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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (6 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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Media hora después, un taxi lo dejaba en la esquina de la calle Cincuenta y la Décima Avenida.

Entró en Hallihan’s y se acercó a la barra. No había muchos clientes. Vio un pequeño número de los parroquianos habituales; al hombrecito con aspecto hispano cuyas ropas necesitaban un planchado, a la gorda sin formas de cabello gris que bebía cerveza, a unos cuantos tipos de mediana edad, pertenecientes al Sindicato de Camioneros que llevaban unos distintivos del sindicato, y en uno de los reservados había dos hombres con aire preocupado que vestían trajes de líneas angulosas y tela barata que daban la impresión de haber salido de una partida de dados itinerante con los bolsillos vacíos. En otro reservado había una sola persona, una rubia entrada en carnes, de nariz respingona, con la cara muy pintada; daba la impresión de ser una profesional en busca de un cliente. El tabernero se quedó esperando el pedido y Bevan pidió un bourbon de cuatro años. El hombre se lo sirvió, registró la venta en la caja, le dio el cambio y se alejó. Bevan le dijo:

—Espera, Mike.

El tabernero se dio la vuelta y lo miró.

—¿Qué tienes, Mike? ¿Qué te pasa? —inquirió Bevan.

El tabernero se encogió de hombros sin decir palabra.

—¿No te acuerdas de mí? —preguntó Bevan con una sonrisa.

—Claro, te tengo fichado —repuso el tabernero.

A Bevan se le borró la sonrisa. Sabía que ya no le servía de nada, que su efecto no era nada positivo. Y en el silencio que pareció espesarse y cernirse sobre él como la niebla, notó que los demás parroquianos le estaban mirando.

—¿Tienes algún problema? —preguntó el tabernero.

—Busco a Lita.

—No está por aquí —repuso el tabernero.

—¿Puedes decirme dónde está?

—Seguro —respondió el tabernero—. En el cementerio.

El silencio se hizo muy denso y presionó sobre él. Tuvo la sensación de que lo aplastaría si no lo rompía con alguna frase.

—Cuéntamelo, Mike —pidió al tabernero.

—Claro que te lo contaré —replicó el tabernero, en voz más alta, con un tono más bien de oratoria, como si quisiera que los demás lo oyesen—. Quedó destrozada, eso fue lo que le pasó. Se dio a la bebida como nunca he visto en mi vida. La sacamos de aquí a patadas tantas veces que perdí la cuenta. Pero no sirvió de nada. Si no conseguía bebida aquí, iba a buscarla a otra parte. Una noche, hace de esto un par de semanas, cuando estaba como una cuba, intentó cruzar la Décima Avenida justo en el momento en que pasaba un camión enorme. El camionero dijo que se había abalanzado directamente hacia las luces.

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir que estaba borracha, eso es todo. Estaba tan borracha que no sabía adonde iba.

Se produjo otro silencio. Pero esa vez fue un silencio tenue, exento de presión, vacío.

—¿Qué, te sabe mal? —preguntó el tabernero.

Bevan no le contestó.

—Tendría que saberte mal —dijo el tabernero y se alejó.

Bevan se llevó la copa a los labios, la bajó y lentamente, se giró para ver al tabernero que, en ese momento, llenaba una jarra con cerveza de barril. Esperó a que acabara de llenar tres jarras para los organizadores del Sindicato de Camioneros. Y luego le preguntó:

—¿Qué has dicho?

El tabernero no lo miró. Uno de los hombres de mediana edad estaba pagando las cervezas. El tabernero registró la venta en la caja y luego se acercó a Bevan por detrás de la barra, sin mirarlo. Cuando vio que iba a seguir de largo, Bevan alargó la mano por encima de la barra y le tocó el brazo tapado por la camisa blanca. El hombre se detuvo, y sin mirarlo, le dijo:

—Será mejor que te vayas a casa, tío.

—Quiero otra copa.

—Ni hablar —le dijo el tabernero mirándolo a la cara.

—Escúchame, Mike…

—Otra cosa más, tío. No me llamo Mike. A mí se me llama por mi nombre cuando se me conoce. Y tú a mí no me conoces. Aquí no conoces a nadie.

—La conocía a ella —dijo Bevan para sí.

—No la conocías —dijo el tabernero—. No la conocías nada. Era como esa bebida que tienes en la copa, algo que se saborea de vez en cuando.

Bevan miró al tabernero. Era un tipo medio pelado, más bien rechoncho, con cara de boxeador profesional: tenía la nariz maltrecha, los labios gruesos y una oreja hinchada y torcida. Se quedó ahí, esperando a que Bevan dijese algo, pero a éste le resultó imposible articular palabra. Inspiró profundamente y continuó mirando al tabernero.

—Lamento haber dicho eso. —El tabernero habló sin levantar la cabeza—. No ha estado bien. —De repente, espasmódicamente, volvió la cabeza y le gritó a los demás clientes—: ¿Qué miráis puñeteros? ¿Por qué no os ocupáis de vuestros putos asuntos?

—A nosotros también nos sabe mal —dijo lloroso el hombrecito con aspecto hispano—. A todos nos sabe muy mal lo de Lita.

—Pobre chica —dijo la gorda, de pelo gris—. Pobrecita niña.

—Callaros la boca —gritó el tabernero—. ¿Qué os creéis que es esto, una funeraria? —Se mordía los labios. Movió la mano convulsivamente y la metió debajo del delantal blanco buscando el bolsillo del pantalón. Sacó cambio y a ciegas, lanzó las monedas de plata sobre la barra; éstas fueron rodando hacia los parroquianos que ocupaban el extremo opuesto—. Por el amor de Dios, que alguien ponga una polka o algo por el estilo. A ver si ponéis una moneda en la maldita máquina tragaperras.

El hombrecito de aspecto hispano sacó una moneda de cinco centavos de entre las que había sobre la barra y se dirigió a la máquina tragaperras. Durante unos instantes, la habitación permaneció en silencio mientras la máquina recogía el disco de su ranura y lo colocaba en su sitio. Después, la atmósfera de la taberna se vio invadida por la música caliente y movida de jazz; las trompetas chillaban y los platillos ensordecían. Uno de los hombres de mediana edad del Sindicato de Camioneros gritó:

—Eso no es una polka.

—Es Stanley Kenton, y toca buena música —gritó el hombrecito de aspecto hispano.

El representante de los camioneros golpeó estruendosamente la barra con la palma de la mano y dijo:

—Desafío a cualquier crítico musical a que me diga que eso es música. —Y así siguió protestando, pero Kenton sonó con más fuerza y ahogó sus gritos.

El tabernero le sirvió un bourbon doble a Bevan y se sirvió otro para sí. Hizo un ademán para indicar que invitaba la casa. Chocaron las copas y bebieron; luego, el tabernero se inclinó sobre la barra, acercó la cara a la de Bevan y le dijo en tono confidencial:

—Tenemos una nueva, George, ¿Quieres verla?

—¿Te refieres a la del reservado? ¿A la rubia?

—Sí —respondió el tabernero—. No está mal. La he probado un par de veces y la verdad es que no está nada mal.

—A lo mejor voy y le hablo.

—Como quieras —replicó el tabernero—. Anda, vete a hablar con ella.

«¿Y qué le voy a decir? —se preguntó Bevan—. Has venido aquí para hablar con Lita. Y Lita no está aquí. Lita no está en ninguna parte. Es un hecho y no hay nada que tú puedas hacer. Vale, digamos que es una pena y dejémoslo así. Pero eso nos lleva a otro hecho. No podrás salir de ésta fácilmente. De modo que lo que aquí hace falta es otra copa. Aunque claro, nuestra primera necesidad es que Mike te meta un buen derechazo en plena cara. Eso nos haría sentir mucho mejor, y sin duda, disminuiría la culpa. Bevan, basura, hipócrita, hijo de perra, ella yace en una caja de madera y todo es obra de tu ingeniería. Porque la trataste como si fuera mercancía. Nunca se te ocurrió pensar que era un ser vivo, con mente, alma y sentimientos. ¿Quieres empezar a recordar? Pues anda, adelante, recuerda la noche en que te dijo que de acuerdo con sus normas, en su libro ocupabas un primer puesto. Y según tus normas, para ti ella no era más que una fulana de la Décima Avenida, pura y exclusivamente material de suburbio al que no se podía llevar a cenar a Longchamps, porque no combinaba con el decorado. De modo que lo que hiciste, tú, el perfecto caballero, el ciudadano respetable, el asqueroso hipócrita, fue salir de tu barrio de alquileres caros y venir a este coto de caza de alquileres baratos, donde te resultó tan fácil y conveniente…».

—Mike —dijo, ahogándose casi—, sírveme otra copa.

—¿Te encuentras bien? —preguntó el tabernero mirándolo a los ojos.

—Fantásticamente —repuso asintiendo rápida y convulsivamente—. Date prisa y ponme otra copa.

El tabernero se encogió de hombros y obedeció; y siguió obedeciendo durante una hora en la que Bevan se bebió unos catorce bourbons dobles, sin moverse ni un ápice de su porción de barra. Aunque realizaba un extraordinario esfuerzo por emborracharse, la nube ligera del alcohol se negaba a llegar. Se parecía más a un yugo de hierro que le pesaba sobre los hombros y que se hacía más pesado con cada trago, sepultándolo en el pasillo mal ventilado y sin luces, en el que la única cosa que se oía era la voz de una mujer que venía de muy lejos y decía:

—No me dejes. Por favor, no me dejes.

Era la voz de Lita que le decía ahora lo que ansió decirle entonces, cuando se despidieron por teléfono. Entonces, él le contestaba sin palabras con esta pregunta: «¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Qué más puedo hacer?». Y ella no lograba responderle. Y lo más natural, lo único que le quedaba por hacer, era pedir otra copa doble e invitar a los parroquianos a una ronda.

Veinte minutos después, su torrente sanguíneo no aguantó más y se quedó dormido. El tabernero lo arrastró hasta un reservado vacío y dejó que durmiera hasta la hora de cerrar. Cuando lo despertó, Bevan fue al lavabo y vomitó. Salió del lavabo sonriente y le preguntó al tabernero:

—¿Adónde ha ido la rubia? Quiero ver a la rubia.

—¿Crees que puedes llegar a tu casa?

—Quiero a la rubia, eso es lo que quiero.

El tabernero lo acompañó hasta la puerta de la calle.

—Vamos, hombre, ya está bien. Te meteré en un taxi.

—¿No hay rubia? ¿Por qué no puedo tener a la rubia?

El tabernero lo miró detenidamente y vio que no estaba borracho. Era otra cosa, algo que no tenía nada que ver con una borrachera.

—Exijo que me traigas a la rubia. Lo necesito. Lo necesito de mala manera. No te puedes hacer una idea de cuánto lo necesito. —Se apoyó pesadamente sobre el hombro del tabernero—. ¿Por qué voy a irme a casa? ¿Qué sentido tiene que me vaya a casa? Ahí no hay nada, nada que pueda usar. ¿Entiendes lo que quiero decir? No, no entiendes lo que quiero decir. Vale, intentaré explicártelo claramente. Busco a la rubia y no me refiero a la rubia que tengo en casa. La rubia que tengo en casa es una chica muy guapa, de calidad excepcional. El único problema que tiene es que no es mujer. Es decir, no es mujer en el pleno sentido de la palabra. O en el sentido fundamental de la palabra, si prefieres que te lo diga así. De modo que a esta situación le hace falta la rubia con la que querías que hablase.

—Ha salido con un cliente —le explicó el tabernero.

—¿De veras? —Parpadeó varias veces—. ¿Por qué haría una cosa así? ¿Por qué no me esperó?

—Te verá otro día. —El tabernero le dio unas palmaditas de consuelo en el hombro—. Te diré una cosa, vuelve esta noche y…

Bevan negó con la cabeza, muy lentamente al principio y con más rapidez luego.

—No —dijo—. Esta noche no voy a volver. Ni esta noche ni nunca. —Miró hacia el techo; frunció el ceño, pensativo, y con aire técnico. Y luego, como si se dirigiera a una audiencia de caras solemnes, agregó—: Caballeros, tengo toda la impresión de que nos encontramos ante una causa perdida.

Se encontraban ante la puerta de la calle y el tabernero la abrió. Se sonrieron, se dieron la mano y Bevan se marchó.

Cumplió con su palabra: nunca más regresó a Hallihan’s. A partir de aquel día bebía en establecimientos conservadores, tranquilos, donde no se permitía la entrada de mujeres solas. Su costumbre de beber por las noches no tardó en convertirse en un hábito diurno, pero logró manejarlo con discreción, logró caminar derecho, con la vista bien enfocada, y sujetar bien la copa, manteniendo la voz firme para que nadie notara que tenía el cerebro empapado de alcohol. Le costaba bastante esfuerzo lograrlo, pero no le importaba. Disfrutaba casi del terrible esfuerzo que le suponía encubrir su hábito, como si ello fuera parte del precio que debía pagar por ser un borracho. A veces, cuando el estómago ya no aguantaba más, y el hígado empezaba a reaccionar, también disfrutaba de esos síntomas. Le encantaba la idea de estar pagándolas.

Tenía el hábito de beber, y bien arraigado. O mejor dicho, mal, aunque a él le gustaba pensar que lo tenía bien arraigado. Cora lo descubrió un día en que Bevan olvidó mascar un chicle de clorofila antes de entrar en el apartamento. Le preguntó si había estado bebiendo y él le contestó que sí. Le dijo también que tenía intenciones de continuar bebiendo y que esperaba que no le importara demasiado. Le explicó que necesitaba beber del mismo modo que un club de béisbol necesita a un bateador suplente, y que si quería que se lo explicase, lo haría gustosamente. Pero Cora no le pidió que se lo explicara. Después, las únicas veces en que ella se refería a la bebida eran cuando Bevan no podía comer, entonces le daba sermones pacientes y tranquilos, enunciando los aspectos fisiológicos sobre los que había leído en las columnas de salud de diarios y revistas.

Su hábito empeoró cuando llegó al punto en que intentó refrenarlo. Aquello ocurrió después de una noche especialmente difícil en la que Cora le lanzó uno de sus sermones sobre la salud. De repente, vaciló en mitad de la perorata y se puso a llorar cayendo de rodillas a sus pies y aferrándole los puños, le rogó que dejase de beber, que al menos redujera la cantidad a un nivel razonable. Bevan le prometió que lo intentaría. Y se esforzó mucho por mantener la promesa.

Era una promesa sumamente dolorosa. Cuanto menos bebía, peor se sentía. Y con el tiempo, tuvo que ir al neurólogo, quien no logró hacer otra cosa que recomendarle un cambio de ambiente.

«Vaya cambio —pensó, mientras estaba sentado en la silla, junto a la ventana—. Aquí estamos, en el Hotel Laurel Rock, de la ciudad de Kingston, en la isla de Jamaica. Aquí estamos, en las Antillas Británicas, a más de mil kilómetros de Manhattan. Pero es como si nada hubiera cambiado. Es la misma escena sombría. Una escena en la que vas cuesta abajo».

Se levantó de la silla, echó otro vistazo por la ventana. Miró durante un instante la piscina, los colores alegres de las sombrillas y las cabañas. Después, se dedicó a mirar más allá del muro que separaba al Laurel Rock de la zona atestada, de alquileres baratos, en la que vivían los negros. Mientras observaba las calles sucias y las míseras barracas que jamás aparecían en los folletos de viaje, reflexionó. Tal vez tú pertenezcas a ese lugar.

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