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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (11 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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«Supongo que es todo lo que hace falta —pensó—. Es tan fácil ser aceptado si uno se acepta a sí mismo. Si logras seguir así, por el camino que va hacia arriba, en vez del que va hacia abajo, tal vez logres salir a flote. O al menos mirarte al espejo y ver en él a un compañero en lugar de a un contrincante». Estaba dándole vueltas a esa idea cuando una mano se le posó ligeramente sobre el hombro.

Volvió la cabeza y levantó la vista. El hombre se quedó ahí, sonriéndole desde su altura. Era una sonrisa blanda. Muy blanda, casi gentil. Pero de repente su significado quedó claro y la percibió dura y terriblemente fría, como la transparencia real de un pastel de hielo.

Era jamaicano. Tenía la piel del color del tabaco. Era delgado, de estatura mediana y resultaba obvio que llevaba en las venas algo de sangre caucasiana, porque tenía el pelo lacio y la nariz fina, un tanto estrecha en la base. Los labios eran muy delgados y, en su conjunto, daba la impresión de seguir una dieta basada principalmente en las verduras. Hasta los ojos tenían el color verde profundo de las espinacas crudas.

Vestía ropas baratas, aunque pulcras. La camisa de algodón era inmaculada, y llevaba la corbata gris anudada con cuidado. El traje era de una mezcla de algodón y rayón, de color gris oscuro. Daba la impresión de haber sido planchado hacía poco, y probablemente en casa; las mangas y los pantalones llevaban las rayas afiladas como una cuchilla. En suma, su aspecto indicaba que se había vestido para lo que él consideraba una ocasión muy especial.

Sin dejar de mostrarle a Bevan aquella sonrisa blanda, le dijo con mucha suavidad:

—Discúlpeme. Usted es el señor…

Bevan se quedó callado.

—Me llamo Nathan Joyner.

—¿En qué puedo servirle?

El jamaicano se dirigió al otro lado de la mesa y preguntó:

—¿Puedo sentarme?

—Adelante.

Joyner se sentó y le preguntó:

—¿Me recuerda?

—No. Jamás lo había visto.

—Me vio anoche —le explicó Joyner.

Bevan se dijo que lo único que podía hacer era permanecer callado.

—En la calle Barry —dijo el jamaicano—. En Winnie’s Place.

Vale —pensó Bevan—. Date prisa y acaba de una vez.

—Tal vez debería expresarlo de otro modo —dijo Joyner—. Usted no se acuerda de haberme visto. Estaba un poco borracho.

El jamaicano tenía acento británico. Bevan se dijo: «Será empresario. Tal vez hizo algún curso de gestión empresarial en Cambridge o alguna buena facultad de Londres. Sea cual fuere la Facultad a la que haya ido, seguro que se ha graduado en promoción de ventas».

—Ahora no estoy borracho. Tengo la mente bien despejada.

—Espléndido —dijo Joyner—. Porque este asunto exige tener la mente despejada al máximo. —Se reclinó ligeramente hacia adelante—. Probablemente conozca el motivo que me ha traído aquí.

—No resulta difícil adivinarlo —repuso Bevan encogiéndose de hombros.

—No hace falta que lo adivine —le dijo Joyner—. Sabe que no estaría aquí de no haber visto lo que ocurrió en el callejón.

Se produjo un silencio que duró varios instantes.

—Lo vi desde la puerta —le dijo Joyner.

—¿Qué hacía usted en la puerta?

—Pues estar ahí y mirar.

—¿Sabía que intentaba robarme?

Joyner asintió.

—¿Por qué no intentó impedírselo? —inquirió Bevan.

—No era asunto mío. Tengo por norma no meterme en estas cosas.

—¿De veras? ¿Y cómo es que ahora sí se mete?

—Esto no es meterme. Simplemente estoy discutiendo el tema.

—De acuerdo, estoy dispuesto a discutirlo con usted. No hay ningún motivo para no hacerlo. ¿Quiere café?

—No, gracias —repuso Joyner. Se fijó en la taza vacía que Cora había dejado sobre la mesa y le lanzó a Bevan una mirada inquisitiva.

—Es de mi esposa —le dijo Bevan—. Subió a nuestra habitación a cambiarse de ropa, a ponerse unos pantalones. Nos vamos a navegar.

—Hace un bonito día para navegar.

—Sin duda, hace un día perfecto para navegar —reconoció Bevan—. A propósito, me llamo Bevan. James Bevan.

—Encantado de conocerle, señor Bevan.

Se sonrieron amablemente. Entonces, Bevan acentuó un poco la sonrisa y le preguntó:

—¿Cómo supo dónde encontrarme?

—Supuse que estaría en el Laurel Rock. La mayoría de los turistas vienen a este hotel.

Bevan echó un vistazo a las demás mesas. Estaban todas ocupadas y los camareros muy atareados.

—Muy buena temporada para el hotel.

—Así es, las habitaciones siempre se llenan en esta época del año —dijo Joyner—. Supongo que es el clima. ¿Le gusta el clima de la isla, señor Bevan?

—Mucho. Es estupendo.

—¿Cuánto tiempo se va a quedar?

—Unas semanas.

—Espero que disfrute de su estancia.

—Gracias, señor Joyner.

Volvieron a sonreírse y Joyner le dijo:

—Estoy seguro de que tendrá una agradable estancia. Es tan fácil divertirse en Jamaica. Es decir, cuando uno se hospeda en un buen hotel como el Laurel Rock.

Bevan se quedó callado.

—Es de veras un excelente hotel —continuó Joyner—. Claro que es sólo para quienes pueden pagarlo.

«Ahora me lo suelta —pensó Bevan—. Ahora me vendrá con lo de Dun and Bradstreet. O tal vez lo que pretende es mosquearme, inmovilizarme para que cuando me lo suelte, quede noqueado. En fin, sea lo que fuere, desearía que se dejase de rodeos y me lo dijera. Esto de esperar con el corazón en la boca es como observar al dentista cuando se dispone a usar el torno. Veamos si puedo darle un empujoncito».

Sin dejar de sonreírle al jamaicano, Bevan le dijo:

—Es una cuestión de suerte. Algunos la tienen y a otros les falta.

—Usted la tiene —dijo Joyner.

—En cierta medida —reconoció Bevan encogiéndose de hombros.

—¿Podría ser más concreto?

—¿Qué quiere, un informe financiero?

—Sería de utilidad —admitió Joyner. Y su sonrisa se diluyó un poco—. ¿Cuánto puede pagar?

—¿Por qué? ¿Qué me quiere vender?

—Un desliz de la memoria —repuso Joyner—. Estoy dispuesto a olvidar lo que vi anoche.

Bevan rió jovialmente, sin ruido.

—Está bien, Nathan. Quiere jugar a las damas, pues jugaremos a las damas. —Apoyó las manos en la mesa, se inclinó hacia adelante y agregó—: ¿Puede probar lo que vio?

Joyner asintió. Su cara carecía de expresión cuando le dijo:

—Tengo en mi poder una botella rota. Está manchada de sangre. Y por supuesto que tendrá sus huellas digitales.

—Muy bien, Nathan. Un punto a su favor. Pero hay un detalle: eso no significa nada. Si abre la boca y me cogen, les diré la verdad. Diré que el hombre intentó robarme.

—¿Cree usted que lo aceptarían?

—Claro que lo aceptarán. ¿Por qué no?

—Por varios motivos —repuso Joyner. Y volvió a sonreír. Sus ojos verdes espinaca se entrecerraron lentamente, como si desearan reducirlo todo a sombras; sus párpados cayeron como una cortina sobre el objeto viviente que estaba mirando.

Bevan sintió que aquella cortina caía sobre él. En realidad era como una cortina que cae, y, de repente, no tenía ninguna relación con Nathan Joyner, sino que era algo en su interior lo que la hacía caer. En la cortina había unas palabras impresas, las mismas que había visto en las vallas que aparecían en la oscuridad de sus sueños agitados. Y volvió a leer el anuncio: «Este hombre destruyó a un ser humano y no fue por accidente, no le creáis cuando diga que fue en defensa propia…».

—Si alguna vez llevan el caso ante un tribunal, no tendrá alternativa —le dijo Joyner—. Lo enviarán a la cárcel.

6

Bevan se reclinó hacia atrás en la silla. Tenía la cabeza ladeada y miraba con aire ausente hacia nada en particular.

El silencio se prolongó durante unos momentos, entonces, Joyner le dijo:

—La cuestión es que le doy una oportunidad de seguir con vida.

Bevan sonrió socarronamente.

—¿He dicho algo cómico? —murmuró Joyner.

—Graciosísimo —repuso Bevan. Lanzó una sonrisa más al jamaicano. Y sin palabras le dijo: Sí, es realmente graciosísimo, Nathan. Hace un par de noches jugaba con la idea de quitarme de en medio. Y ahora apareces tú y en una de ésas me ahorras la molestia.

Joyner se mordió ligeramente la comisura de los labios y le dijo:

—Tal vez no lo comprenda. O tal vez no le importe.

—Supongo que es eso —reconoció Bevan en voz alta—. No me importa.

El jamaicano arrugó el ceño.

—He de admitir, señor Bevan, que me confunde.

—No se sorprenda, hombre.

Joyner lo examinó. Arrugó aún más el entrecejo. El silencio duró casi un minuto. Entonces se oyeron unos pasos y ambos levantaron la mirada y vieron a Cora allí de pie. Con una sonrisa inquisitiva miró al jamaicano y luego a Bevan. El jamaicano se había levantado de la silla y asentía amablemente con la cabeza, a la espera de ser presentado.

—Cora, éste es el señor Joyner. Le presento a la señora Bevan.

Murmuraron unos saludos y se sentaron.

—El señor Joyner es amigo mío —dijo Bevan—. Es un muy buen amigo mío. Intenta ayudarme por todos los medios.

Cora no dijo nada, se limitó a dar un ligero respingo.

—Vamos, señor Joyner, cuénteselo. Cuénteselo todo.

—Es un poco difícil…

—Vamos, adelante —le instó Bevan—. Lo soportará bien.

—Lo soportaré bien —dijo Cora.

Joyner lanzó un suspiro. Miró a Cora y le dijo:

—¿Le ha contado su marido lo que ocurrió anoche?

Cora asintió.

—Le dije que fue en defensa propia —dijo Bevan. Y sonriéndole a Cora, agregó—: Nuestro amigo Joyner tiene sus dudas al respecto.

—Yo no he dicho eso —murmuró el jamaicano—. He dicho que quienes dudarían serían las autoridades. Le dije que hay muy pocas probabilidades de que acepten su explicación.

—¿Ves cómo están las cosas? —inquirió Bevan volviendo a sonreír socarronamente—. Lo tiene todo pensado. Ha pensado hasta en el último detalle.

—¿Quién es este hombre? —preguntó Cora—. ¿Y qué quiere?

—Es un hombre de negocios —repuso Bevan—. Quiere dinero.

—De acuerdo —dijo Cora mirando al jamaicano—. Le escucho.

Joyner apoyó los codos en la mesa con las manos entrelazadas debajo del mentón. Centró la mirada en la corbata de Bevan. Pero habló como si Bevan no estuviera presente.

—Si lo cogen, lo colgarán. Ya se lo he dicho, pero no parece haberse sorprendido. Tal vez usted sí se sorprenda, señora Bevan. Da usted la impresión de ser una mujer sensata.

—Y vaya si lo es —dijo Bevan—. Es muy sensata. Debería saberlo…

—Cállate, James. Por favor, cállate.

—De acuerdo, pero ¿dónde está el camarero? Quiero una copa.

—Ahora no.

—Sólo una. Te diré una cosa, los tres nos tomaremos una copa. Anda, vamos, tomemos una copa.

—Por favor, James, por favor.

—De acuerdo. Más tarde entonces —dijo encogiéndose de hombros—. Me la tomaré más tarde.

—¿Qué me estaba diciendo? —inquirió Cora dirigiéndose al jamaicano.

—Me estaba imaginando la reacción de las autoridades —repuso Joyner—. Es decir, si arrestan a su marido. Claro que espero que eso no ocurra, porque tendrían muchas pruebas en su contra.

—No tienen ninguna prueba —dijo Cora—. Sólo intentaba protegerse.

Joyner negó con la cabeza y dijo:

—No podrá justificarse, señora Bevan. En primer lugar, no informó del hecho a la policía sino que huyó del lugar del crimen.

—¿Y quién no lo haría? Fue una experiencia horrenda. Mi marido se encontraba en estado de shock.

—De acuerdo —reconoció Joyner asintiendo lentamente con la cabeza—. Pero el hecho sigue siendo que no puede probar que fue en defensa propia. El otro hombre no iba armado.

—Y un cuerno que no iba armado —farfulló Bevan.

Cora miró a su marido. Con los ojos lo retó a que continuara, a que se levantara de la nada y volviera a pisar terreno firme.

—Llevaba una cachiporra —dijo Bevan.

—Las autoridades no lo saben. —En ese momento, los labios de Joyner dibujaron una sonrisa lenta y delicada.

—Llevaba una cachiporra y la policía la encontrará —dijo Cora.

—Nunca la encontrarán —murmuró Joyner.

Cora abrió mucho los ojos.

—¿Captas el panorama? —le pregunto Bevan—. ¿Te das cuenta de lo que está pasando aquí?

Cora miró fijamente al jamaicano y vio cómo le sonreían aquellos ojos color verde espinaca.

—Nuestro amigo es todo un ingeniero —dijo Bevan—. Un tipo genial. —Le sonrió al jamaicano—. Un inteligente hijo de puta.

Joyner miró a Cora y le preguntó:

—¿Qué le pasa a su marido? ¿Se encuentra enfermo?

—Claro que estoy enfermo —dijo Bevan ampliando la sonrisa hasta convertirla en mueca—. Estoy enfermo y me siento estupendamente.

—No estás enfermo —le dijo Cora. Hablaba lentamente, sopesando las palabras—. No admitiré que digas que estás enfermo.

—Vale, entonces es el mundo el que está enfermo. Todo el mundo está enfermo y yo me encuentro en plena forma. ¿Qué te parece?

Joyner volvió a fruncir el ceño y le dijo a Cora:

—Parece un poco ido.

—Un cuerno que parezco ido —dijo Bevan sonriéndole—. Lo sigo bien de cerca, Nathan. Lo tengo fichado hasta el último movimiento. Primero, tiene la botella rota que prueba que yo lo hice. Y segundo, recogió la cachiporra para que no tuviera pruebas de que el tipo iba armado. De ahí en adelante, para usted es cuestión de coser y cantar. Habrá testigos que dirán que me vieron en el bar, que me vieron beber ron y emborracharme. Y después está su testimonio, claro. Probablemente será una versión antojadiza como ésta: invité al hombre a salir conmigo y el tipo salió pero después cambió de idea y yo me indigné y cogí la primera cosa que encontré.

Joyner asentía lentamente con la cabeza y dijo:

—Así es.

—Pero es mentira. —Cora respiraba agitadamente—. Es una sucia mentira.

—¿Y a él qué le importa? —inquirió Bevan lanzando una carcajada—. Míralo.

Cora miró la cara del jamaicano. Los ojos verdes titilaron en una mezcla de hielo y fuego. Después, su mirada fue puro hielo.

—Podemos zanjar este asunto por cinco mil dólares —dijo Joyner.

Cora inspiró profundamente y contuvo el aliento.

—Dejémoslo en cinco céntimos y entonces empezaremos a hablar —sugirió Bevan.

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