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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (13 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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—Tal vez no necesite explicarse. Tal vez yo la entienda.

«Claro que la entiende —pensó Bevan—. Cualquiera la entendería. Cualquiera con ojos. Si se fijaran un momento en el señor y la señora Bevan se darían cuenta del tipo de matrimonio que es. O al menos verían parte de la historia. Ahora el tipo le mira a la cara y ve el resto de la historia. O tal vez no sea así. Sino que ve solamente la versión de Cora. ¿Qué vas a hacer tú? ¿Subirte a un escenario y contar tu versión? Los pasillos se llenarían hasta los topes, hermano. Te ficharían para la comedia de Colgate».

—La vi cuando salió del comedor —le decía el hombre—. Lo dejó sentado a una mesa. Cuando subió al ascensor tenía usted la cara verdosa. Creo que sé por qué subió a su habitación. Tenía ganas de vomitar, ¿no es verdad?

Cora no le contestó.

—¿Por qué bebe tanto?

—No puede evitarlo.

—Querrá decir que no quiere hacer el esfuerzo. ¿Es eso lo que quiere decir?

—No estoy segura. No sé qué le pasa a mi marido.

—Yo sí —repuso el hombre.

—Hágame el favor. Si sólo lo ha visto una vez. Apenas lo conoce.

—Mejor, porque eso aumenta mi percepción. —El hombre hizo una pausa esperando a que el comentario hiciera su efecto. Luego agregó—: Su marido padece de una enfermedad conocida como falta de agallas.

Bevan dio un leve respingo. No notó que había dado un respingo.

—Es una pena —dijo el hombre—. No por él. Sino por usted.

—No hay nada que yo pueda hacer.

—Sí que lo hay —dijo el hombre—. Claro que hay algo que puede hacer.

Cora no dijo palabra. Bevan pensó: «se lo está metiendo en la cabeza, logrará venderle la idea. En fin, que la ha cogido en el momento justo».

—Creo que ha llegado el momento de que le dé ciertas cifras estadísticas. Tengo treinta y nueve años. Hace tres que estoy divorciado. A mi ex mujer le paso cuatrocientos dólares mensuales en concepto de alimentos. Mejor dicho, como limosna, porque el tribunal no me obligó a nada. Le doy el dinero porque le tengo lástima. Está realmente muy mal. Es patológicamente incapaz de permanecerle fiel a ningún hombre. Cuando la descubrí; le partí la mandíbula. Siempre me supo mal haberlo hecho.

Se produjo una pausa, al cabo de la cual, Cora le preguntó:

—¿Tiene niños?

—Tres hijos de ocho, nueve y doce años. Están en una escuela militar. Por supuesto que yo tengo su custodia. Procuro verlos por lo menos una vez al mes. Son unos chicos estupendos y sacan muy buenas notas. Me gustaría verlos con más frecuencia, pero por motivos de trabajo tengo que viajar mucho.

—¿A qué se dedica?

—Soy ingeniero de minas. Preferentemente, de minas de cobre. Existe una gran demanda de cobre y me pagan bastante bien.

—No me interesan sus ingresos, señor Atkinson.

—Ya lo sé. Si creyera que le interesaban no le estaría hablando de ello. Gano unos cuarenta mil dólares al año.

«Estupendo —pensó Bevan—. Es un buen salario. Y seguro que no lo malgasta. Lo sé por el tono de su voz. El tono de su voz me dice muchas cosas. Una voz gruesa y profunda de barítono que hace juego con esa nariz ligeramente achatada. De modo que en vez de frecuentar clubs nocturnos el tío se acuesta temprano todas las noches, y en vez de ir a las carreras se va de caza o de pesca. Y lee libros, claro está. Probablemente a Steinbeck y Melville, y tal vez a Walter Scott, aunque diría que quizá es demasiado sofisticado para Scott. Pero no es una afectación simulada. Al menos no posee las filigranas que siempre te indican que si rascas un poco no sale nada. Este tío lleva muchas cosas debajo de la capa exterior.

»¡Oye! ¿Qué estás haciendo? ¿Le aplaudes las gracias? No, me parece que lo que hago es aplaudirle a ella. Por eso estás analizando al candidato. Quieres estar seguro de que se lleve algo que valga la pena. Espero que responda a los requisitos, señor Atkinson. Espero que sea bueno con ella y la haga feliz. Es una buena chica y se merece un poco de felicidad, sobre todo si consideramos que ha tenido tan poca.

»Me parece que esto se merece otro gin-tonic. Sería una buena idea llenar la piscina de ginebra y zambullirse en ella. Pero la ginebra no combina bien con esta disposición de ánimo. ¿Y qué te parece que puede combinar entonces? Lo de zambullirse está bien. Que sea una zambullida desde muy alto. Desde unos treinta metros hacia un fondo rocoso; un fondo rocoso y puntiagudo. La cuestión es que para ese tipo de acrobacias hacen falta agallas. Y como ha dicho el hombre, es justo lo que te falta, hermano. Como ha dicho él, se trata de una enfermedad conocida como falta de agallas. Pidamos una votación a mano alzada. Ganan los votos afirmativos».

Desde la mesa para dos le llegó el ruido de las sillas al rozar el suelo. Oyó pasos que se alejaban de la mesa. Bevan bajó la carta de licores y los vio salir juntos. Al traspasar la puerta que comunicaba el bar con el vestíbulo, vio el rostro de Cora de perfil. El hombre le hablaba y ella estaba ensimismada escuchándole con atención. Tenía los labios ligeramente separados y su expresión era pasiva y un tanto soñadora, como la de una niña. Entonces, dejó caer ligeramente los hombros, muy poco, aunque el gesto pareció mucho más marcado. Era casi como un gesto de rendición.

«¿Estoy cediendo? —se preguntó Cora—. ¿Estoy de verdad cediendo y diciéndole que sí a este hombre? No lo sé. En estos momentos no estoy segura de nada. Ni siquiera sé dónde estamos, ni adonde me lleva. ¿Adónde me llevará?».

Atravesaban el vestíbulo. Atkinson la condujo hacia la puerta lateral que daba a la zona de la piscina. Salieron; Cora pestañeó con fuerza bajo el reluciente sol caribeño. La zona de la piscina estaba atestada y le oyó decir.

—Alejémonos de esta multitud. Demos un paseo por el jardín.

Sin articular sonido, Cora inquirió: ¿Jardín? ¿Qué jardín?

—Tienen un jardín maravilloso —le dijo él—. Las flores son un espectáculo digno de ver.

«Pero no quiero verlas —pensó Cora—. No quiero ir al jardín». Intentó decirlo en voz alta, pero era como si hubiera enmudecido. Lo único que podía hacer era caminar a su lado, cruzar el césped aterciopelado rumbo a un sendero de grava que bordeaba un parterre circular de arbustos y flores. Era un jardín espacioso, y parte de él se encontraba hundido; un tramo de escalones de piedra se internaba por el centro de una pendiente multicolor que brillaba como una colección de piedras preciosas. Era el jardín de rocas. Las rocas eran de color verde plateado, rosa plateado y amarillo ámbar, y las flores eran de tonos púrpura, azules oscuros, azules brillantes y naranjas brillantes. Algunas de las rocas más voluminosas estaban adornadas de laureles.

— …de aquí viene el nombre de este lugar —le decía él—. ¿Lo ve ahí? ¿El laurel en las rocas? —Por un momento, él se alejó de ella para poder mirar de cerca las plantas—. Sí, son laureles. Provienen del sur de Europa.

Pero Cora no lo oyó. En ese momento había perdido el equilibrio en las escaleras, y cuando iba a caer, él se volvió rápidamente y la sujetó. Le rodeó los brazos con sus gruesos dedos, y cuando la ayudó a incorporarse, ella se apoyó en él. Luego se irguió y él la soltó y se miraron. Cora sintió la presión de sus ojos quemándole en la cara. Era como un fuego incandescente que la invadía. Le hervía el cerebro y la sangre. «Me estoy mareando —pensó—. Me siento muy mareada».

Pero no puede ser eso —se dijo—. Es por el sol, hace un calor terrible. Necesitaría una sombrilla. Sí, todo se solucionaría si tuviera una sombrilla, porque son los efectos del sol. Basta ya, por favor. Deja ya de mirarme así.

Bajaron juntos los escalones de piedra; entre ambos había una cierta distancia, pero era como si él la estuviese tocando. Era como si la tuviera en sus brazos, aferrándola con fuerza, mimándola, apretándola con sus gruesos dedos, amasándole la carne, derritiéndola. Cora oyó una voz que podría haber sido la de él, pero que ella sabía que no lo era; venía de muy lejos y le decía: «No te ensucies». Cora le contestó a aquella voz; tenía los nervios tensos, cargados de todo el desafío del que fue capaz, y le dijo: «Déjame en paz, déjame en paz. ¿No puedes dejarme en paz? ¿No lo comprendes? Lo quiero. Lo necesito. Sé cuánto lo necesito y he de conseguirlo. Pero no puedes tenerlo, le tienes miedo. ¿Pero por qué? ¿Por qué tienes tanto miedo? Porque es sucio, es vergonzoso y horrendo. Contamina, eso es lo que hace. Ni siquiera puedes hacerlo con el hombre cuyo anillo llevas. Por algún motivo…

»Por algún motivo asqueroso, aterrador…».

Se echó a temblar. Por un instante, su mente se convirtió en una lente enfocada en el tiempo y ella espiaba a través de un túnel muy largo cubierto por la oscuridad de los años, de todos los años. «Está allá al fondo —pensó—. Algo ocurrió hace mucho tiempo. Me agarró y nunca me soltó. Son como unos dedos de uñas afiladas que se me clavan en el cerebro, que me sujetan los pensamientos y los retuercen impidiéndoles crecer. Sí, eso es lo que te ha hecho. Te ha impedido crecer. ¿Pero qué quiere decir, qué significaba? Sabes bien lo que significa. Significa que no eres mujer, que no eres mujer de verdad. Sino una niñita asustada.

»Pues no permitiré que me asuste —se dijo—. Tengo veintinueve años y soy razonablemente inteligente, al menos lo suficiente como para analizarlo en su justa perspectiva. ¿Pero qué es, pues?

»Sea lo que fuere, no debe asustarme. Sin duda, no hay motivos para que tema a Atkinson. La verdad es que es un tanto brusco, y creo que debajo de esos modales de saludable
boy scout
esconde a un desagradable provocador. Por ejemplo, mira que pegarle a su mujer en la cara y romperle la mandíbula… No tenía por qué contártelo, pero daba la impresión de que disfrutara haciéndolo. De todos modos, estoy segura de que es más caballero que lo contrario, y que no habrá ningún problema. Comencemos por esa premisa, ¿de acuerdo?

»Pero lo quiero —se dijo.

»No, no lo dices en serio.

»Sí, lo digo en serio. Quiero que me…

»Basta ya —se dijo—. Acaba con esto de una vez.

»De acuerdo, procuraré ponerle fin».

—Me gustaría tener una sombrilla —dijo Cora en voz alta.

—Es verdad, hace un calor que quema.

—Es sofocante —dijo Cora. Y con voz insegura, agregó—: ¿Por qué… por qué no volvemos?

—Hay una sombra ahí cerca —señaló en dirección a un grupo de árboles y arbustos—. Quizá encontremos un banco para que pueda descansar y refrescarse un poco.

Llegaron al pie de las escalinatas de piedra y se dirigieron hacia los árboles y arbustos. Un sendero estrecho atravesaba el espeso follaje y se internaba entre los árboles. Cora iba delante suyo y sentía su presencia muy cerca. Se decía que estaba muy cerca de ella, y que el sendero era demasiado estrecho y el follaje demasiado denso. Volvió a estremecerse. Se dijo que tenía que dejar de temblar y continuar andando; recorrió lentamente el sendero que serpenteaba entre los árboles hasta conducirla ante un pequeño estanque. Era muy pequeño y se encontraba entre los arbustos. Era un lago con peces de colores.

Lanzó un torturado grito y echó a correr. Entonces se desmayó. Cuando él la levantó del suelo, Cora respiraba entrecortadamente y le decía:

—Sáqueme de aquí… sáqueme de aquí.

Un camarero se acercó a la mesa y le dijo a Bevan:

—¿Qué le sirvo, señor?

—Cualquier cosa. Lo que usted quiera.

—¿Algo con ron?

—Ron —murmuró Bevan, meditativo. Miró la cara oscura del camarero y le preguntó—: ¿Qué clase de ron?

—El mejor, señor. En nuestro establecimiento sólo servimos el mejor.

—No quiero el mejor. Quiero el peor.

El camarero sonrió, paciente.

—El peor —repitió Bevan—. La marca cuya etiqueta pone: «Sólo para fracasados incurables».

—Me temo que no servimos esa marca, señor.

—Claro que no sirven de esa marca en este local. Sus clientes son gente decente, sana, respetable. ¿Es así?

—Sí, es así.

—¿Lo ve? Eso me excluye, entonces.

Se puso de pie, le sonrió con amabilidad al camarero. Sacó la billetera y le entregó un billete de un dólar.

—Pero señor…

—Guárdeselo. Guárdeselo como recuerdo. Un regalo de despedida.

—¿Quiere decir que deja el hotel?

—Con muchísimo gusto. —Le dio una afable palmadita en el hombro al camarero, salió del bar y cruzó el vestíbulo rumbo a la puerta principal que daba a la calle Harbour. Ante el portón exterior se encontraban agrupados unos cuantos taxistas, y, al acercarse Bevan, se apiñaron a su alrededor, hablando deprisa y señalando cada uno su respectivo coche, como si tuviera algo más que ofrecer que los demás. Se metió en el que le quedaba más a mano, y cuando el taxista estuvo ante el volante, le dijo:

—Vamos a Winnie’s Place.

El taxista se giró y lo miró boquiabierto.

—Ya me ha oído —le dijo al conductor—. Le he dicho que vamos a Winnie’s Place.

—Disculpe usted, señor capitán, pero… ¿está usted seguro…?

—Estoy muy seguro.

—Pero señor capitán…

—Oiga, ¿quiere hacer la carrera o no?

El taxista se volvió de cara al parabrisas y puso el motor en marcha.

8

El tráfico era considerable y el taxi avanzaba lentamente; el motor se ahogaba de vez en cuando al detenerse bruscamente en las intersecciones bloqueadas.

El taxista llevaba un viejo sombrero de fieltro, y la camisa mugrienta abotonada hasta el cuello; el traje raído era de cheviot grueso. Hacía más de treinta y cinco grados, pero al hombre parecía no afectarle la temperatura. La única señal visible de incomodidad la daba cuando, de tanto en tanto, volvía la cabeza para mirar a Bevan, que iba repantigado en el asiento trasero, con la cabeza echada hacia atrás; sus ojos semicerrados miraban al techo del coche y la boca esbozaba una leve sonrisa. Entre los dedos tenía un cigarrillo encendido, pero no lo fumaba. Lo sostenía ante su cara y las volutas de humo subían ante su sonrisa de Buda. Parecía un sahumerio de incienso.

El taxista le echó otra mirada y le preguntó:

—¿Se encuentra usted bien, señor capitán?

—Estupendamente —murmuró Bevan.

—¿Está seguro? Parece…

—No me diga lo que parezco. Ya sé lo que parezco.

—Si hay algo que pueda hacer por usted…

—Lléveme a Winnie’s Place.

El taxista se encogió de hombros y volvió a concentrarse en el volante, sin dejar de fruncir el ceño con aire perplejo; al cabo de un rato volvió a preguntar:

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