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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (14 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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—¿Tiene algún asunto que atender allí?

—¿Asunto? —La sonrisa se le borró de los labios—. Sí, supongo que se le puede llamar asunto.

—¿En esa casa? —El taxista manifestó su incredulidad de un modo ruidoso—. ¿En la calle Barry? Señor capitán, me resulta usted curioso.

—Es una cualidad mía —murmuró Bevan—. Voy por el mundo causando curiosidad a la gente.

El taxista le echó otra mirada.

—Será mejor que mire por dónde conduce —le sugirió Bevan mansamente—. O los dos acabaremos tragándonos el cristal del coche de delante.

Se detuvieron en una intersección. Delante había una larga fila de vehículos. El taxista se giró en el asiento, se encaró a Bevan e inquirió:

—¿Le importa si le hago una pregunta?

—En absoluto. —La sonrisa de Bevan era amable y amistosa—. ¿Qué quiere saber?

—¿Por qué va a Winnie’s Place?

—Es una pregunta fácil. Voy a beber ron.

—¿Pero por qué ahí?

—Porque me gusta.

—¿El ron? Señor capitán, el ron es igual en todas partes. Se consigue ron en cualquier lugar. Yo quiero saber por qué prefiere el bar de Winnie.

—Tal vez sea el decorado —repuso Bevan encogiéndose de hombros.

—¿El qué?

—Nada. Olvídelo.

—La calle Barry es una zona mala. Muy mala, señor capitán. Tiene mala fama por los escándalos. No se la recomiendo a los turistas.

—No soy turista. De veras.

—¿Y qué es entonces?

—Soy el señor capitán. Capitán de un barco que anda por ahí dando vueltas. Da vueltas y vueltas hasta perderse.

—No entiendo.

—Yo tampoco —repuso Bevan sonriéndole al taxista.

El jamaicano frunció el ceño y comentó:

—No es justo que bromee conmigo.

—No es broma. Puede usted apostar la vida.

—Vea usted, señor capitán —dijo el taxista un poco más apaciguado—, le aviso por su propio bien. Vivo en esta ciudad de toda la vida y sé lo que pasa. Le digo con toda seriedad, que se arriesga mucho si va a la calle Barry. Si puedo convencerlo.

—Creo que no puede —lo interrumpió Bevan en voz baja.

—Escúcheme, señor capitán. Por favor, escúcheme…

—¿Quiere venderme una carrera más larga?

—Créame, señor capitán, no es eso. Sólo trato de avisarle. Cuando esté en la calle Barry, encontrará toda clase de problemas. Winnie’s Place es un local muy peligroso. Le daré un dato para que vea usted. Anoche asesinaron a un tipo en ese local.

—¿De veras?

—De veras, y fue muy tremendo. Lo encontraron en el callejón, fuera del bar. Le habían cortado el cogote.

—Qué pena —murmuró Bevan. Señaló hacia el parabrisas por el que se veía que el tránsito avanzaba—. Ya podemos continuar.

El taxista se giró y miró el volante. El coche dio una sacudida cuando el conductor soltó el embrague bruscamente. Dio otra sacudida en segunda, pero después, el taxista logró que marchase suavemente y por unos instantes se concentró en su tarea. Poco después, volvió a girar la cabeza y dijo:

—Más muerto que una piedra y con el cogote lleno de cortes. Una forma horrible de morir, ¿no le parece?

—Sí, el que lo hizo debería…

—Lo han agarrado —le informó el taxista.

—¿A quién? —inquirió Bevan poniéndose ligeramente rígido.

—Al hombre que lo hizo.

El taxi abandonó la calle Harbour y giró por Duke, en dirección norte, hacia Barry.

Bevan lanzó el cigarrillo a medio quemar por la ventanilla. Estaba sentado muy rígido en el borde del asiento. No decía nada.

—Lo agarraron esta mañana, señor capitán. Fueron a su casa y lo encontraron en la cama durmiendo. Me da qué pensar. No entiendo cómo un hombre puede dormir después de hacer algo así.

Bevan tenía las manos firmemente entrelazadas sobre el regazo. Se miró los pulgares.

—El tipo protestó, dijo que era inocente. Pero no es inocente. Tiene muy mala entraña desde hace mucho tiempo. Es un camorrista desde que era chico. Lo mandaron al correccional, pero no hubo quien lo corrigiera, salió más malo que nunca, por eso lo metieron en la cárcel. Una forma de tirar el dinero de los que pagamos impuestos. Fue muchas veces a la cárcel, y salía siempre más malo, con peor entraña que antes. Pero esta vez se ha pasado. Le pondrán la soga al cuello y ahí se le terminará todo.

—¿Están seguros de que cogieron al hombre correcto? —inquirió Bevan con un murmullo apenas audible.

—No hay ninguna duda. Las pruebas son muy claras. La víctima era su enemigo. Le debía dinero de unas apuestas y no le quería pagar.

—¿Y cuánto le debía?

—Dicen que una libra y dos chelines.

—Más o menos unos tres dólares.

—Tres dólares y ocho céntimos —aclaró el taxista.

—No es mucho.

—¿Le parece?

—De ahí a cortarle la garganta a alguien.

El taxista lanzó una seca carcajada.

—¿He dicho algo gracioso?

—Muy gracioso —repuso el taxista—. Capitán, usted no entiende la economía de esta isla.

—No me venga con economía. Cuénteme algo más del hombre que arrestaron.

—¿Por qué quiere saber más? —El taxista le lanzó una mirada por encima del hombro—. ¿A qué viene tanto interés?

Bevan no le contestó. Y en voz alta dijo más bien para sí:

—El móvil no es suficiente. Necesitan pruebas.

—Las tienen.

—¿Cómo lo sabe? —Bevan hablaba en voz más alta—. ¿Cómo es que está tan enterado?

—Estaba ahí cuando encerraron al tipo. Pasaba delante de la comisaría de policía, en la calle Queen, y vi a toda la gente amontonada. Había mucha gente y un follón de cuidado. Fue emocionante cuando el tipo hizo el intento.

—¿Qué intento?

—El tipo intentó escaparse.

—¿Y por qué? —Nuevamente fue como si Bevan hablara consigo mismo—. ¿Por qué haría una cosa así?

—Era su única oportunidad. Sabía que en el tribunal no tendría oportunidad.

—Pero si puede probar… —Entonces Bevan se dio cuenta de que no sabía cómo continuar.

—No puede probar nada —le dijo el taxista—. El tribunal es el que se encarga de probarlo todo. Lo primero que harán es decirle al jurado qué mala entraña es el tipo ese, y la larga lista de crímenes que cometió y las veces que estuvo en la cárcel. Llevarán testigos que relatarán cuántas veces amenazó a la víctima, y si me llaman a mí, les diré lo de aquella vez en que los oí discutir y que este tipo le dijo al muerto: «O me pagas lo que me debes o un día de estos tu mujer se queda viuda». Son las palabras exactas que le oí decir. Entonces el fiscal llevará a sus testigos, los que vieron el…

—¿Los que vieron qué?

—El follón que tuvo lugar ayer noche en el local de Winnie. Hubo una pelea entre los clientes y lo rompieron todo; reventaron botellas, mesas, sillas, y muchos de los hombres están muy malheridos. Me lo contó un tipo que estuvo ahí. Dice que al hombre que después murió en el callejón lo mató este asesino, y que antes intentó reventarle los sesos con la pata de una mesa, y después le tiró una silla a la cabeza, y después sacó un cuchillo y se lo lanzó pero falló. Entonces, el asesino salió de Winnie’s Place y esperó en el callejón. Como verá usted, ya no tenía el cuchillo, necesitaba otro instrumento. Por eso usó una botella rota. Me contaron que la víctima murió porque le clavaron una botella rota en el cogote. Le encontraron pedazos de vidrio en la carne, por eso saben que fue con una botella rota. Claro que el asesino no quería que encontrasen la botella, porque se verían sus huellas, por eso suponen que la escondió en alguna parte. Las pruebas se las van a dar los testigos. Hay muchos testigos y dirán lo que haga falta. El jurado tardará dos, quizá tres minutos en declararlo culpable, pero no más. Está hecho.

El taxi dejó la calle Duke para adentrarse en Barry, rumbo al este.

—¿Todavía quiere ir a Winnie’s Place? —inquirió el conductor.

—Sí —respondió Bevan, decidido.

—Muy bien, señor capitán. Pero me da qué pensar. No entiendo por qué insiste en ir a ese local.

Bevan no le contestó. Pensaba: «es fácil de entender. Es la antigua fábula del demonio asesino, arrastrado por una marea que no se sabe de dónde diablos viene, y que lo empuja a la escena del crimen».

9

«Lo sabías desde siempre —pensó—. Sabías que volverías para verlo otra vez, para revivirlo». Se encontraba de pie, en el caluroso callejón bañado por el sol, delante de Winnie’s Place, mirando la tierra gris oscuro que aparecía a través del asfalto destrozado. Notó que no había cubos de basura ni latas ni desperdicios, y supo que lo habían limpiado todo durante la operación de registro realizada a primeras horas de la mañana, en busca del arma homicida. «Pero no la necesitarán —se dijo.

»Sin duda, no les hará falta. Como ha dicho el taxista, ya han establecido el móvil, y tienen testigos que señalarán el acusado y con eso bastará, eso acabará con él.

»¿Y bien? ¿Entonces qué?

»¿Qué vas a hacer tú? ¿Te quedarás ahí parado?

»Lo único que puedes hacer es acudir a la policía a informarles de la verdad. Sí, creo que eso es lo que haremos.

»Porque es lo correcto, ¿no? ¿Porque es lo justo? ¿O porque te interesa que te tengan por un tipo que respeta la ley?

»No es eso. No es nada de eso.

»Simplemente es porque no tienes nada que perder. No te importa un pimiento. Lo máximo que pueden hacerte es partirte el cogote con una cuerda, y sería una salida tan buena como cualquier otra. La cuestión es que, como has estado jugando con la idea de quitarte de en medio, si te cuelgan, te estarán ahorrando la molestia.

»De acuerdo. De frente, ya. Veamos, nuestro amigo el taxista nos dio la dirección; dijo que la comisaría está en la calle Queen. Pues muy bien, ahora sigamos por la calle Barry hasta la primera intersección y giremos al norte, hacia Queen».

Pero no se movió.

«¿Y a qué viene tanta demora? —se preguntó—. La verdad es que no hay prisa, al menos no vendrá de unas horas. Si quieres, puedes quedarte ahí parado y darle vueltas al asunto, hasta pelearte con él.

»En definitiva, todo se reduce a un combate de boxeo. Estás sentado junto al cuadrilátero y los ves pelear. Con pantalón negro tenemos a Demonio Enmascarado, conocido también con el nombre de Alma Arruinada, que quiere acabar con todo. Con pantalón blanco, en muy malas condiciones y, sin duda, el que parte como perdedor, una acumulación de tejidos vivos que desea conservar la vida. El del pantalón blanco es un contrincante escurridizo. Esquiva los golpes como una anguila. Pero tarde o temprano perderá fuerza. Podría apostarlo. Digamos que siete contra uno.

»O tal vez no. Hablemos en plata. Mejor todavía, dejémonos de payasadas y pongamos manos a la obra. La cuestión está bien clara, ¿vamos a ver a los gendarmes o no vamos a ver a los gendarmes? Supongamos que vas a verlos y les cuentas que has sido tú. Dirás que llevaba una cachiporra.

»Y lo primero que te contestarán será lo que tú ya sabes, que no encontraron ninguna cachiporra. Lo cual nos conduce al señor Nathan Joyner. Te verás obligado a contarles el acuerdo al que llegaste con Joyner, aunque no creo que funcione. Estoy casi seguro de que no funcionará. Si citan a Joyner, no le sacarán prenda. Lo negará, y sería un idiota si no lo hiciera. Sería muy tonto si les diera pie para que lo acusaran de chantaje, y arriesgarse a que le caigan de dos a tres años, tal vez más. Creo que estamos de acuerdo en que no tiene sentido mencionar al amigo Nathan.

»Por lo tanto, la cuestión de la cachiporra se convierte en un punto extraño. De acuerdo, dejemos ese punto por el momento. El próximo punto de la lista es la botella rota. Querrán saber qué hiciste con ella. Otra vez la respuesta es Nathan. Por lo tanto, no tenemos respuesta. Te quedarás ahí sentado, mirándolos con cara de estúpido.

»A esta altura, en la habitación donde te estarán interrogando el aire se volverá irrespirable. Te harán muchas preguntas y cuando intentes contestarles, no encontrarás palabras.

»Pero no te meterán prisas. Serán muy considerados y amables. No eres un maleante al que han cazado. Eres un respetable ciudadano norteamericano, un turista de primera clase que se hospeda en el lujoso Hotel Laurel Rock. Eso elimina los tratamientos rudos. Sin embargo, preferiría el trato rudo a la amabilidad. Es la amabilidad la que te hace sentir ese lento ahogo. Tragas saliva, y uno de ellos saca un lápiz y apunta ese detalle.

»Otro se inclina hacia adelante y coloca las manos planas sobre el escritorio y con una amabilidad increíble te pregunta por qué huiste.

»Huyó usted de la escena del crimen, señor Bevan. Nos interesa saber por qué.

»No… no resulta fácil explicarlo.

»¿Qué quiere usted decir?

»Sin respuesta.

»¿Había estado bebiendo?

»Sí.

»¿Estaba borracho?

»No estoy seguro.

»¿Quiere decir que no lo recuerda?

»Supongo que es eso.

»¿Cómo regresó al hotel?

»Andando.

»Entonces no estaba borracho, señor Bevan. No estaba demasiado borracho como para saber adonde iba. Es evidente que fue capaz de tomar una decisión. Decidió huir de allí lo más rápidamente posible y regresar al hotel. ¿Es correcta mi suposición?

»Sí.

»Cuando llegó al Laurel Rock, ¿lo vieron entrar?

»No.

»Pero alguien tuvo que verlo. Siempre hay empleados en el vestíbulo. El recepcionista tiene una visión bien clara de la entrada principal. ¿O es que no utilizó usted la entrada principal?

»¿Puedo tomar un poco de agua?

»Claro que sí. Yo también beberé un poco. Hace mucho calor aquí, ¿no? Tendríamos que poner en marcha el ventilador. Pero lo hemos enviado a reparar. En fin, así son las cosas. Dígame, señor Bevan, ¿qué entrada utilizó?

»La lateral.

»¿En qué piso está su habitación?

»El tercero.

»¿Lo vio alguien subir a su habitación?

»No.

»¿Ni siquiera al ascensorista?

»No utilicé el ascensor.

»¿Por qué no?

»Sin respuesta.

»¿Por qué utilizó la entrada lateral? ¿Por qué utilizó las escaleras en lugar del ascensor?

»Sin respuesta.

»Tal vez yo pueda darle la respuesta, señor Bevan. No quería que lo vieran. ¿No es así?

»No sé que se propone.

»Lleva usted un bonito traje, señor Bevan. ¿Es el mismo que llevaba anoche?

»No.

»¿Podría ver el traje que llevaba anoche? Quiero decir, si fuéramos al hotel, ¿me lo enseñaría?

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