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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (10 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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—Pienso que tienes cara de cansado y… —le dijo sin mirarlo.

—Y que me tienes lástima…

—Eres una persona muy maja, James. De veras.

—Ja, ja. Eso sí que tiene gracia.

—Si pudieras…

—Si pudiera cambiar —canturreó como si estuviera ante un micrófono—. Si pudiera dejar de beber, si dejara de pensar en cosas tristes, tralá, tralalá, pero vaya menuda tarea la que me pides, tralalá. Y…

—James…

—Y así —continuó cantando completamente desafinado—, no hay manera de recuperar el amor…

—Basta ya.

—Estás peor que un marica, contigo no hay quien se excite. —Se señaló acusadoramente a sí mismo—. Eres…

—¡Basta ya!

—Está bien. —Le sonrió lanzándole un beso. Se dio media vuelta y sepultó la cara en la almohada. Al cabo de unos momentos, se quedó dormido.

Fue un sueño muy agitado. Su ritmo estaba distorsionado y en lugar de verlo todo completamente negro, se le presentaban como unos chispazos grises que saltaban de una pantalla negra. Aunque sus miembros permanecían inmóviles, su cerebro saltaba dando vueltas en círculos, intentando apartarse de unas enormes vallas publicitarias. En todas las vallas se leía lo mismo, y no era un anuncio, sino una declaración pública. Decía así: «Este hombre destruyó a un ser humano y no lo hizo por accidente; no le creáis cuando diga que fue en defensa propia. Es un asesino acérrimo como no ha existido otro. Salió a derramar sangre y la derramó; es todo. ¿Permitiremos que escape sin ser castigado?».

—No —masculló en sueños—. Claro que no.

Cora lo oyó. Abrió los ojos y miró hacia su cama. Yacía de lado y logró ver en su rostro crispado la mueca desdichada. Era como si llevara una máscara e intentara asustarla.

«Tal vez tendría que alejarme de él. Levantarme de esta cama, vestirme e irme lejos, muy lejos. Porque esto es una verdadera catástrofe. Es como si la tierra temblara y se hiciera pedazos; como si las paredes de tu casa se desplomaran, y si no te vas, quedarás aplastada. Míralo, él ya ésta aplastado. Es un náufrago, eso es. Lo que ves allí es un naufragio.

»Creo que acaba de tocar fondo. Ha llegado a la ruina total, y no hay nada que puedas hacer por él.

»¿Le tienes lástima? —se preguntó—. No, no le tienes lástima. Él solito se metió en esto. Lo hizo lentamente, paso a paso, y después más deprisa, hasta que la cosa le explotó en la cara y lo deslumbró. Lo deslumbró muchísimo. De un modo incalculable. Y ahora navega lejos, muy lejos, en un lugar nebuloso y ridículo donde siempre es Carnaval. Míralo. Si hasta parece satisfecho. Dice que le gusta ese lugar; que desde que escogió el camino que lo condujo allí está bien, está contento y le gusta mucho. De modo que ya sabes que no hay motivos para que le tengas lástima.

»Lo abandonaré. Sí, eso haré. ¿Lo harás? Claro que lo haré. ¿Qué otro remedio me queda? ¿Acaso puedo permitir que esto siga así? Ya estoy cansada, harta. No aguanto más.

»¿Qué es lo que no aguantas más? Tendrás que aislar el problema antes de intentar una respuesta. Creo que la respuesta es ésta: soportas todo esto porque no es más que un castigo. Hace años que pagas con tu castigo. Los nueve años que has vivido con él haciéndole pasar por un infierno. Un infierno en el que todo es hielo en vez de fuego, un infierno helado al que él procuró llevar calor, pero tú no le respondías, porque no podías. Te tocó y te encontró helada. Cuando te abrazaba, tú te echabas a temblar. Y sin palabras le decías que no, que por favor no. Total, que al final lograste hacerle entrar la idea en la cabeza y el pobre hombre se dio por vencido.

»Creo que será mejor que dejes de intentarlo. Quiero decir que no intentes disculparlo. Reconócelo, chica. Sabes que es débil, muy débil. Que si no fuera débil de sesera, no necesitaría beber tanto. Pero lo necesita, no puede vivir sin la bebida, y eso lo incluye en el grupo de los endebles, los borrachines, los bufones sin gracia que siempre se vienen abajo, que no hacen otra cosa que agregar dificultad sobre dificultad. Sí, está en esa categoría tan baja, y no podrás ayudarlo a que suba. No hay material con el que trabajar, sólo tienes esa sonrisa torcida y estúpida que ves en su rostro.

»Si fuera más hombre…

»Quiero decir, si se pareciera un poco más a… ¿cómo se llama?

»¿Cómo se llamaba? ¿Por qué no puedo acordarme? Estaba ahí sentado en la hamaca, hablandome de Ibsen, y yo que no podía concentrarme en Ibsen porque veía lo que me estaba mostrando. Me mostraba sus potentes músculos, su estómago duro como la piedra y su pecho peludo. Ojalá estuviera aquí en estos momentos.

»¿Cómo has dicho?

»¿Qué insinúas con eso de que ojalá estuviera aquí en estos momentos? No lo dices en serio. Si alguna vez intentara tocarte, te quedarías helada. Y a lo mejor hasta gritarías pidiendo socorro. Tiene las manos tan grandes, y los dedos tan gruesos, y es tan fuerte y le tienes tanto miedo; tienes mucho miedo de que intente ponerte las manos encima, de que intente…

»No tiene que ocurrir —se dijo—. No debo darle ocasión. Si trata de hablarme, me lo sacaré de encima amablemente. Eso haré. Quieres decir que lo intentarás. Del mismo modo que ahora intentas convencerte de que no ocurrirá, pero quieres que ocurra aunque no debe ocurrir, es tan sucio y vergonzoso, tan horrible pensarlo, y por favor, ¿quieres acordarte de lo que te decía mamá? Te decía: «No te ensucies, querida». Ahora que lo pienso, tengo ganas de tomar un baño. Sí. Hace tanto calor aquí dentro, hace un bochorno tan pegajoso. Seguro que debe de haber más de treinta y cinco grados. La cama parece un horno y tú pareces una barra de mantequilla derritiéndose en la sartén. Aunque te diré una cosa, esto no es cosa del tiempo ni de la temperatura. ¿Quieres entenderlo? Sí, lo entiendo. Anda, por favor, vamos a levantarnos de esta cama y a tomar un baño».

5

Era mediodía cuando Cora lo despertó. Bevan notó que ya estaba vestida. Le dio la impresión de que llevaba de pie y en actividad desde hacía horas. Le preguntó qué había estado haciendo. Ella le contestó que había desayunado y que luego había escrito cartas y postales. Y que ya se había deshecho de la ropa manchada de sangre. Lo mencionó de un modo natural, como si las manchas fueran de zumo de fruta o de tinta y no de sangre. Cuando se lo dijo, no lo miró a la cara, y él no hizo comentarios.

Bajaron juntos y entraron en el comedor. Casi todas las mesas estaban vacías. Todavía no habían anunciado el almuerzo y sólo había unas cuantos rezagados desayunando. Se acercó un camarero y les entregó un menú. Bevan tenía mucho apetito y pidió higos con crema, huevos revueltos y riñones, panecillos tostados y café. Cuando el camarero se alejó, Cora le dijo:

—Me alegra mucho que comas algo. Te sentará bien.

—¿Tomarás conmigo el café? —inquirió él con una sonrisa.

—De acuerdo.

—Hacen buen café.

—Sí, es muy bueno.

—Mucho mejor que el instantáneo.

—Tomaré nota de eso. —Cora le sonrió—. Cuando volvamos a casa, compraré una cafetera de filtro.

—Dirán que eres anticuada, ya no están de moda.

—No es del todo así, todavía las venden.

—Pero no como antes. Ahora lo que va es el café instantáneo. Se tiende a la velocidad. Todo es instantáneo o ultracongelado. Tenemos siempre tanta prisa…

—Es cierto —comentó ella asintiendo con la cabeza. Miraba fijamente más allá de su esposo—. Estaríamos mucho mejor si nos tomáramos nuestro tiempo, ¿no te parece?

—Eso depende.

—¿De qué?

—Del tiempo que tengamos.

—¿Te refieres a las bombas que inventan?

—Es una parte del asunto. Pero no me refería a eso. Es más una cuestión individual. Hay personas que a los dos años son más ancianas que a los ochenta y dos.

—¿Y eso? —inquirió Cora mirándolo.

—El niño de dos años quizá nunca llegue a cumplir tres, mientras que el abuelo puede llegar a los noventa.

Cora sonrió y frunció el ceño a la vez.

—Nunca se me había ocurrido enfocarlo de ese modo.

—Ni a mí. Al menos hasta hace poco: hasta este mismo momento, para ser exacto.

—¿Y qué te ha hecho verlo de ese modo? —Cora giró ligeramente la cabeza y lo miró de soslayo.

Bevan permaneció en silencio durante unos momentos. Luego, mientras encendía un cigarrillo, repuso:

—No lo sé, se me ha ocurrido. Tal vez sean ideas que flotan en el aire hasta que alguien se interpone en su camino y le golpean.

Cora se dio unos golpecitos en el mentón con el dedo.

—Si es así, cualquiera tiene la oportunidad de hacer historia.

—Me imagino que viene a ser más o menos eso. Lo único que pasa es que antes de que uno logre dar con algo nuevo ha de asimilarlo. O mejor dicho, ha de estar en condiciones de aceptarlo. Como eso que dice de la manzana que cayó del árbol… este muchacho Newton se encontraba exactamente en el lugar adecuado. Lo golpeó justo en aquella parte del coco que reaccionó descubriendo la teoría de la gravedad.

—No le haces demasiada justicia al pobre.

—Al contrario, le hago toda la justicia. Le concedo un título
summa cum laude
por excelencia.

—Pero acabas de decirme que no fue más que suerte.

—La suerte quizá constituya el treinta por ciento. El otro setenta se compone de diligencia e iniciativa, más largas horas y trabajo duro.

—Llámalo fuerza de voluntad.

—Probablemente sea eso. Todo se reduce a la fuerza de voluntad.

Cora abrió la boca para comentar algo y después decidió no decir nada.

Bevan asintió, como si su mujer lo hubiera expresado en palabras.

—En lo que a fuerza de voluntad se refiere, soy un jugador de segunda.

—No pensaba…

—Pensabas que no existe la más mínima oportunidad de que ponga en práctica esta teoría. Me refiero a la teoría de que la duración máxima de la vida es la que nos indica que no se puede saber cuánto tiempo nos queda. Y tienes razón. Jamás desarrollaré la teoría, jamás la pondré por escrito, como hizo Newton. Soy demasiado holgazán para hacerlo. Lo único que haré quizá será utilizarla como guía.

Cora se inclinó hacia adelante mirándole con ojos llenos de ferviente esperanza.

Bevan continuó con el tema, hablando más consigo mismo que con ella.

—Una guía que dice: «No sabes cuánto tiempo tienes. Sólo sabes que estás aquí, y mientras estés aquí, ya que estás, podrías sacar el máximo provecho. Sacar el máximo provecho e intentar ser amable. Es lo más importante. Ser amable».

—Estupendo —susurró ella—. Es realmente estupendo. Sigue pensando así.

—Lo intentaré.

—¿Harás de ello una resolución?

—Supongo que será algo por el estilo.

El camarero les trajo los higos con crema y los platos cubiertos de plata y la cafetera con cuello de cisne. Bevan se colocó la servilleta sobre el regazo, al tiempo que le sonreía a Cora y veía un no sé qué de maternal en su expresión mientras observaba la comida que le dejaban delante. Entonces, sus ojos se encontraron, y sin palabras, Bevan le dijo: «Soy tu hombre y tú eres mi chica, y no importa el infierno que podamos crear entre los dos, siempre habrá momentos como éstos en los que nuestra unión sea muy real y tú me resultes conmovedoramente preciosa. Cuando las cosas son así, esto no tiene nada que ver con las obligaciones; es tan tierno, tan delicado y, sin embargo, percibo una especie de deleite en nuestra unión. Como una fiesta que no necesita ni confeti ni globos ni sombreritos de cotillón. Cuando las cosas están así, me resultan demasiado idílicas. Como aquella ocasión en la que…».

Recordó una ocasión igual a ésta, una ocasión que le acariciaba la memoria con una ternura suave y dulce que lo hacía suspirar. Había ocurrido en verano, hacía un par de años. Había sido al inicio de un fin de semana; Nueva York los asfixiaba y habían decidido reunirse con unos amigos en un lugar de veraneo en las montañas de Adirondacks. Pero nunca lograron llegar. Al coche se le averió la bomba del combustible y no había mecánicos disponibles. Bevan se preocupó mucho, pero ella le sonrió y le dijo que no lo hiciera. Le señaló el lago y los campos de margaritas y tréboles y le dijo:

—Esto es muy bonito. Es tan bonito y tranquilo que podemos quedarnos en el motel que acabamos de ver en el camino. Está más o menos a un kilómetro de aquí. Y mientras tú te inscribes, yo llamaré a los de ayuda en carretera.

Esa noche y la siguiente se quedaron en el motel. Y durante el día nadaron en el lago, pasearon por los campos y recogieron flores. No ocurrió nada fuera de lo común, pero fue un fin de semana realmente maravilloso. Cuarenta y ocho horas en las que se alejaron flotando de todos y sólo se tenían el uno al otro, y se sentían tan unidos que se hablaban prácticamente con los ojos, diciéndose: «Lo eres todo para mí, no me importa nada más; sólo tú».

Existieron otros momentos como aquel, pero recordaba especialmente esa ocasión mientras la miraba y le decía con los ojos: «Lo eres todo para mí.

»Antes, ahora y siempre —le decía con la mirada—, eres mi diosa griega que me aleja del mundo ajetreado en el que todo se viene abajo. Cora, mi adorada, procura permanecer a mi lado mientras lo intento otra vez. Esta vez intentaré de verdad dejar de beber y de devanarme los sesos con mis problemas. Te juro que lo intentaré de veras».

Cora asintió lentamente y le sonrió. Y luego, en voz muy queda le dijo que comenzara a desayunar.

La comida era excelente y dio cuenta de ella con avidez. En poco tiempo los platos quedaron vacíos. Cora sirvió más café para los dos. Se quedaron allí sentados, bebiendo café y fumando.

—Mira por la ventana. Fíjate qué sol.

—Es como si fuera verano —comentó él.

—En Nueva York debe de hacer un frío que pela.

—Es un pensamiento agradable.

—Pero algo egoísta —admitió ella—. No debemos desearles mal tiempo.

—Vamos a tomar el sol. ¿Qué tal si hoy salimos? ¿Adónde podríamos ir?

—No lo sé. ¿Qué te apetecería?

—No hemos visto mucho de la isla.

—Ni de la ciudad.

—Yo sí la he visto —dijo él jovialmente—. He visto bastante de la ciudad.

—¿Te gustaría ir a navegar? Hay barcos que parten del hotel.

—De acuerdo, vayamos a navegar.

Cora se puso en pie y le dijo:

—Subiré a la habitación a ponerme unos pantalones. Vuelvo en seguida.

Bevan se quedó sentado mirando cómo salía del comedor. La sala hervía a medida que llegaban los comensales para el almuerzo. Algunos le sonrieron y lo saludaron con una inclinación de cabeza; él les devolvió el saludo, feliz de poder hacerlo sin sentirlo como algo forzado. Se dijo que comenzaba a estar como en casa en el Laurel Rock, más como participante que como observador. Era un pensamiento reconfortante; le invadió una sensación de amistad hacia los que ocupaban las demás mesas. Entonces se le ocurrió pensar que había algo más, que empezaba a sentirse más amigo de sí mismo.

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