Diario de una buena vecina (21 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Le dije:

—Joyce, quiero hablarte de Maudie, sabes, aquella anciana.

—Mira, no quiero saber nada, ¿comprendes? —me dijo Joyce.

—¿No quieres hablar de lo único real que me ha sucedido en mi vida? —le dije.

—No te ha
sucedido
–cruel e insistente—; por alguna razón especial, hiciste que te sucediera.

—Pero es importante para mí, lo es.

—Debe de serlo para
ella
, esto es seguro —me dijo, con aquel seco resentimiento que percibo en las voces de la gente que intuye una imposición.

—¿No te parece raro, Joyce, cómo todos nosotros damos por sobreentendido que los ancianos son algo que hay que
esquivar
, como un enemigo, o una trampa? ¿No les deberemos algo? —le dije.

—No espero que mis hijos me cuiden.

Sentí desesperación, porque ahora me da la sensación de que es un viejo disco rayado:

—Eso es lo que dices ahora, no lo que dirás luego.

—Voy a hacer un mutis por el foro, cuando me sienta inútil, desapareceré.

—Eso lo dices ahora.

—¿Cómo lo sabes, por qué tienes esa seguridad respecto a mí?

—Porque ahora sé que todo el mundo dice lo mismo, en estadios determinados de sus vidas.

—O sea, voy a acabar como una vieja bruja que se arrastra, una vieja bruja incontinente... ¿es eso lo que me dices?

—Sí.

—Voy a decirte algo, estoy contenta de una cosa y es de que estoy poniendo una distancia de miles de kilómetros entre mi padre y yo. Es un viejo simpático, pero todo tiene un límite.

—¿Quién lo cuidará?

—Entrará en una residencia, supongo. Eso es lo que yo esperaría.

—Quizá.

Y así hablamos, con Joyce, durante horas, yo totalmente postrada en Londres, intentando esquivar el siguiente espasmo que me agarrotará la espalda; ella en su antigua silla de zaraza en una casita de campo en la montaña, «con excedencia» de
Lilith
. Pero ya ha mandado su renuncia.

No llamo a mi hermana. No llamo a los hijos de mi hermana.

Cuando pienso en ellos me enfurezco. No sé la razón. Tengo la misma sensación con estos infantiles adolescentes que la que Joyce siente respecto a Maudie y a mí: sí, está bien, está bien, pero no ahora, lo pensaré más tarde, ahora no tengo la energía suficiente.

Cuatro semanas de no hacer nada.

Pero he pensado.
Pensado
. Nada de rápidas intuiciones y juicios precipitados, sino lentos y largos pensamientos. Respecto a Maudie. Respecto a
Lilith
. Respecto a Joyce. Respecto a Freddie. Respecto a los mocosos de Georgie.

Antes de reintegrarme a la oficina, visité a Maudie. Su carita hostil, pero era una cara blanca, no era amarilla, y me sentí mejor respecto a ella, inmediatamente.

—Hola —le dije y me lanzó una mirada sorprendida porque he perdido mucho peso.

—Así que es cierto que ha estado enferma, ¿no? —me dijo, con una voz suave y preocupada, cuando nos sentamos una frente a la otra junto al maravilloso fuego. Cuando pienso en ella, veo el fuego: aquella sórdida y horrible habitación, pero el fuego le procura brillo y te da la bienvenida.

—Sí, claro, Maudie. De lo contrario, la habría visitado.

Su cara ladeada, la mano levantada para protegerse de mí.

—Vino aquel médico —dijo finalmente, con una vocecita perdida—.
Ella
lo llamó.

—Lo sé, me lo contó.

—Bien, ¡si es amiga suya!

—Tiene mejor aspecto que antes, ¡alguna relación debe guardar con el médico!

—¡Eché las pastillas al retrete!

—¿Todas?

Una risa acabó con su enfado:

—¡Es lista!

—Pero
tiene
mejor aspecto.

—Si usted lo dice.

—Bien —dije, aceptando el riesgo—, podría ser una cuestión de que muriera antes de tiempo.

Se envaró, se quedó contemplando el fuego. Parecía un largo rato. Acto seguido suspiró y me miró directamente. Con una mirada maravillosa, asustada pero valiente, dulce, suplicante, agradecida y, también, perspicaz.

—¿ Cree que podría pasar eso?

—Por unas pastillas —le dije.

—Me atontaban tanto...

—Tome las que crea conveniente.

Esto pasó hace un año. Si hubiera tenido tiempo de escribir en este diario adecuadamente, se habría parecido al almacén de un constructor, cacharros y trastos amontonados, esparcidos por el lugar, nada en su sitio, una cosa no más importante que la otra. Te paseas por allí (visité uno la semana pasada para un artículo) y ves un montón de arena aquí, una pila de cristal allá, unas vigas de acero sin orden ni concierto, sacos de cemento, palancas. Ésta es la razón de ser de un diario, el amontonamiento de sucesos, todos mezclados. Pero ahora miro al año pasado y empiezo a reconocer lo que fue importante.

Y lo más importante fue algo de lo que casi no me di cuenta. Mi sobrina Kate compareció una noche, con aspecto de tener veinte años, no quince, a la manera en que pueden parecerlo en estos tiempos, pero parecía loca, tartamudeando, adoptando poses, mirando al cielo. Se había escapado de su casa para vivir conmigo, dijo; y quería ser modelo. Firme pero amable (pensé y pienso), le dije que volviera inmediatamente a su casa y si alguna vez pasaba como máximo una tarde conmigo, podía tener la certeza de que yo no sería como su madre, no lavaría ni una taza que ella ensuciara. Se largó, malhumorada. Llamada telefónica de mi hermana Georgie: ¿Cómo es posible que no tengas ni la más mínima cordialidad? Tonterías, le dije. Llamada telefónica de mi sobrina Jill. Me dijo:

—Te llamo para decirte que soy muy distinta de Kate.

—Me encanta oírlo —le dije.

—Si viviera contigo, no tendrías que ocuparte de mí. Mamá me cansa, estoy de tu parte.

—No tan cansada como debe de estar ella constantemente.

—Tía Jane, quiero pasar el fin de semana contigo. —

Fácilmente podía adivinar por su voz cómo
ella
veía a la sensacional tía Jane, en el Londres de moda, con sus elegantes actividades.

Llegó. Me gusta, lo admito. Una muchacha alta, delgada, bastante atractiva. Esbelta, es la palabra, creo. Se marchitará si no va con cuidado. Pelo negro y liso: puede verse lacio y apagado. Grandes ojos grises: los míos.

Miraba cómo sus ojos recorrían todo mi piso: yo me preguntaba, ¿para copiarlo en su propia casa?... la rebeldía adolescente, quizá; pero no, era para decidir cómo encajaba aquí, conmigo.

—Quiero vivir aquí contigo, tía Jane.

—¿Quieres trabajar en
Lilith
, convertirte en parte de mi sofisticada, elegante y sorprendente vida?

—Tengo dieciocho años. No quiero ir a la universidad, tú no fuiste, ¿no?

—¿Quieres decir que conmigo, en plan pasaporte para mejores cosas, no necesitas un título?

—Bien, sí.

—¿Has aprobado los exámenes?

—Los aprobaré, lo prometo, me examino en verano.

—Bien, lo pensaremos entonces.

No lo pensé. Era todo demasiado extraño: mi hermana Georgie cómodamente instalada en mi vida, así lo veía.

Pero Jill volvió y me empeñé en llevarla de visita a casa de Maudie, de quien dije sólo que era una vieja amiga. Maudie se había encontrado mejor últimamente. Su problema principal, la incontinencia, está controlado, hace su compra, come bien. Es divertido ir a verla, voy entrando y saliendo, para chismorrear con una taza de té. Pero estoy tan acostumbrada a ella, que he olvidado que puede sorprender a otros. Debido a esta extraña, la bella y limpia muchacha, Maudie se mostró envarada, llena de reproches por ser mostrada. Una personita fría y distante, dijo sí y no, no nos ofreció té, intentó esconder las manchas delante de su vestido, en el que le había caído comida.

Mi sobrina Jill se mostró educada y, secretamente, aterrada. No ante la ancianidad: las buenas obras de mi hermana Georgie se han encargado de que sus hijos no se sorprendan, sino porque tenía que relacionar la ancianidad con la atractiva tía Jane.

Aquella noche, cenando juntas, me estudió con largas miradas llenas de malicia, mientras me ofrecía cháchara sobre sus hermanos y sus bromas.

—¿Cada cuánto la visitas? —me preguntó con cierta delicadeza; y supe lo muy importante que era aquel momento.

—Cada día, en ocasiones dos veces —dije de inmediato, con firmeza.

—¿Invitas a casa a muchos amigos, vas a fiestas, a cenas?

—Casi nunca. Trabajo demasiado.

—Pero no lo bastante como para dejar de visitar a aquella anciana... para visitar...

—A la señora Fowler. No.

La llevé de compras para proveerla de ropa adecuada. Quería impresionarme con su gusto y lo consiguió.

Pero en aquella época mi hermana Georgie y su retoño estaban muy al final de mi agenda.

He trabajado, oh, cómo he trabajado este año, cómo lo he disfrutado. Me nombraron directora. No dije que lo aceptaba por sólo un año, más o menos, que sólo lo aceptaba por las ventajas, una jubilación mejor, ni que tenía otros planes. Al final he comprendido que no soy ambiciosa, me hubiera encantado seguir trabajando como siempre, tal y como estaban las cosas, con Joyce.

Joyce se trasladó a vivir a Norteamérica. Antes de irse, una llamada telefónica seca e indiferente.

Le dije a Phyllis: Sería mejor que ocuparas la mesa de Joyce, ya hace mucho tiempo que llevas a cabo su trabajo. Se había instalado al cabo de media hora. Con aspecto de triunfo. La contemplaba mientras me protegía la cara con una mano. (Como Maudie.) Ocultando mis pensamientos.

¡Corta por lo sano, Jane, corta por lo sano! Le dije: Cuando te adaptes, hablaremos de posibles cambios. Levantó la cabeza con rapidez: peligro. No quiere cambios. Su sueño ha sido heredar lo que quería y envidiaba desde hacía tanto tiempo.

Envidia. Celos y envidia, siempre los he utilizado intercambiablemente. Algo divertido: en otros tiempos a una niña le habrían enseñado todo esto, los siete pecados capitales, pero en nuestra maravillosa época una mujer de mediana edad tiene que buscar la definición en un diccionario. Bien, Phyllis no siente celos y no creo que los sienta nunca. No quería la intimidad y la amistad que queríamos con Joyce, sino la posición de poder. Phyllis es envidiosa. Constantemente, sus afiladas y frías críticas, rebajando a todo el mundo, todo. Empezó con Joyce. Estallé hecha una furia: Cállate, le dije, puedes ser maliciosa respecto a Joyce con otros, no conmigo.

Discusiones durante meses, divertidas para todos, respecto a si cambiar
Lilith
por
Martha
.

¿Es Lilith la chica para los difíciles y ansiosos años ochenta?

Razones a favor de
Martha
. Necesitamos algo más prosaico, que excite menos la envidia, la imagen de un servicio adaptable e inteligente.

Razones a favor de
Lilith
. La gente está condicionada y necesita moda, brillo. En tiempos difíciles necesitamos divertirnos. La gente puede leer sobre la moda en las revistas de moda como lee novelas románticas, por evasión. No pretenden seguir la moda, les gusta la idea.

No tenía opiniones firmes en ningún sentido. Nuestro tiraje baja pero sólo ligeramente. Seguirá siendo
Lilith
.

El contenido no cambiará.

Me llevé a casa los doce últimos números de
Lilith
para analizarlos.

Es algo divertido que, cuando Joyce y yo
éramos Lilith
, conseguíamos que se hicieran las cosas, nuestra voluntad detrás de ello, no tuve momentos de inseguridad, de preguntar. ¿Pierde vida, queda aún ímpetu, está aún en una corriente ascendente? Sé que ahora no hay ímpetu,
Lilith
es como un barco encima de una ola, pero lo que provocó la ola ha quedado muy atrás.

Dos terceras partes de
Lilith
son útiles, informativas, prestan un servicio.

En el número de este mes: uno. Un artículo sobre alcoholismo.

Casi todas nuestras ideas son robadas de
New Society y New Scientist
. (Pero esto es lo que sucede con las revistas y periódicos más serios.) En una ocasión tuve que librar una batalla con Joyce para que diésemos a conocer nuestras fuentes, pero fracasé: Joyce dijo que desanimaría a nuestros lectores. Phyllis reescribió el artículo y lo tituló: El peligro oculto para ti y tu familia. Dos. Un artículo sobre las leyes del aborto en diferentes países. Tres. Mi artículo sobre la cocina del siglo diecisiete. ¡Mucho ajo y especias! Fruta y carne mezcladas. Ensaladas con todo lo del huerto. Y, luego, las secciones habituales, moda, cocina, bebidas, libros, teatro.

He empezado mi novela histórica. Oh, sé demasiado bien por qué necesitamos embellecer nuestra historia. Resultaría intolerable tener el
peso
pesado de la verdad, todo sombrío y doloroso. No, mi historia sobre las sombrereras de Londres será romántica. (Al fin y al cabo, cuando a Maudie le toque morir, no pensará en sus viajes a aquel retrete helado y apestoso, sino en los radiantes campos verdes de Kilburn, en su amigo alemán y en las bromas que se gastaban las aprendizas cuando hacían sus bonitos sombreros, lo bastante buenos como para París. Pensará también, supongo, en «su hombre». Pero ésta es una idea intolerable, no la puedo apoyar.)

Ayer, al dirigirme a casa en coche, vi a Maudie por la calle, una anciana, vestida de negro, con la nariz y el mentón juntándose, feroces cejas grises, murmuraba y maldecía mientras empujaba la cesta y unos niños de corta edad la acosaban.

Lo que en aquella época pensé que sería lo peor, no resultó mal en absoluto. Incluso útil. Incluso, creo yo, agradable.

Me encontraba en el mostrador de la tienda de televisión de la calle, para comprar una radio decente para Maudie. Junto a mí, esperando pacientemente, estaba una anciana, con el bolso abierto mientras revolvía en su interior, en busca de dinero.

El dependiente hindú la contemplaba, lo mismo hice yo. Lo comparé desde el principio con lo que vi en mi primer encuentro con Maudie.

No creo que lo tenga aquí, no tengo lo que cuesta, dijo de una forma asustada y desesperada, al devolverle un diminuto aparato de radio. La anciana quería que él lo cogiera como pago por la reparación que había llevado al cabo. Se dio vuelta, lenta y torpemente, para salir de la tienda.

Lo pensé con rapidez, mientras estaba allí. En esta ocasión no me sentí impotente frente a una demanda enorme por falta de experiencia, supe todo lo necesario desde la primera mirada. El aspecto mugriento, gris polvoriento. El hedor amargo. La lenta cautela.

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