conducía el reguero de gotas de sangre.

Gurney miró rápidamente a Kim.

—¿Qué hay detrás de esa puerta?

—Escaleras. Las escaleras…, al sótano —contestó la chica, con miedo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste ahí? —Ahí abajo…, oh, Dios, no lo sé. A lo mejor… ¿hace un año? Se fue la luz y el tipo de mantenimiento que me mandó el casero me enseñó cómo funcionaba el diferencial. —Negó con la cabeza como si la mera idea la pusiera nerviosa.

—¿Hay algún otro acceso?

—No.

—¿Alguna ventana?

—Las pequeñas a nivel del suelo, pero tienen barrotes.

—¿Dónde está el interruptor de la luz?

—Dentro, justo al lado de la puerta, creo.

Había una gota de sangre delante de la puerta. Gurney pasó por encima de ella. Con la espalda pegada a la pared, giró el pomo y abrió rápidamente la puerta. El olor a humedad llenó el pequeño pasillo. Esperó y escuchó antes de mirar por la escalera. Los peldaños estaban apenas iluminados por el parpadeante fluorescente del pasillo que tenía a su espalda. Había un interruptor en la pared. Lo pulsó y una luz tenue y amarillenta se encendió en algún lugar del sótano.

Le pidió a Kim que apagara el fluorescente del pasillo, para terminar con el zumbido.

Cuando ella lo apagó, Gurney escuchó otra vez durante al menos un minuto. Silencio. Miró escaleras abajo. Vio un punto oscuro cada dos o tres peldaños.

—¿Qué es? ¿Qué ves? —Parecía que la voz de la chica se iba a quebrar en cualquier momento.

—Unas cuantas gotas más —contestó Gurney sin alterarse—. Voy a echar un vistazo. Quédate donde estás. Si oyes alguna cosa, corre a la puerta como alma que lleva el diablo, entra en mi coche…

Ella lo cortó.

—Ni hablar. Me quedo contigo.

Gurney sabía cómo calmar a los que tenía alrededor.

—Está bien, pero has de situarte al menos a dos metros detrás de mí. —Agarró con más fuerza la Beretta—. Si he de moverme deprisa, necesitaré espacio. ¿Vale?

Kim asintió.

Él empezó a bajar lentamente por la escalera. La estructura crujía. Cuando llegó abajo, vio que el rastro de puntos oscuros continuaba y cruzaba el suelo polvoriento del sótano hasta lo que parecía un largo arcón situado en una esquina. En una de las paredes había una caldera y dos grandes depósitos. En la contigua estaba el cuadro eléctrico y, encima de este, casi tocando las vigas del techo, una fila de pequeñas ventanas horizontales. Los barrotes externos de cada una de ellas apenas se distinguían a través del cristal polvoriento. La luz tenue emanaba de una sola bombilla tan sucia como las ventanas.

La atención de Gurney regresó al arcón.

—Tengo una linterna —dijo Kim desde la escalera—. ¿La quieres?

Gurney miró hacia arriba. La chica encendió la linterna y se la pasó. Era una Mini Maglite. Estaba en las últimas, con las pilas casi agotadas, pero era mejor que nada.

—¿Qué ves? —preguntó Kim.

—No estoy seguro. ¿Recuerdas que hubiera un arcón pegado a la pared la última vez que estuviste aquí?

—Pues…, no sé, no tengo ni idea. El tipo ese me enseñó circuitos, interruptores, no sé qué. ¿Qué ves?

—Te lo diré dentro de un momento. —Se movió hacia delante con inquietud, siguiendo el rastro de sangre hasta el gran cofre bajo.

Por un lado, parecía un simple arcón viejo para guardar sábanas. Por otro, Gurney no podía quitarse de la cabeza la idea melodramática de que tenía la medida justa de un ataúd.

—Oh, Dios mío. ¿Qué es eso? —Kim lo había seguido y ahora estaba un metro detrás de él. Su voz se había convertido en un susurro.

Gurney aguantó la linterna con los dientes y apuntó al baúl. Sostuvo la pistola con la mano derecha y levantó el arcón.

Durante un segundo pensó que estaba vacío.

Luego vio el cuchillo, que brillaba en el pequeño círculo de luz amarilla de la linterna. Era un cuchillo de cocina. Incluso bajo la luz débil y sucia vio que habían afilado su hoja hasta dejarla inusualmente delgada y puntiaguda.

5. Hacia una maraña de espinas

Kim se negó a llamar a la policía, a pesar de los esfuerzos de Gurney para convencerla de que lo hiciera.

—Ya te he dicho que he llamado antes. No voy a intentarlo otra vez. No hacen nada. Bueno, peor que nada. Vienen al apartamento, revisan puertas y ventanas, y me dicen que no hay ninguna señal de una entrada forzada. Luego preguntan si hay alguien herido, si han robado o roto algo de valor. Da la impresión de que si el problema no encaja en una de sus categorías, no existe. La última vez, cuando llamé porque había encontrado un cuchillo en mi cuarto de baño, perdieron interés al descubrir que era mío, aunque no paraba de decirles que había desaparecido dos semanas antes. Rascaron una gotita de sangre que estaba al lado del cuchillo en el suelo, se la llevaron y no volvieron a decirme ni una palabra al respecto. Si van a venir aquí para mirarme como si fuera una mujer histérica que les hace perder el tiempo, ¡que se vayan al infierno! ¿Sabes lo que hizo uno de ellos la última vez? Bostezó. Tal como lo digo, por increíble que parezca, bostezó en mi cara.

Gurney pensó en la forma de actuar de un policía local: intenta priorizar entre sus múltiples ocupaciones cuando investiga un posible nuevo caso. Es todo relativo, todo depende de la cantidad de trabajo que tenga ese mes, esa semana, ese día. Se acordó de un compañero suyo, de cuando trabajaba en Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. El tipo vivía en una pequeña localidad residencial al oeste de Nueva Jersey, y cada día tenía que recorrer desde allí un largo trayecto. En cierta ocasión, el tipo trajo su periódico local. El gran artículo de primera página era sobre una pila para pájaros que había desaparecido del patio trasero de alguien. Eso pasó en un momento en que había una media de veinte asesinatos por semana en Nueva York, la mayoría de los cuales apenas merecían una mención de una línea en los periódicos de la ciudad. Todo dependía del contexto. Y aunque no se lo dijo a Kim, Gurney comprendía que un policía que estaba de trabajo hasta arriba, entre casos de violación y homicidios, no se tomara muy en serio todo aquello.

BOOK: Deja en paz al diablo
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