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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga

Deja en paz al diablo (8 page)

BOOK: Deja en paz al diablo
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Tras explicárselo todo, incluido que Kim le había contratado para que la acompañase a dos reuniones al día siguiente, examinó el rostro de su mujer, en busca de una reacción. Sin embargo, ella cambió de tema.

—Yo también he tenido un día bastante duro.

Se inclinó hacia delante mientras hablaba, con los codos en la mesa y las palmas de las manos juntas delante de la cara, apoyando la barbilla en los pulgares. Cerró los ojos y, durante lo que pareció un momento muy largo, no dijo nada.

Por fin abrió los ojos, puso las manos en el regazo y enderezó la espalda.

—¿Te acuerdas de que alguna vez te he hablado del matemático?

—Vagamente.

—¿El profesor de matemáticas que era paciente de la clínica?

—Ah, sí.

—Nos lo derivaron tras haber sido arrestado por segunda vez por conducir bajo los efectos del alcohol. Tuvo una serie de problemas profesionales, hasta que se quedó sin trabajo. Un divorcio desagradable, perdió la relación con sus hijos, tuvo problemas con los vecinos. Perspectivas nada halagüeñas, problemas de sueño, obsesionado con los aspectos negativos de cada situación en la que estaba involucrado. Una mente brillante, pero atrapado en una espiral descendente de depresión. Venía a tres sesiones de grupo por semana, además de asistir a una sesión individual. Por lo general estaba dispuesto a hablar. O quizá debería decir que estaba dispuesto a quejarse, a culpar a todos de todo. Pero nunca estaba dispuesto a hacer nada. Ni siquiera quería dejar la casa, a menos que fuera por mandato judicial. No aceptaba tomar medicación antidepresiva, porque eso implicaría aceptar el hecho de que su propia química mental podría formar parte del resto de sus problemas. Casi tenía gracia. Estaba decidido a hacerlo todo a su manera, y su manera era no hacer nada. —Sonrió con aire sombrío y miró por la ventana.

—¿Qué ocurrió?

—Anoche se pegó un tiro.

Se sentaron en silencio a la mesa durante un buen rato, mirando más allá de las colinas desde los ángulos cruzados de sus respectivas sillas. Gurney se sentía extrañamente separado del tiempo y del espacio.

—Así pues —dijo Madeleine, volviéndose hacia él—, la pequeña dama quiere contratarte. ¿Y lo único que has de hacer es seguirla y decirle cómo crees que lo está haciendo?

—Eso dice.

—¿Te estás preguntando si podría haber más?

—A juzgar por el día de hoy, podría haber bastantes más cosas ocultas, giros inesperados.

Madeleine le lanzó una de sus características miradas, largas y pensativas. Dave las sentía como exploraciones de su alma. Al final, con un esfuerzo evidente, dibujó una sonrisa brillante.

—Contigo no creo que queden ocultas mucho tiempo.

6. Vueltas y giros

Al ponerse el sol compartieron una cena tranquila de sopa de boniato y ensalada de espinacas. Después, Madeleine encendió un pequeño fuego en la vieja estufa de leña del fondo del salón y se acomodó en su silla favorita con un libro,
Guerra y paz
, un tomo que había estado leyendo de manera intermitente desde hacía casi un año.

Dave se fijó en que su mujer no se había molestado en coger sus gafas de lectura y en que el libro descansaba cerrado en su regazo. Sintió la necesidad de decir algo.

—¿Cuándo te has enterado del…?

—¿Del suicidio? A última hora de esta mañana.

—¿Ha llamado alguien?

—El director. Quería que todo el mundo que hubiera tenido contacto con él acudiera a una reunión. Aparentemente se trataba de compartir información y absorber el impacto. Eso, por supuesto, es absurdo. Era todo una cuestión de cubrirse las espaldas, controlar daños, como quieras llamarlo.

—¿Cuánto ha durado la reunión?

—No lo sé. ¿Qué importancia puede tener eso?

No contestó, en realidad no tenía respuesta, ni siquiera sabía por qué lo había preguntado. Madeleine abrió el libro por una página cualquiera y lo miró.

Al cabo de un minuto o dos, Gurney cogió la carpeta con el proyecto de Kim y se la llevó a la mesa. Pasó las secciones tituladas «Concepto» y «Descripción del documental» y examinó rápidamente la sección «Estilo y método». Se detuvo para leer con más atención una frase que Kim había subrayado:

Las entrevistas examinarán los efectos duraderos de los asesinatos, y explorarán en profundidad todas las formas en que se alteraron las vidas de las familias, en particular las de los hijos.

Leyó por encima varias secciones más. Se detuvo un poco más en una que se titulaba «Resúmenes de contacto y estado». La sección estaba organizada según la secuencia de los seis crímenes del Buen Pastor. La información se presentaba en forma de hoja apaisada con columnas, bajo tres encabezamientos: «Víctimas atacadas», «Miembros de la familia disponibles», «Actitud actual respecto a la participación».

Se fijó en la lista de víctimas: Bruno y Carmella Villani, Carl Rotker, Ian Sterne, Sharon Stone, Dr. James Brewster, Harold Blum. Después del nombre de Carmella Villani había un asterisco cuyo pie de nota correspondiente decía: «Sobrevivió a un traumatismo craneal masivo, permanece en coma vegetativo persistente».

Se saltó la segunda columna, que proporcionaba una lista detallada de familiares (con sus localizaciones, situaciones vitales, edades y descripciones personales), y miró los resúmenes de la tercera columna y sus «actitudes actuales».

De la viuda de Harold Blum se decía que se mostraba «plenamente cooperativa, agradecida por el interés mostrado. Es profundamente emocional, todavía llora cuando se habla del tema».

Describía al hijo del doctor Brewster como «insultante hacia el recuerdo de su padre, con abierta simpatía con la filosofía de EBP, obsesionado con los males del materialismo».

El hijo de Ian Sterne, empresario dentista, era «discreto, reacio a la participación, preocupado por los efectos emocionalmente perturbadores del proyecto, escéptico de las intenciones de RAM TV, crítico con el sensacionalismo implacable de la cobertura original del caso».

El hijo de la agente inmobiliaria Sharon Stone «expresó gran entusiasmo por el proyecto, habló con ansiedad de las virtudes de su madre, del horror de su muerte, del efecto devastador en su propia vida, de la intolerable injusticia de la huida del asesino».

Había más familiares y más descripciones de estado, y a continuación las transcripciones de dos entrevistas —con Jimi Brewster y con Ruth Blum— y una copia de veinte páginas del «Memorando de intenciones del Buen Pastor». Cuando Gurney estaba a punto de apartar la carpeta, se fijó en que había una página final que no se había mencionado en el índice, una página titulada «Contactos de información de fondo».

Vio tres nombres, con direcciones de correo electrónico y con sus respectivos números de teléfono: el agente especial al mando Matthew Trout, el investigador jefe retirado de la policía del estado de Nueva York Max Clinter, y el investigador jefe de la policía del estado de Nueva York Jack Hardwick.

Miró con sorpresa al tercer nombre. Hardwick era un detective muy listo y cáustico con el que había tenido una relación compleja: sus caminos se habían cruzado en circunstancias singulares y difíciles.

Gurney se dirigió al teléfono para llamar a Kim. Quería hablar con Hardwick, pero antes de hacerlo deseaba descubrir por qué ella lo tenía como fuente de información.

—¿Dave? —contestó Kim de inmediato.

—Sí.

—Iba a llamarte. —Su voz sonaba más tensa que complacida—. Tu conversación con Schiff ha removido las cosas.

—¿Cómo?

—Ha venido a mi apartamento, supongo que justo después de que hablaras con él. Quería ver todo lo que me habías contado. Parecía cabreado de verdad porque había limpiado el suelo de la cocina. Bueno, lástima. ¿Cómo iba a saber que iba a venir? Dijo que un tipo de recogida de pruebas regresaría esta misma noche para examinar el sótano. Supongo que está bien que no me haya atrevido a limpiar la escalera. Uf, me da escalofríos de pensarlo. Y sigue insistiendo en poner esas siniestras pequeñas cámaras espía en todo el apartamento.

—¿Es verdad que antes las rechazaste?

—¿Dijo eso?

—También dijo que mandó al laboratorio restos de la mancha de sangre del cuarto de baño.

—¿Y?

—Por lo que me dijiste, creí que no había hecho prácticamente nada.

Kim hizo una pausa antes de responder.

—No es tanto lo que hizo o dejó de hacer. El problema era su actitud. Era penosa. No podría importarle menos.

Aunque la respuesta no le satisfizo, decidió dejarlo de lado, al menos por el momento.

—Kim, estoy mirando las fuentes de información que enumeras en la página final del documento. Me ha llamado la atención la presencia de un detective cuyo nombre es Hardwick. ¿Cómo es que está implicado en esto?

—¿Lo conoces? —Su voz sonó alerta.

—Sí.

—Bueno…, cuando empecé a investigar el caso del Buen Pastor hace unos meses, reuní los nombres de la gente de los cuerpos policiales que se mencionaban en las noticias de hace diez años. Uno de los primeros crímenes ocurrió en la jurisdicción de Hardwick. Él fue uno de los investigadores de la policía estatal que participó temporalmente.

—¿Temporalmente?

—Todo cambió después del tercer fin de semana. Creo que fue cuando se produjo uno de los crímenes más allá de la frontera de Massachusetts. A partir de entonces el FBI tomó las riendas de la investigación.

—¿El agente especial al mando Matthew Trout?

—Sí, Trout. Un capullo obsesionado por el control.

—¿Has hablado con él?

—Me dijo que me leyera los comunicados de prensa emitidos por el FBI en su momento; luego me pidió que presentara mis preguntas por escrito; después se negó a contestar ni una sola de ellas. Si a eso lo llamas hablar con él, entonces supongo que lo hice. ¡Imbécil!

Gurney sonrió para sus adentros. Bienvenida al FBI.

—Pero ¿Hardwick quiso hablar contigo?

—Al principio no mucho. Después descubrió que Trout estaba tratando de controlar el flujo de información. Entonces pareció encantado de hacer cualquier cosa que molestara a Trout.

—Ese es Jack. Solía decir que FBI significaba: Federación de Burócratas Idiotas.

—Todavía lo dice.

—Entonces, ¿por qué está Trout en tu lista de fuentes de información, si se niega a proporcionarla?

—Eso es más para la gente de RAM. Puede que Trout no quiera hablar conmigo, pero Rudy Getz es diferente. Te asombraría ver quién le devuelve las llamadas y con qué rapidez.

—Interesante. ¿Y el tercer nombre, Max Clinter?

—Max Clinter. Bueno. ¿Por dónde empezar? ¿Sabes algo de él?

—El nombre me suena vagamente, pero no lo sitúo.

—Clinter era el detective fuera de servicio que quedó enredado en el último asesinato del Buen Pastor.

Gurney recuperó el recuerdo de los relatos periodísticos.

—¿Era el tipo que estaba en su coche con la estudiante de Bellas Artes…, borracho como una cuba…, disparó por la ventana…, rozó a un tipo que iba en una motocicleta…? Lo culparon de que el Buen Pastor escapara, ¿no?

—Sí.

—¿Es una de tus fuentes?

—Acepto lo que sea de quien sea. —Kim pareció ponerse a la defensiva—. El problema es que casi todos los involucrados en el caso remiten todas las preguntas a Trout, que es como echarlas a un agujero negro.

—Entonces, ¿qué has logrado descubrir de Clinter?

—No es una pregunta fácil. Es un hombre extraño, con muchas cosas en la cabeza. No estoy segura de entenderlo bien. Quizá podríamos hablar mañana en el coche. No me he dado cuenta de lo tarde que se estaba haciendo y he de ducharme.

Aunque Gurney no la creyó, no dijo nada. Estaba ansioso por hablar con Jack Hardwick.

Cuando lo llamó, le saltó el buzón de voz y le dejó un mensaje.

Ya casi era noche cerrada. En lugar de encender la luz en el estudio, Gurney cogió la carpeta del proyecto de Kim y se la llevó a la mesa de la cocina. Madeleine todavía estaba sentada en el sillón, junto a la estufa, que proyectaba un brillo intermitente en el fondo de la sala.
Guerra y paz
había pasado de su regazo a la mesita de café que tenía delante y ella estaba haciendo punto.

—Bueno, ¿has descubierto ya de dónde salió esa flecha? —preguntó, sin levantar la mirada.

Dave miró el aparador. Allí estaba el asta de grafito negro y el emplumado rojo. Algo en esa imagen le mareó un poco.

A continuación, como si la sensación hubiera sido el anuncio de un recuerdo a punto de aflorar, se acordó de algo que le ocurrió cuando era niño y vivía en el apartamento de sus padres, en el Bronx. Tenía trece años. Fuera estaba oscuro. Su padre, o se había quedado trabajando hasta tarde, o estaba bebiendo. Su madre estaba en una de sus clases de baile de salón, en un estudio de Manhattan, una manía absorbente que había desplazado su antigua obsesión por la pintura a dedo. Su abuela permanecía en el dormitorio, murmurando al tiempo que pasaba las cuentas de su rosario. Él estaba en el dormitorio de su madre, que era exclusivamente de ella desde que su marido había empezado a dormir en el sofá del salón y a guardar la ropa en un armario del pasillo.

Dave abrió una de las dos ventanas. El aire era frío y olía a nieve. Tenía un arco de madera de verdad, no un juguete. Se lo había comprado con dinero ahorrado de dos años de pagas semanales. Soñaba con salir a cazar en un bosque, lejos del Bronx. Estaba de pie delante de la ventana de guillotina notando el aire frío en la cara. Puso una flecha escarlata en la cuerda de su arco y, guiado por una extraña excitación, lo levantó hacia el cielo negro, que veía por esa ventana del sexto piso. Tensó la cuerda y lanzó la flecha hacia la noche. Aguzó el oído. Un miedo repentino le atenazó el corazón. Esperó el sonido del impacto —un zas en el techo de uno de los edificios bajos del barrio, o un ruido metálico en la parte de arriba de un coche aparcado, o un agudo sonido en una acera—, pero no oyó nada. Nada en absoluto.

El inesperado silencio empezó a aterrorizarlo.

Imaginó lo silenciosa que sería una flecha afilada clavándose en una persona.

Durante el resto de la noche, consideró las posibles consecuencias, que lo asustaron muchísimo. Sin embargo, lo que más de treinta y cinco años después lo atormentaba era una pregunta que no había podido responderse desde entonces: ¿por qué?

¿Por qué lo había hecho? ¿Qué lo había poseído para hacer algo tan imprudente, tan carente de cualquier recompensa racional, tan cargado de peligro vano?

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