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Authors: David Goodis

Tags: #Novela negra

Descenso a los infiernos (12 page)

BOOK: Descenso a los infiernos
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Se hizo un silencio. Joyner estaba sentado relajadamente con los brazos caídos a los costados. Bevan se encontraba muy reclinado sobre la mesa, lanzándole una sonrisa vacía y un tanto idiota a la reluciente cafetera de plata. Cora tenía la cabeza gacha y la cara apoyada en las palmas de las manos.

—Estoy esperando. Creo que deberían decidirse ahora mismo. No tendrán otra oportunidad —dijo Joyner finalmente.

—Es usted estupendo —admitió Bevan, sin dejar de sonreírle a la cafetera—. Tendría que vender seguros.

—Esto es un seguro —comentó Joyner con una sonrisa—. Es el mejor seguro que pueda contratar jamás.

—¿Y quién le ha dicho que voy a contratarlo?

—Claro que lo contratará. Estoy seguro de que lo hará.

Cora se quitó las manos de la cara. Tenía los ojos cerrados firmemente, y los abrió y dijo:

—No podemos pagarle cinco mil dólares. Ni siquiera podemos acercarnos a esa cifra.

—¿Cuál es la máxima cantidad que puede darme? —inquirió Joyner sonriendo amablemente.

Cora miró a su marido. Esperó a que él dijera algo. Pero fue inútil. Bevan estaba concentrado en la cafetera; su plateada redondez le devolvió la imagen distorsionada de su cara sonriente. Frunció el ceño con aire taciturno y luego volvió a sonreír. Empezó a hacerle muecas a la superficie plateada y brillante de la redonda cafetera.

—Usted tiene la última palabra, señora Bevan —le dijo Joyner—. Con él no se puede hablar.

—Yo tampoco —comentó Cora sin poder contenerse. Con los dedos se presionó con fuerza la frente y luego le dijo—: Le daremos mil dólares. No podemos darle más de mil. Entiéndalo, no somos ricos.

Joyner negando con la cabeza.

—Dejémoslo en dos mil —sugirió Joyner.

—No podemos. —La voz de Cora sonó suplicante—. De veras no podemos.

—Analicémoslo un momento —murmuró el jamaicano—. ¿A qué se dedica su marido?

—Soy exterminador —repuso Bevan—. Voy por ahí exterminando. Es divertidísimo.

—Vende títulos de inversión —contestó Cora.

—Es un trabajo a tiempo parcial —masculló Bevan, sin dejar de mirarse en la cafetera—. Porque en realidad me dedico a trabajar en un circo. En la cuerda floja. Es una cuerda floja especial. Da vueltas en círculos.

—¿Siempre habla así? —inquirió Joyner.

—Sólo los días libres —susurró Bevan con tono de confidencia, ahuecando la mano al costado de la boca—. Libro siete días a la semana.

Joyner suspiró, y le lanzó una mirada piadosa a Cora. Era una verdadera pena. Y le dijo:

—Lo lamento mucho. Sé que no tiene una vida fácil.

—¡Cállese la boca! —le ordenó Bevan—. Váyase a paseo y cállese la boca.

—Ya veo que tiene usted un gran problema —le dijo Joyner a Cora—. ¿No puede hacer nada por él?

Bevan lanzó una clamorosa carcajada. Las personas que ocupaban las demás mesas miraron en su dirección. Al ver de quién se trataba se encogieron de hombros. Alguien dijo:

—Ha vuelto a las andadas.

Cora tenía la cabeza gacha y los ojos firmemente cerrados.

—Señora Bevan, tiene usted una pesada carga —le dijo Joyner—. No quiero dificultarle las cosas. Pero no me queda alternativa. Es una cuestión de suprema necesidad. Soy pobre. Muy pobre.

—¿Intenta justificar su postura? —le preguntó Cora mirándolo a la cara.

—En cierto modo —repuso el jamaicano sosteniéndole la mirada—. Es una cuestión de economía. Es la ley de la oferta y la demanda. Usted quiere que su marido siga con vida y yo le ofrezco la garantía. No puede comprarla usted a ninguna otra persona.

—Eso simplifica las cosas —comentó Bevan dirigiéndose a nadie en particular—. Eso simplifica mucho las cosas.

—¿Podríamos estirarlo hasta mil quinientos? —inquirió Joyner sin dejar de mirar a Cora.

—Está bien —contestó ella.

—Lo quiero en libras.

—De acuerdo. —Cora parecía muy cansada.

—¿Podríamos arreglarlo ahora?

—Supongo que sí —repuso ella—. Mi marido y yo tenemos una cuenta conjunta. Iré al mostrador y le extenderé un cheque. Tardarán un poco en verificar si en Nueva York hay fondos.

—Esperaré —dijo Joyner.

Cora se levantó de la mesa. Intentó mantener los hombros erguidos cuando atravesó el comedor rumbo al vestíbulo. Bevan había levantado la cabeza y mientras la observaba, pensó: Bonito espectáculo. Se la ve tan delicada y frágil con esos pantalones. Realmente encantadora, a su manera elegante y nada llamativa. Son muy pocas las que pueden llevar pantalones de ese modo. Los lleva con tanta gracia. Fíjate en su cabello dorado pálido. Sí, señor, todo un espectáculo, y no me importaría salir con ella. Tal vez logre invitarla a navegar. Hace un bonito día para navegar.

7

Más tarde, Cora regresó a la mesa en la que Joyner fumaba un cigarrillo y Bevan bebía un gin-tonic. Le entregó a Joyner un grueso sobre. Y murmuró:

—Por favor, no lo cuente aquí.

—Claro que no —repuso él, con una sonrisa. Luego se puso de pie y salió del comedor. Al cabo de unos minutos regresó y le dijo a Cora—: Está bien. —Joyner notó cómo le miraba y agregó—: No hace falta que se preocupe, señora Bevan. No volverá a verme. —Cora no hizo ningún comentario. Joyner se despidió—: Adiós, señora Bevan. —Cora observaba a Bevan mientras se bebía el gin-tonic y se tapó la boca con la mano. Bevan levantó la vista y le sonrió, luego le sonrió a Joyner, y volvió a concentrarse en el gin-tonic. Joyner sacudió lentamente la cabeza y se alejó.

Al cabo de unos momentos, Cora dijo:

—No me encuentro bien. Subiré a la habitación.

—Vamos, te encuentras estupendamente —dijo Bevan—. Quédate.

—Me duele la cabeza. Estoy cansada. Estoy muy cansada y quiero subir a la habitación.

—¿No quieres ir a navegar?

—No, no quiero ir a navegar —repuso. Observó a Bevan mientras éste bebía a pequeños sorbos—. ¿Sabes lo que de veras me apetece hacer? —inquirió en voz baja—. Tengo ganas de vomitar.

—No digas esas cosas. No es tan grave.

—¿No?

Bevan no contestó. Tomó un trago del vaso. Era un vaso alto y ya estaba casi vacío.

—¿Te das cuenta de la cantidad que le hemos dado? Le hemos dado mil quinientos dólares.

Bevan se encogió de hombros, sin mirarla. Tenía la vista centrada en el vaso; medía la cantidad de licor que quedaba.

—Mil quinientos dólares —repitió Cora—. Y no te importa. No te molesta en lo más mínimo. Si le hubiéramos dado hasta el último centavo, tampoco te habrías molestado.

Bevan volvió a encogerse de hombros.

—Me pregunto si has llegado al punto en que nada te importa.

Entonces, Bevan la miró.

Cora inspiraba profundamente a través de los dientes. Al hacerlo, producía un ligero silbido.

—No podíamos permitirnos el lujo de darle esa cantidad. Y lo sabes, ¿verdad?

—Olvídate del tema.

—No. —Sacudió la cabeza con fuerza—. Esta vez no.

—Has dicho que te ibas a la habitación. ¿Por qué no te vas?

—Antes te diré lo que pienso. A menos que prefieras que me calle. Como siempre me he callado, mordiéndome las palabras. Ahogándome con ellas.

—Suelta el rollo de una puñetera vez. ¿Qué te pasa?

—Quiero que hagas algo. Te estás destrozando y has de hacer algo.

—¿Como qué? ¿Tomar pastillas? ¿Inyectarme?

—Dominarte, eso es todo.

—Eso es todo —repitió él, imitándola—. Como si se tratase de un asunto rutinario. Algo así como hacerse un corte de pelo.

—Puedes hacerlo.

—Claro, yo puedo hacer cualquier cosa. Puedo bailar mejor que Gene Kelly, ganarle una pelea a Gavilan y un partido de golf a Ben Hogan. Sólo hace falta que me den tiempo para probarlo. Que me den un poco de tiempo.

—¿Para qué? ¿Para acabar de arruinarte? ¿Y de arruinarme a mí?

Bevan contempló el gin-tonic y le preguntó al vaso:

—¿Lo has oído? ¿Has oído lo que dice la señora?

—Mírame —le ordenó Cora entre dientes, haciendo un esfuerzo para que no la oyeran—. Te estoy hablando. ¿No puedes darme una respuesta sensata?

—La verdad, no. —Levantó el vaso, se lo llevó a los labios y se bebió hasta la última gota. Lo posó cuidadosamente sobre la mesa y lo estudió durante un largo instante; luego dijo—: Hay que llenarlo otra vez. Eso es lo que hace falta.

Cora se puso de pie. Iba a decir algo pero no logró expresarlo. Se alejó de la mesa y salió rápidamente del comedor. Había una cierta furia en su partida; Bevan se incorporó y fue tras ella. Luego cambió de idea y regresó a la mesa. Le hizo señas a un camarero que pasaba en ese momento y le pidió otro gin-tonic.

Una hora después, continuaba sentado en el comedor, bebiendo lenta y metódicamente sin pensar en nada en particular. Las mesas ya estaban vacías. Los camareros habían quitado los platos y estaban atareados limpiando las migas de las sillas y barriendo el suelo. En varias ocasiones pasaron junto a la mesa que ocupaba Bevan, y con la mirada le daban a entender amablemente que estorbaba y que debería marcharse a beber al bar. Finalmente, el jefe de camareros se le acercó y se lo pidió cortésmente. Bevan se levantó de la silla y salió del comedor. Atravesó el vestíbulo y entró en el bar. Todos los taburetes estaban ocupados y buscó una mesa. Había varias desocupadas; se disponía a enfilar hacia la más cercana cuando los vio en una mesita para dos, cerca de la pared opuesta.

Ellos no lo vieron. Se miraban por encima de dos vasos altos y espumosos, que contenían un líquido verde anaranjado; daba la impresión de ser una bebida a base de frutas. Apenas habían probado la bebida y estaban concentrados el uno en el otro. Cora comentaba algo y el hombre asentía seriamente. Entonces, el hombre dijo algo y Cora asintió. Luego sonrieron.

Bevan también sonrió. «Episodio número dos —dijo Bevan para sí—. Continuación del de ayer». Dirigió su sonrisa hacia la nariz ligeramente achatada del hombre y su cabello color zanahoria. En una mesa cercana, varias personas se pusieron de pie, y Bevan se dirigió hacia allí. La ocupó y abrió rápidamente la carta de licores, y se ocultó tras ella. Oyó a Cora que decía:

—… muy amable de su parte, señor Atkinson.

—No era un cumplido —repuso el hombre—. Es la pura verdad. Es usted una chica excepcionalmente guapa.

—¿Una chica? Eso fue hace mucho tiempo. Llevo casada nueve años.

—¿De veras? Pues no se nota. O tal vez…

—¿Tal vez qué?

—Tal vez se le note en los ojos.

—¿Incluso cuando sonrío?

—Sí —respondió el hombre—. Incluso cuando sonríe. Es una sonrisa tan cansada… Me dice mucho sobre usted.

—¿Hace usted esto a menudo, señor Atkinson?

—¿Qué cosa?

—Leer historias en los ojos de las personas.

—No, nunca lo había hecho antes. Porque nunca había estado lo bastante interesado. Es decir, hasta ahora.

—Pero la cuestión es que estoy casada.

—Ésa no es la cuestión. Aquí sólo hay un aspecto, y estoy positivamente seguro de que usted sabe cuál es.

—Ojalá no hubiera hecho usted ese comentario.

—Era preciso. Hay muchos comentarios que es preciso hacer.

En la mesa para dos se produjo un silencio. Bevan siguió ocultándose detrás de la carta. Pensaba: «el tipo la atrae de veras. O tal vez sea que necesite algo en qué apoyarse y da la casualidad que él está cerca. ¿Prefieres creerlo así? Será mejor que sigas sintonizando este programa. Te permitiré ver el marcador, sea cual fuere el resultado. Me gustaría ver el rostro de Cora. Está ahí sentada, tan calladita, no me gusta ese silencio».

—No puedo negarlo, Cora —le dijo el hombre.

—Para usted soy la señora Bevan.

—No, para mí es Cora. Insisto, es Cora.

—No me parece adecuado.

—Sabía que lo diría. Para usted es muy importante observar un comportamiento adecuado, ¿verdad?

—Sí. Creo que la moderación es importante.

—Siempre y cuando se aplique en el sitio adecuado. Y éste no es el sitio adecuado, ni el momento.

—Será mejor que me marche.

—Sabe bien que no se irá —le dijo el hombre—. Sabe bien que quiere estar aquí sentada y hablar conmigo.

—Pero no de eso.

—Tenemos que hablar de eso. En realidad, no existe ningún otro tema del que podamos hablar.

Se produjo otro silencio. Entonces, Bevan le oyó comentar:

—Va usted muy en serio.

—Es algo más que eso. Estoy decidido.

—Suena casi agresivo.

—Me da igual como suene. Si creyera que aquí no pasaba nada, no habría intentado ir más lejos. Y sin duda, no le habría expresado mis sentimientos. Pero aquí ocurre algo y usted lo sabe, los dos lo sabemos.

—Señor Atkinson…

—Ayer también lo sabíamos, cuando estábamos en la piscina, y hablábamos de esto y de lo otro. De libros, de teatro, de viajes y demás. Todo muy tranquilo y calmado en la superficie. Pero por debajo…

—Por favor, no siga.

—¿Por qué no? ¿Tiene miedo de oírlo?

Cora no contestó.

—Hace tiempo serví en la Marina. Era oficial y tenía a mi mando un barco patrulla. Durante tres años realicé diversas campañas por el Pacífico en aquel barco. Era estupendo, y de él aprendí unas cuantas lecciones. Hay una en particular que jamás olvidaré. Y es ésta: Cuando sepas exactamente lo que quieres hacer, sigue adelante y hazlo.

—Es una filosofía temeraria, señor Atkinson.

—Es temeraria porque se basa en la verdad. —Entonces, su voz fue como una arremetida de sonido—: Quiero apartarla de él.

Lo dice en serio —pensó Bevan—. No se anda con chiquitas, lo dice en serio.

—No sé qué contestarle —dijo Cora—. Todo es tan precipitado. No ha habido indicio…

—El indicio fue muy claro cuando nos vimos por primera vez. Yo la vi y usted me vio a mí y eso fue todo.

—¿No estará usted dando por sentadas demasiadas cosas de manera un tanto precipitada?

—En absoluto. Es un hecho. Un hecho irrevocable.

—Por favor, no me mire de ese modo.

—No puedo mirarla de ningún otro modo.

—No… —Se le quebró la voz y se hizo casi un murmullo—. No debemos. No sé cómo manejar esta situación. —Lo dijo como hablando consigo misma en voz alta—. Esto es demasiado para mí. En cualquier otro momento, habría sabido qué pensar, qué decir. Pero ahora no.

—¿Le importaría aclararme ese punto?

—No me pida que se lo explique.

Permanecieron en silencio durante unos instantes y luego el hombre dijo:

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