—¿Pasa algo? —preguntó él.
—No, parece… que está todo en orden.
La chica subió los tres escalones que conducían a la puerta principal, que no estaba cerrada con llave. Daba acceso a un vestíbulo pequeño con dos puertas más. La de la derecha tenía dos cerraduras de buen aspecto, que Kim abrió con sendas llaves. Antes de girar el pomo, le dio un par de tirones fuertes.
Daba a un pasillo. Ella le hizo pasar a la primera habitación de la derecha, una pequeña sala de estar amueblada en IKEA con lo esencial: un sofá cama, una mesita de café, dos sillones bajos de madera con cojines sueltos, dos lámparas de pie minimalistas, una estantería, un archivador metálico de dos cajones y una mesa que se utilizaba como escritorio con una silla de respaldo recto detrás de ella. El suelo estaba cubierto por una alfombra de tono terroso.
Gurney sonrió con curiosidad.
—¿Qué es lo que has hecho con el pomo de la puerta?
—Un par de veces se me quedó en la mano.
—¿Quieres decir que lo aflojaron a propósito?
—Oh, sí, lo aflojaron a propósito. Dos veces. La primera vez, la policía echó un vistazo, pero dijeron que debía de ser una broma que alguien me había gastado. La segunda vez, ni siquiera se molestaron en enviar a nadie. Al policía que contestó al teléfono le pareció divertido.
—A mí no me suena divertido.
—Gracias.
—Sé que ya te lo he preguntado, pero…
—La respuesta es sí, estoy segura de que es Robby. Y no, no tengo ninguna prueba. Pero ¿quién más podría ser?
Sonó el timbre: un complejo tono musical.
—Oh, vaya. Fue idea de mi madre. Me lo regaló cuando me mudé aquí. No le gustaba nada el timbre que había antes. Un segundo. —Kim salió de la habitación hacia la puerta de la calle.
Regresó al cabo de un minuto con una caja grande de pizza y dos latas de Coca-Cola light.
—Buena sincronización. Las he pedido desde el móvil de camino aquí. Pensé que íbamos a necesitar algo de comer. ¿Te parece bien la pizza?
—La pizza está bien.
Kim puso la caja sobre la mesita de café, la abrió y arrastró uno de los sillones ligeros hacia la mesa. Gurney se sentó en el sofá.
—Está bien —dijo la chica, después de que cada uno se comiera una porción de pizza y bebiera un trago de refresco—. ¿Por dónde quieres empezar?
—Tuviste esta idea de hablar con las familias de las víctimas de asesinato, así que supongo que lo primero que tuviste que hacer fue averiguar qué asesinatos escoger.
—Exacto. —Ella lo estaba mirando fijamente.
—No hay escasez de casos de homicidio. Aunque te limites al estado de Nueva York y a un solo año, tendrías cientos para elegir.
—Exacto.
Gurney se inclinó hacia delante.
—Pues dime, ¿cómo elegiste? ¿Cuáles fueron los criterios?
—Los criterios fueron cambiando. Al principio, quería todos los tipos de víctimas, todos los tipos de homicidios, todos los tipos de familias, diferentes orígenes raciales y étnicos, diferentes periodos entre el tiempo en que se cometió el delito y el presente. ¡Variedad total! Pero el doctor Wilson no dejaba de decirme: «Simplifica, simplifica. Reduce las variables —me decía—, busca un gancho, algo que sea fácil de entender para el espectador. Cuanto más cierras el foco, más nítida es la imagen». Después de que me lo dijera al menos una docena de veces, lo entendí. Todo empezó a conectar, a encajar. Y después de eso, fue como: ¡claro! ¡Eso es! ¡Ya sé exactamente lo que voy a hacer!
Al escucharla, Gurney se sintió extrañamente conmovido por su entusiasmo.
—Entonces, ¿cuáles fueron los criterios finales?
—Hice casi todo lo que dijo Wilson: reducir las variables; cerrar el foco; encontrar un gancho. Una vez que empecé a pensar de esa manera, la respuesta simplemente se materializó. Vi que podía centrar todo el proyecto en las víctimas del Buen Pastor.
—¿El hombre que disparaba a conductores de Mercedes, ese caso de hace ocho o nueve años?
—Diez. Hace justo diez años. Todos sus crímenes ocurrieron en la primavera del año 2000.
Gurney se recostó en el sofá, asintiendo con la cabeza, pensativo, recordando la infausta serie de seis asesinatos que logró que la mitad de la población del noreste tuviera miedo de conducir por la noche.
—Muy interesante. Así que la naturaleza del suceso desencadenante es la misma en los seis casos, el tiempo transcurrido desde el crimen hasta el presente es el mismo, el mismo asesino, el mismo nivel de atención investigadora.
—¡Exacto! Y el mismo fracaso en llevar al asesino ante la justicia: la misma falta de cierre, la misma herida abierta. Esto hace que el caso del Buen Pastor sea una herramienta perfecta para examinar cómo diferentes familias reaccionan a lo largo del tiempo a la misma catástrofe, la forma en que conviven con la pérdida, el modo en que se enfrentan a la injusticia, las consecuencias para ellos, especialmente en el caso de los hijos. Resultados diferentes para una misma tragedia.
Kim se levantó y se dirigió al archivador que estaba situado junto a la mesa-escritorio. Sacó una carpeta azul brillante y se la entregó a Gurney. En la tapa había una etiqueta en negrita que decía: «Los huérfanos del crimen, propuesta de documental de Kim Corazon».
Tal vez porque se dio cuenta de que la mirada de Gurney se fijaba en el Corazon, Kim dijo: —¿Creías que me apellidaba Clarke?
Gurney volvió a pensar en el momento en que Connie lo entrevistó para el artículo de la revista de Nueva York.
—Creo que Clarke fue el único apellido que oí mencionar.
—Clarke es el apellido de soltera de Connie. Lo recuperó cuando se divorció de mi padre, cuando yo era todavía una niña. El apellido de mi padre era…, es… Corazon. Y el mío también.
Parecía haber un resentimiento evidente bajo sus palabras. Se preguntó si esa era la causa de que evitara referirse a Connie como «mamá» o «mi madre».
Gurney no tenía ganas de hurgar en esa herida. Abrió la carpeta y vio que contenía un documento grueso, de más de cincuenta páginas. La portada repetía el título. En la segunda página estaba el índice: concepto; descripción del documental; estilo y metodología; criterios de selección de casos; víctimas de homicidio del Buen Pastor y circunstancias; entrevistados potenciales; resúmenes de contactos y estado; transcripciones de las entrevistas iniciales; EBPMDI (apéndice).
Repasó una vez más el índice, más despacio.
—¿Tú has escrito esto? ¿Lo has organizado de esta manera?
—Sí. ¿Hay algún problema?
—No, en absoluto.
—Entonces, ¿qué pasa?
—Antes mostraste mucha pasión al hablar de todo esto. La organización muestra una buena dosis de lógica.
Lo que estaba pensando era que la pasión de Kim le recordaba a Madeleine, y su lógica le recordaba a sí mismo.
—Esto parece algo que yo podría haber escrito.
La chica le dirigió una mirada maliciosa.
—Supongo que eso es un cumplido.
Gurney rio ruidosamente por primera vez ese día, tal vez por primera vez ese mes. Después de una pausa, volvió a mirar el último elemento del índice.
—Supongo que EBP significa «El Buen Pastor». ¿Qué significa MDI?
—Oh, eso era el titular de la explicación de veinte páginas que envió a los medios y la policía: «memorando de intenciones».
Gurney asintió.
—Ahora lo recuerdo. Los medios empezaron a llamarlo «un manifiesto», la misma etiqueta que le pusieron al documento de Unabomber cinco años antes.
Esta vez fue Kim la que asintió.
—Y eso nos lleva a una de las preguntas que quería hacerte, sobre toda la cuestión de los asesinatos en serie. Me parece confuso. A ver, Unabomber y el Buen Pastor no parecen tener mucho en común con Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, o con esos monstruos a los que detuviste, como Peter Piggert o Satanic Santa, que enviaba trozos de sus víctimas a los policías locales. Uf. Esa clase de comportamiento ni siquiera es humano. —Un visible temblor le recorrió el cuerpo. Se frotó los brazos con energía para entrar en calor.
Procedente de algún lugar del cielo gris de Siracusa, Gurney oyó el ruido característico del rotor de un helicóptero, cada vez más alto, luego más tenue y, por último, disolviéndose en el silencio.
—Algunos sociólogos se enfadarían conmigo por esto —dijo Gurney—, pero todo el concepto de asesino en serie, como mucha de la terminología del campo, tiene fronteras difusas. A veces creo que estos «científicos» son solo un puñado de gente autoconsagrada a la que le encanta poner etiquetas, y resulta que han logrado formar un club que da mucho dinero. Llevan a cabo investigaciones cuestionables, agrupan conductas o características similares en un «síndrome», le ponen un nombre que suene científico y luego ofrecen cursos de doctorado para que cabezas huecas que piensan como ellos memoricen las etiquetas, pasen un examen y se unan al club.
La chica lo miró con cierta sorpresa.
Consciente de que estaba quedando como un cascarrabias, y que eso probablemente tenía tanto que ver con su mal humor como con el estado de la criminología, cambió de rumbo.
—La respuesta corta a tu pregunta es que, desde el punto de vista del motivo aparente, no parece haber mucho en común entre un caníbal que se excitaba con el poder y el control, y un tipo que asegura estar corrigiendo males sociales. Pero podría haber una conexión mayor de la que crees.
Kim tenía los ojos como platos.
—¿Te refieres a que los dos matan gente? ¿Crees que solo se trata de eso y que no importa el aspecto superficial del motivo?
A Gurney le sorprendió su energía, su intensidad. Le hizo sonreír.
—Unabomber dijo que estaba tratando de eliminar los efectos destructivos de la tecnología en el mundo. El Buen Pastor, si no recuerdo mal, dijo que estaba tratando de acabar con los efectos destructivos de la codicia. Y, aun así, a pesar de la aparente inteligencia en sus declaraciones escritas, ambos eligieron una ruta contraproducente para sus objetivos declarados. Matar gente nunca podía hacerles lograr lo que decían que querían conseguir. Solo hay una forma de que esa ruta tenga sentido.
En la cabeza de Kim las ideas parecían agolparse de un modo casi visible.
—Te refieres a que la ruta era realmente el objetivo.
—Exacto. Solemos verlo al revés: el medio y el fin. Las acciones de Unabomber y el Buen Pastor tienen perfecto sentido si partimos de la hipótesis de que el asesinato en sí era el objetivo real, la recompensa emocional, mientras que los llamados «manifiestos» eran las justificaciones que los permitían.
Kim pestañeó. Daba la impresión de que estaba tratando de calibrar las implicaciones que aquella idea podía tener para su proyecto.
—Pero ¿qué significaría eso… desde el punto de vista de la víctima?
—Desde el punto de vista de la víctima, no significaría nada. Para la víctima, el motivo es irrelevante. Sobre todo cuando no existe contacto personal anterior entre la víctima y el asesino. En una carretera oscura, desde un coche anónimo que pasa, una bala en la cabeza es una bala en la cabeza, al margen del motivo.
—¿Y las familias?
—Ah, las familias. Bueno…
Gurney cerró los ojos, rememorando lentamente una conversación triste tras otra. Muchas conversaciones a lo largo de años, décadas. Padres. Esposas. Amantes. Hijos. Caras de estupefacción. Incredulidad ante la terrible noticia. Preguntas desesperadas. Gritos. Quejidos. Gemidos. Rabia. Acusaciones. Amenazas disparatadas. Puños golpeando las paredes. Miradas de borracho. Miradas vacías. Personas mayores gimoteando como niños. Un hombre tambaleándose hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo. Y lo peor de todo, los que no reaccionaban. Rostros pétreos, miradas sin vida. Sin comprender, sin habla, sin emoción. Dándose la vuelta, encendiendo un cigarrillo.
—Bueno… —continuó al cabo de un rato—, siempre he sentido que lo mejor es la verdad. Así que supongo que comprender un poco mejor por qué mataron a alguien al que querían podría ser preferible para los familiares que sobreviven. Pero, recuerda, no estoy diciendo que sepa por qué Unabomber o el Buen Pastor hicieron lo que hicieron. Probablemente ellos mismos desconocen la razón última de su comportamiento. Solo sé que no se trata de la razón que esgrimieron.
Kim lo miró por encima de la mesita de café. Parecía a punto de plantear otra pregunta; ya estaba empezando a abrir la boca, cuando un ligero golpe en algún lugar de la pared superior de la casa la detuvo. Se sentó rígida, escuchando.
—¿Qué crees que ha sido eso? —preguntó después de unos segundos, señalando hacia la fuente del sonido.
—Ni idea. ¿Tal vez un golpe en una cañería de agua caliente?
—¿Es así como sonaría?
Gurney se encogió de hombros.
—¿Qué crees que es?
Cuando Kim no respondió, él preguntó:
—¿Quién vive arriba?
—Nadie. Al menos, se supone que no vive nadie. Los desahuciaron, luego volvieron, la policía entró en el apartamento y los detuvo a todos, traficantes cabezotas. Aunque probablemente ya han salido. En fin, ¿quién demonios lo sabe? Esta ciudad es un asco.
—Entonces, ¿el piso de arriba está vacío?
—Sí, supuestamente. —Kim miró la mesita de café, centrándose en la caja de pizza abierta—. Uf, tiene un aspecto horrible. ¿La recaliento?
—Por mí, no.
Gurney estuvo a punto de decir que era hora de irse, pero se dio cuenta de que no llevaba mucho rato allí. Tenía esa tendencia inherente, y estaba empeorando en los últimos seis meses: deseaba reducir el tiempo que pasaba con otras personas.
Levantó la carpeta azul.
—No estoy seguro de que pueda revisar todo esto ahora mismo —dijo—. Parece muy detallado.
Como una nube pasajera en un día de sol, la expresión de decepción en Kim vino y se fue.
—¿A lo mejor esta noche? Quiero decir que te lo puedes llevar y mirarlo cuando tengas tiempo.
La reacción de Kim casi lo «conmovió». Esa era la única palabra para definir cómo se sentía, la misma que se le había ocurrido antes, cuando ella le estaba hablando de cómo decidió cerrar el foco para reducir su documental a los asesinatos del Buen Pastor. Pensó que conocía la causa de esa sensación.
Se trataba del compromiso entusiasta de Kim, de su energía, su esperanza, su espíritu joven y decidido. Y el hecho de que estaba haciendo todo sola. Sola en una casa insegura, en un barrio desolado, perseguida por un acosador mezquino. Sospechaba que era esa combinación de determinación y vulnerabilidad lo que estaba removiendo su instinto paterno atrofiado.