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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (8 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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—Te estás portando mal.

—No te metas —le dijo el otro, también en su lengua.

—Te estás portando como un imbécil —insistió el otro noruego. Miró al jamaicano, luego a Winnie, intentando decirles con los ojos que se avergonzaba de la conducta de su compatriota.

El noruego corpulento soltó a Winnie. Se giró lentamente, se encaró con su compañero y le dijo:

—Sí que la has hecho buena. Has herido mis sentimientos.

—¿Y cómo podemos remediarlo?

—No estoy seguro, tendré que pensármelo.

Los dos noruegos que seguían sentados a la mesa se levantaron y se acercaron a sus compañeros. De repente, varios jamaicanos se dirigieron a la barra; ésta estaba ahora muy concurrida. Winnie todavía no había soltado la botella de Red Stripe. Les dijo:

—Ya vale. Que todo el mundo vuelva a las mesas. Se acabó.

—¿Qué es lo que se acabó? —inquirió el noruego corpulento.

—He dicho que se acabó —insistió Winnie levantando la voz. Subió el brazo y enseñó la botella que llevaba en la mano—. Yo soy la presidenta de la conferencia y he dicho que se acabó.

—Claro que no se acabó —dijo el noruego corpulento—. No puede haberse acabado porque todavía no ha empezado.

—Es lógico —reconoció el jamaicano—. Es muy lógico.

—¿Tú crees, negro? —preguntó el marinero corpulento con una sonrisa. Era una sonrisa socarrona y justo cuando empezó a dibujársele en el rostro, el otro noruego le dio un puñetazo en la boca. Cayó hacia atrás, contra el jamaicano con el que había discutido. El jamaicano le lanzó un puñetazo a la cabeza, pero falló y le dio justo entre los ojos a otro noruego. Y así empezó el jaleo; al ver a un jamaicano sacar un cuchillo de entre los pliegues de la camisa, Winnie revoleó la botella haciéndole describir un arco lateral, y el proyectil fue a estrellársele en la cara. El tipo soltó el cuchillo justo cuando caía al suelo con trozos de vidrio clavados en la mejilla; la sangre le manaba profundamente manchándole la boca crispada. Uno de los marineros se agachó para recoger el cuchillo y un jamaicano cogió de la barra una botella de cerveza y se la partió en la cabeza. Varios hombres pelearon por alcanzar el cuchillo y otros por llegar hasta las botellas que había en el estante, detrás de la barra. Entre los jamaicanos afloraron ciertos rencores personales y la emprendieron a puñetazos. El noruego corpulento se estaba dando de cabezazos con el noruego que le había llamado imbécil. Mientras ocurría todo esto, los tres cocineros chinos intentaron acercarse a la puerta lateral que conducía al callejón. Uno de ellos lo logró pero los otros dos vieron bloqueado el camino por el enredo de combatientes: algunos rodaban por el suelo, otros caían al recibir el impacto de puños o codos, al tiempo que todos jadeaban, gruñían y lloriqueaban en su enloquecida necesidad de golpear algo, lo que fuese.

En el otro extremo de la habitación, Bevan había apoyado la cabeza sobre el alféizar de la ventana; tenía los ojos entrecerrados; a través de ellos, y en medio de la nebulosa empapada de ron, le llegó un primer plano del vaso vacío. Oyó los puñetazos, los golpes, los martillazos y el fragor general, pero esos ruidos no le decían nada. Estaba concentrado en el vaso vacío. No debía estar vacío. Tenía que tener dentro un poco de ron.

Levantó la cabeza ligeramente y balbuceo:

—Estamos listos para otra.

En ese momento, un jamaicano se disponía a lanzar una silla a otro jamaicano que hacía semanas le debía cuatro chelines y que no había dado señales de querer pagarle. La silla fue navegando hacia la cabeza del hombre justo cuando se hizo a un lado graciosamente. La silla continuó su recorrido, no le dio a Bevan en la cabeza de milagro, y acabó saliendo por la ventana después de hacer añicos el cristal. Bevan parpadeó varias veces y dijo:

—No he pedido eso. He pedido una copa.

Un momento después, uno de los noruegos recibió un puñetazo en plena cara que le hizo atravesar la sala. Chocó con Bevan; éste cayó del taburete y acabó sentado de golpe en el suelo. El noruego se levantó inmediatamente, y respirando entrecortadamente y sollozando, continuó con la refriega.

Bevan se quedó sentado en el suelo; tenía la camisa, la corbata y el traje de mohair manchados de la sangre que le manaba al noruego por la boca y la nariz. Se miró la ropa manchada de sangre y sacudió la cabeza en señal de solemne desaprobación.

—Esto sí que está mal —murmuró—. La ocasión exige otra copa.

Se quedó ahí sentado a la espera de que alguien le sirviera un vaso de ron.

En el otro extremo de la sala, la pelotera general cobraba vigor. Atrás había quedado la fase de la furia inducida por el ron para pasar a la inducida por la sangre. Cuanta más sangre derramaban, más deseaban derramar.

Winnie había decidido que no había nada que hacer, salvo buscar refugio. Estaba medio acurrucada detrás de la barra, esperando que ésta se viniera abajo de un momento a otro. Algunas de las tablas habían cedido ya. La madera debilitada y astillada crujía y chirriaba cada vez que los cuerpos tambaleantes, inseguros y mareados de los contendientes caían sobre ella. Winnie calculaba cuánto le costaría montar una nueva barra, o pagar a un carpintero para que se la arreglara. Se sentía estafada y el labio inferior le colgaba malhumorado.

«No habrá forma de pedir daños y perjuicios —pensó—. Es una de las desventajas de este negocio. Winnie, lo que tendrías que hacer es dejar el bar. ¿Y dedicarme a qué? ¿Volver a una fábrica? ¿A los campos? ¿Sentarme en un puesto del mercado para vender mangos y limas? ¿Para acabar el día con la cara empapada de lágrimas al ver la fruta y las verduras sin vender, porque sabrás que no hallarás ningún consuelo, ni siquiera el de otras caras llorosas? No, no es lo que quieres. Ya lo has probado una vez; la fábrica de tabaco y los campos de azúcar y el mercado, y llegaste a la conclusión de que eso es para los tontos, Winnie, tú también eres una tonta. Procuras tratarlos bien y fíjate lo que le hacen a tu bar. Fíjate lo que le hacen a este establecimiento decente por el que sudas la gota gorda para mantenerlo limpio, para lavar siempre los vasos, y quitar el polvo de las mesas y las colillas del suelo. Sí, insisto en que es un establecimiento decente, no como los otros de la calle Barry, con el sucio trapicheo de las salas traseras. En las salas traseras de esta casa no hay chicas, ni apuestas, ni matones de alquiler que esperan con algo pesado en la mano. ¿Pero qué dividendos sacas de tu honestidad? ¿Y cómo te demuestran su agradecimiento? Mírate. Te escondes como un ratón solo y asustado, y si levantas la cabeza un centímetro más acabarán fracturándotela».

Continuó enfurruñada por la situación, oculta tras la barra. Un jamaicano sangrante voló por encima de la barra y fue a aterrizar junto a ella, como si fuera un saco. Cuando perdió del todo la conciencia, utilizó la cabeza de Winnie como almohada. Sin pensárselo dos veces, la mujer lo rodeó con el brazo, como acunándolo. Así se sentía menos sola, aunque todavía no tuviera con quién hablar.

Poco después, uno de los noruegos hizo una extraña pirueta que lo lanzó detrás de la barra. Fue a descansar al otro lado de Winnie, con los pies levantados en el aire. La mujer le dio un empujón que lo enderezó y, semiinconsciente, fue a caer contra ella. De modo que ya no se sentía sola, y ya no tenía esa expresión enfurruñada, llena de pucheros. Ahí estaba ella, sentada entre el jamaicano dormido y el noruego desmayado, abrazándolos por los hombros. Los labios de Winnie dibujaron una sonrisa leve, nostálgica, parecida a la de una virgen. Sus pechos secos y planos parecieron hincharse; Winnie sintió fluir la serena corriente de sentimientos que le indicaba que aquellos hombres la necesitaban de veras.

Era una sensación muy agradable y se dejó arrastrar por ella, se perdió en su interior y no oyó los ruidos de la batalla que le llegaban con todo su fragor desde el otro lado de la barra. Ni siquiera oyó al cliente que aporreaba la barra pidiendo otra copa.

—Vamos, tengo sed —se quejó Bevan. Golpeó la superficie de madera con el puño cerrado—. ¿Qué pasa aquí? ¿Es que hay huelga de taberneros?

Ya no esperaba que apareciera una camarera; había logrado ponerse de pie y avanzar lentamente, tambaleante, hasta cruzar la habitación, sorteando el caos del combate que lo envolvía, lo golpeaba, pero milagrosamente, no lograba voltearlo. Vagamente, notó que a su alrededor ocurría algo turbulento, pero aquello no tenía demasiado sentido para su cerebro empapado en alcohol. Quería otra copa y eso era todo.

Volvió a golpear la barra con los nudillos.

—¿Qué pasa? ¿Os pensáis que soy un…?

Un puñetazo lanzado hacia la cara de otro lo alcanzó en el costado de la cabeza. Se tambaleó y a punto estuvo de caerse, pero se aferró con las manos al borde de la barra. Parpadeó unas cuantas veces y volvió a intentarlo—: ¿Os pensáis que soy un holgazán? ¿Creéis que…? —En ese momento, lo golpearon violentamente por el otro costado; era un jamaicano que caía hacia atrás después de recibir un buen puñetazo en la boca. Casi en el mismo instante, un codo le dio en las costillas, y la pata de una silla rota, lanzada a la cabeza de algún otro, se estrelló contra el hombro de Bevan. Suspiró fastidiado y dijo—: Por el amor de Dios, dejadme en paz, ¿queréis? ¿Por qué no os vais a jugar al patio? —Luego, reanudó sus esfuerzos por pedir otra copa—: Examinemos los hechos. He dicho que no soy un holgazán. ¿Me oís? No he venido a calentar sillas. Soy un cliente con dinero. Ya os lo voy a enseñar yo. —A tientas se buscó la solapa; después de varios intentos, su mano logró dar con ella. Buscó el bolsillo interior de la chaqueta y sacó la billetera. La abrió y exhibió los billetes verdes gritando indignado—: Aquí lo tenéis. ¿Lo veis? ¿Lo veis?

Pero no logró conseguir la copa. Ni siquiera una respuesta. Volvió a suspirar, cerró la billetera y se la guardó en el bolsillo.

—Vale —dijo más apenado que indignado—. Si así están las cosas, me iré con la música a otra parte.

Lo decía en serio. Muy en serio. Tenía que tomarse esa copa, y la necesidad le latía en el cerebro cuando miró a su alrededor buscando la salida más próxima. Vio la puerta lateral en el fondo del bar y empezó a abrirse paso hacia ella, forcejeando entre el hervidero de hombres de fiera mirada. Por algún motivo lo habían catalogado de neutral, y sin pensárselo más se abstuvieron de pegarle cuando lo vieron avanzar.

Pero hubo un jamaicano al que le habían llamado la atención la billetera y el grueso fajo de billetes verdes exhibidos por Bevan. Los ojos del jamaicano se tornaron fríos y calculadores. Se separó del torbellino de la batalla y, con expresión felina, siguió al turista borracho hacia la salida que daba a un oscuro callejón.

Bevan llegó a la puerta, la abrió y salió. El callejón estaba muy oscuro y lleno de basura, latas y botellas vacías. Se detuvo un momento; pestañeó y frunció el ceño intentando orientarse. Lo que tenía que hacer era regresar a la calle Barry, y encontrar otro establecimiento donde le sirvieran una copa. En voz alta farfulló:

—¿Por dónde se va a la calle Barry? —De inmediato decidió que tenía que ser hacia el lugar de donde provenía el débil resplandor de una farola que llegaba hasta él perforando la oscuridad. Dio unos cuantos pasos en esa dirección, tropezó con un cubo de basura y cayó al suelo cuan largo era. Se levantó con dificultad, dejó atrás el cubo de basura volcado, pateó unas cuantas botellas vacías y declaró, por si alguien decidía escucharlo—: ¿Dónde están los basureros? ¿Por qué no se ponen a trabajar?

Por toda respuesta le llegó el sonido de unos pasos que no logró oír, y un momento después, una cachiporra bajó en dirección a su cráneo. Pero resultó muy mal blanco, porque se tambaleaba beodamente, por lo que la cachiporra apenas le rozó el hombro. Creyó que se trataba de algún pájaro nocturno que pasaba volando y se volvió para comprobar si venía otro. La luz de la farola que provenía de la calle Barry le reveló la silueta de un garrote forrado de cuero, y por encima del garrote, la cara negra del jamaicano. Se encogió de hombros y dijo:

—Vamos, llévame a un bar. Te invito a una copa.

El jamaicano describió un arco lateral con la cachiporra apuntando a la sien de Bevan. Éste levantó instintivamente el brazo y recibió el impacto justo debajo del codo. El jamaicano se impacientó y volvió a intentarlo. Bevan volvió a recibir el golpe en el antebrazo; el impacto le recorrió el brazo, las costillas y lo hizo caer de lado. Aterrizó sobre la cadera; levantó la mirada y vio los ojos del jamaicano que le decían que aquello iba en serio. Bevan pensó que tenía que hacer algo, que no podía quedarse ahí sentado y aguantar los golpes.

Cuando la cachiporra volvió a bajar, esquivó el golpe y luego rodó con todo su peso hasta chocar contra las piernas del jamaicano. El moreno cayó al suelo pero se levantó deprisa, sin soltar la cachiporra. Bevan miró a su alrededor, vio una botella vacía, tendió la mano y la aferró con fuerza. En ese momento, el jamaicano se acercó a Bevan blandiendo la cachiporra. Bevan levantó la botella a manera de escudo. La cachiporra golpeó la botella y la partió en dos cerca de la base. La botella rota brilló en manos de Bevan con una importancia repentina que hizo vacilar al jamaicano. Pero volvió a arremeter contra Bevan con el garrote en la mano derecha, mientras con la izquierda procuraba alcanzar el interior de la chaqueta de Bevan. Al tratar de hacer dos cosas al mismo tiempo; la cachiporra no alcanzó el blanco y la izquierda del jamaicano resbaló por encima del hombro de Bevan. El impulso de la arremetida acabó con su vida. El borde cortante de la botella rota se le hundió en el cuello y le cortó la vena yugular. Lo único que logró hacer fue emitir unos sonidos guturales mientras se desangraba.

Bevan se incorporó. Miró el cuerpo inmóvil tendido en el suelo. Descansaba boca abajo.

—¿Te encuentras bien? —inquirió.

Por unos instantes esperó la respuesta. Entonces, de alguna manera, comprendió que no recibiría respuesta alguna, pero aun así, se dijo: «Será mejor que te asegures». Se inclinó sobre el cuerpo, le dio la vuelta y lo colocó de espaldas. Se quedó mirando fijamente los ojos protuberantes y desmesuradamente abiertos que le devolvían la mirada. «Fíjate lo que has hecho —se dijo—. Fíjate lo que me has hecho a mí».

Se apartó del cadáver y, a ciegas, se dirigió a cualquier parte que le permitiese alejarse de allí. Fue callejón abajo, en dirección contraria a la calle Barry. Llegó a otro callejón y luego a otro más. Finalmente, fue a parar a la calle Harbour. En la distancia divisó las ventanas iluminadas del Hotel Laurel Rock.

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