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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Deja en paz al diablo (7 page)

BOOK: Deja en paz al diablo
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Sin embargo, también entendía la inquietud de la chica. Había algo más que siniestro en la forma de obrar de aquel intruso, algo que a él mismo le resultaba inquietante. Sugirió que podría ser una buena idea para ella que se marchara de Siracusa por un tiempo, quizá se podría quedar en casa de su madre.

Sin embargo, la chica, en vez de reaccionar con miedo, sacó todo su genio: —Ese hijo de perra… —susurró—. Si cree que va a ganar esta batalla, es que entonces no me conoce muy bien.

Cuando por fin se calmó un poco, Gurney le preguntó si recordaba los nombres de los detectives con los que había hablado.

—Te he dicho que no voy a volver a llamarlos.

—Lo comprendo, pero a mí sí que me gustaría hablar con ellos. A ver si saben algo que no te están contando.

—¿Sobre qué?

—¿Quizá sobre Robby Meese? ¿Quién sabe? No lo sabré hasta que hable con ellos.

Los oscuros ojos de Kim buscaron los suyos.

—Elwood Gates y James Schiff —dijo—. Gates es el bajo. Schiff es el alto. Dos físicos muy distintos, pero son igual de capullos.

El detective James Schiff había llevado a Gurney a una sala de interrogatorios libre situada un par de pasillos más allá de la recepción. Había dejado la puerta abierta, no había cogido ninguna silla y tampoco se la había ofrecido a él. El hombre se tapó la cara con las manos y trató de contener un bostezo, pero perdió esa batalla.

—¿Un día largo?

—Podría decirse que sí. Llevo dieciocho horas seguidas y me quedan seis más.

—¿Papeleo?

—Exacto, a la enésima potencia. Amigo mío, este departamento tiene el peor tamaño. Justo lo bastante grande para tener todas las sandeces burocráticas de una gran ciudad, y justo lo bastante pequeño para que no tengas ningún sitio donde esconderte. Resulta que anoche entramos en una casa que resultó estar sorprendentemente poblada. El resultado es que tengo un calabozo lleno de colgados y otro lleno de putas adictas al
crack
, así como una montaña de bolsas de pruebas que hay que terminar de procesar. Así que vamos al caso. ¿Cuál es exactamente el interés del Departamento de Policía de Nueva York en Kim Corazon?

—Lo siento…, quizá no he dejado clara por teléfono mi posición. Soy detective retirado. Me jubilé hace dos años y medio.

—¿Retirado? No, creo que eso se me ha pasado. ¿Qué es? ¿Investigador privado?

—Más bien un amigo de la familia. La madre de Kim es periodista, escribe mucho sobre policías. Nuestros caminos se cruzaron cuando yo todavía estaba en el trabajo.

—Así pues, ¿conoce bien a Kim?

—No muy bien. Solo estoy tratando de ayudarla en un proyecto de periodismo, algo sobre asesinatos no resueltos, pero nos hemos encontrado con una pequeña complicación.

—Mire, no tengo mucho tiempo. ¿Quizá podría ser un poco más específico?

—Alguien no muy agradable la está acosando.

—¿Ah, sí?

—¿No lo sabía?

La mirada de Schiff se oscureció.

—Me estoy perdiendo, ¿por qué estamos teniendo esta conversación?

—Buena pregunta. ¿Le sorprendería si le dijera que ahora mismo en el apartamento de Kim Corazon hay pruebas frescas de que se ha producido un allanamiento de morada? Alguien pretende intimidarla.

—¿Sorprendido? No puedo decir eso. Hemos recorrido ese camino varias veces con la señorita Corazon.

—¿Y?

—Muchos baches.

—No estoy seguro de comprenderlo.

Schiff se sacó un poco de cera de la oreja y la arrojó al suelo.

—¿Le dijo quién cree que es el responsable?

—Su exnovio, Robby Meese. —¿Alguna vez ha hablado con Meese? —No. ¿Y usted?

—Sí, hablé con él. —Miró su teléfono móvil otra vez—. Oiga, puedo concederle exactamente tres minutos. Cortesía profesional. Por cierto, ¿tiene alguna identificación?

Gurney le mostró su tarjeta del sindicato de policía y el carné de conducir.

—De acuerdo, señor policía de Nueva York, rápido resumen,
off the record
. Básicamente, la historia de Meese suena tan bien como la de ella. Cada uno de ellos asegura que el otro es inestable y que reaccionó mal a la ruptura. Ella dice que él entró en su apartamento tres o cuatro veces. Un puñado de tonterías: pomos aflojados, cosas que se mueven, se lleva cuchillos, los devuelve…

Gurney lo interrumpió.

—Se refiere a poner un cuchillo en el suelo de su cuarto de baño junto con una gota de sangre. Yo no llamaría a eso devolver cuchillos. No veo cómo puede pasar por alto…

—¡Eh! Aquí nadie pasa nada por alto. De la cuestión inicial, los pomos y todo eso, se encargó una patrulla de agentes uniformados. ¿Buscamos huellas dactilares en los pomos sueltos? Tendríamos que estar locos para hacer tal cosa. Vivimos en una ciudad real con problemas reales. Pero se siguieron los procedimientos. Tengo atestados en el expediente del caso. Lo de la sangre nos lo dijo la patrulla. Mi compañero y yo echamos un vistazo, llevamos muestras al laboratorio, buscamos huellas en el cuchillo, etcétera. Resultó que las únicas huellas del cuchillo eran las de la señorita Corazon. La gotita de sangre en el suelo era de vaca. ¿Lo sabía? Como de un bistec.

—¿Interrogó a Meese?

—Por supuesto que interrogamos a Meese.

—¿Y?

—No reconoce nada, y no hay ninguna prueba de su implicación. Se ciñe a su historia de que Corazon es una arpía vengativa que está tratando de causarle problemas.

—Así pues, ¿cuál es la teoría actual? —preguntó Gurney con incredulidad—. ¿Que Kim está tan loca y que todo esto es cosa suya? ¿Para poder culpar de ello a su exnovio?

Schiff se encogió de hombros, pero su mirada parecía decir que precisamente esa era su teoría.

—O alguna tercera parte lo está haciendo, por razones que todavía no se han descubierto. —Miró por tercera vez a su teléfono móvil—. Hora de irme. El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. —Se encaminó hacia la puerta abierta de la sala de interrogatorios.

—¿Por qué que no hay cámaras? —preguntó Gurney.

—¿Perdón?

—Sería de esperar que se instalaran cámaras, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado.

—Le insistí en que lo hiciera, pero se negó. Dijo que supondría una invasión intolerable de su intimidad.

—Me sorprende que reaccionara de tal modo.

—A menos que todo sea un montaje y que una cámara lo demostrara.

Caminaron en silencio hacia la recepción, pasaron por delante del escritorio del sargento y llegaron a la puerta de la calle. Cuando Gurney estaba a punto de salir, Schiff lo detuvo.

—¿Ha hallado nuevas pruebas en su apartamento, algo que tendría que ver?

—Eso es lo que he dicho.

—¿Bueno? ¿Qué era?

—¿Está seguro de que quiere saberlo?

Hubo un destello de rabia en los ojos de Schiff.

—Sí, me gustaría saberlo.

—Hay gotas de sangre que conducen desde la cocina hasta un arcón del sótano. Dentro de él hay un pequeño cuchillo afilado. Pero puede que no sea importante. Tal vez Kim exprimió otro bistec y lo hizo gotear por la escalera. Quizá se está volviendo más loca y vengativa por momentos.

En el trayecto de regreso a casa, Gurney se sintió incómodo. En su mente resonaba el eco de la pulla que le había lanzado a Schiff. Desde que había resultado herido, no se mostraba nada amigable, y tampoco lo había sido con aquel policía.

Siempre cuestionaba la teoría principal, en cualquier situación, y alentaba las discrepancias. Pero poco a poco se estaba dando cuenta de que le ocurría algo más, algo menos objetivo. Por naturaleza tendía a poner en duda cada opinión, cada conclusión, pero ahora le podía la hostilidad, una hostilidad que iba del malhumor a la rabia. Se había quedado cada vez más aislado, cada vez más a la defensiva, cada vez más resistente a aceptar cualquier idea que no fuera suya. Y estaba convencido de que todo había empezado seis meses antes, con aquellas tres balas que casi lo mataron. Necesitaba recuperar la ecuanimidad, volver a ser objetivo. El esfuerzo merecía la pena. Sin objetividad no tenía nada.

Un terapeuta le había dicho hacía mucho tiempo: «Cada vez que estés inquieto, trata de identificar el temor que está debajo de la inquietud. La raíz es siempre el miedo. A menos que lo afrontemos, tendemos a actuar mal». Gurney se preguntó de qué tenía miedo. Estuvo dándole vueltas casi todo el viaje de vuelta a casa. La respuesta era bochornosa.

Tenía miedo de equivocarse.

Aparcó al lado del coche de Madeleine, junto a la puerta lateral de la casa. El aire procedente de la montaña era gélido. Entró en la estancia, colgó la chaqueta en el lavadero, fue hasta la cocina y dijo en voz alta: —Estoy en casa.

No hubo respuesta. Se respiraba una indescriptible falta de vida, una peculiar sensación de vacío que solo se notaba cuando Madeleine había salido.

Cuando se dirigía al cuarto de baño, se dio cuenta de que se había olvidado la carpeta azul de Kim en el coche. Volvió a buscarla, pero entonces algo brillante y rojo situado a la derecha de la zona de aparcamiento captó su atención. Estaba en medio del jardín elevado donde Madeleine había plantado flores el año anterior. Al principio, pensó que se trataba de alguna clase de flor roja encima de un tallo recto. Pero aquello era poco probable, dada la época del año en la que estaban. Cuando se dio cuenta de lo que estaba mirando en realidad, pensó que aquello tampoco tenía sentido.

El tallo recto era el astil de una flecha. La punta estaba clavada en la tierra húmeda. Lo que le había parecido la flor era, en realidad, el emplumado del extremo, tres medias plumas escarlatas que resplandecían bajo los rayos inclinados del sol.

Gurney miró la flecha, asombrado. ¿La había puesto allí Madeleine? En ese caso, ¿de dónde la había sacado? ¿La estaba usando como alguna clase de señalizador? Parecía nueva, sin erosionar, así que no podía haber estado bajo la nieve todo el invierno. Si Madeleine no la había puesto allí, ¿quién lo había hecho? ¿Era posible que no la hubieran puesto, sino que alguien la hubiera lanzado con un arco? Ahora bien, para terminar clavada en un ángulo casi vertical, tendría que haber sido lanzada casi verticalmente. ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Desde dónde?

Subió al jardín elevado, agarró el astil cerca del punto en el que se hundía en el suelo y extrajo lentamente la flecha. La punta era amplia y tenía cuatro facetas afiladas. Era la clase de flecha con la que un cazador con un buen arco puede atravesar a un ciervo. Pensó que era más que curioso encontrarse con aquellas dos armas afiladas en el espacio de unas horas. Las dos parecían plantear preguntas inquietantes.

Por supuesto, Madeleine podría tener una explicación simple en el caso de la flecha. Se la llevó a la casa y la aclaró bajo el grifo del fregadero. Al parecer, la punta era de carbono, lo bastante afilada como para afeitarse con ella. Eso hizo que se acordara del cuchillo que habían encontrado en el sótano de Kim, lo que a su vez le recordó que su carpeta seguía en el coche. Apoyó la flecha suavemente en la encimera y salió por el pasillo del lavadero.

Al abrir la puerta lateral se encontró cara a cara con Madeleine, vestida con una de sus combinaciones asombrosas de color: pantalones de chándal rosa, una chaqueta de borreguillo color lavanda y una gorra de béisbol naranja. Tenía el aspecto de haber hecho ejercicio que solía mostrar cuando regresaba de una de sus excursiones, ligeramente sin aliento. Se apartó para dejarla entrar.

Ella sonrió.

—¡Es tan hermoso! ¿Habías visto esa luz asombrosa en la colina? ¿No te has fijado en ese tono rosado en los brotes?

—¿Qué brotes?

—¿No lo has visto? Oh, ven aquí, ven. —Lo tomó del brazo y señaló con felicidad a los árboles que se erguían más allá del prado por encima de la casa—. Ese apunte de rosa en los arces solo se puede ver a principios de primavera.

Vio de qué estaba hablando, pero no logró sentirse igual de feliz que ella. En cambio, esa tonalidad desvaída sobre un fondo gris marronoso del paisaje desgranó un viejo recuerdo, un recuerdo que le enfermaba: agua gris marronosa en una zanja, junto a una carretera de servicio abandonada detrás del aeropuerto de LaGuardia, una leve tintura roja en el agua fétida. La tintura estaba filtrándose de un cuerpo ametrallado justo debajo de la superficie.

Madeleine lo miró, preocupada.

—¿Estás bien?

—Cansado, nada más.

—¿Quieres un poco de café?

—No —contestó en tono cortante, sin saber por qué.

—Entra. —Ella se quitó la chaqueta y la gorra, que dejó en el lavadero.

Él la siguió a la cocina. Madeleine se acercó al fregadero y abrió el grifo.

—¿Cómo ha ido tu viaje a Siracusa?

La maldita carpeta azul seguía en su coche.

—No te oigo, con el ruido del agua —dijo.

Ya se había olvidado de recogerla… ¿tres veces? ¿Tres veces en los últimos diez minutos? Vaya.

Madeleine llenó un vaso de agua y cerró el grifo.

—Te he preguntado por tu viaje a Siracusa.

Dave suspiró.

—El camino era peculiar. Siracusa es una pocilga. Espera… Te lo contaré dentro de un minuto. —Salió al coche y esta vez regresó con la carpeta en la mano.

Madeleine parecía perpleja.

—Creía que había unos barrios antiguos muy bonitos. Quizás estén en otra parte de la ciudad.

—Sí y no. Barrios viejos y bonitos intercalados con barrios dominados por un infierno de bandas.

Ella miró la carpeta que tenía en la mano.

—¿Es eso el proyecto de Kim?

—¿Qué? Ah, sí. —Miró a su alrededor en busca de un lugar donde ponerlo y se fijó en la flecha que había dejado en el aparador. La señaló—. ¿Qué sabes de eso?

—¿Eso? —Madeleine se acercó y examinó la flecha sin tocarla—. ¿Es eso lo que he visto fuera?

—¿Cuándo la viste?

—No lo sé. Al salir. ¿Hará una hora?

—¿No sabes de dónde ha salido?

—Solo sé que estaba clavada en el lecho de flores. Pensaba que la habías dejado allí.

Dave se quedó observando la flecha. Madeleine lo miró a él.

—¿Crees que alguien está cazando por aquí? —preguntó ella entrecerrando los ojos.

—No es temporada de caza.

—Quizás algún borracho piensa que lo es.

—Menuda idea más agradable.

Madeleine observó la flecha y se encogió de hombros.

—Pareces agotado. Ven, siéntate. —Hizo un gesto hacia la mesa que estaba situada al lado de la puerta cristalera—. Cuéntame cómo te ha ido el día.

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