Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
—No creo que yo pueda escribir un artículo como ése.
—¿Ahora o nunca?
—Ahora.
—¿Cuándo tienes tus exámenes?
—Dentro de unas semanas. ¿Aún visitas a la señora...?
—¿La señora Fowler? Sí, la veo.
De repente, su cara con rechazo apasionado, perturbación real, me habló de lo muy amenazada que se sentía.
De la misma manera en que yo lo habría hecho —ay, tan recientemente—, exclamó:
—¿Por qué su familia no la cuida? ¿Por qué la Seguridad Social no la mete en una residencia? ¿Por qué esta imposición para ti?
Me he tomado una excedencia de tres semanas. Me deben muchas vacaciones. Nunca me tomé lo que podía tomarme, ni siquiera cuando vivía Freddie. Ni lo hizo Freddie. Me ha pasado por la cabeza: ¿acaso la oficina de Freddie era su hogar? De ser así, se debió a lo que tuvo que aguantar de mi parte. Teníamos cortas vacaciones en las que viajábamos en coche, por regla general a Francia, comíamos y dormíamos mucho. Nos encantaba volver a casa.
Naturalmente, Phyllis se mostró encantada de quedarse al mando. Tiene aspecto de satisfecha, que debe esconder. ¿Por qué? Siempre se lo han dado todo gratis y con facilidad. Mirad sus vestidos. Su estilo, el mío adaptado, no podría sentarle mejor. Ropas suaves de seda, todo pulcro y sutil, pelo marrón rubio. En ocasiones, volantitos en las muñecas y en el cuello... que yo nunca podría llevar, ay, demasiado robusta. Pequeñas joyas de oro, en el escote de una camisa lisa color café que tiene el más suave brillo, una fina cadena visible bajo el puño cuyo borde entona con la blusa. Va a mi modista, a mi peluquera, a mi tricotadora; utiliza los proveedores que le recomendé. Y, no obstante, parece como si debiera robarme esta habilidad: que yo injustamente se la escondiera. Así, cuando ve que observo su nuevo conjunto, mientras pienso, ¡muy bien, Phyllis!, se siente en la necesidad de ocultar su sonrisita superior que significa: ¡Ya, te voy ganando! Sorprendente muchacha.
No soy la única persona que se pregunta si la nueva exquisitez de Phyllis refleja algo interior. La observo en las salas de los fotógrafos. Ellos, en sus espacios de trabajo, siempre han sido el polo, el equilibrio, de nuestra oficina, la de Joyce y mía... la de Phyllis y mía. Dos centros de poder. Michael, que nunca se había fijado en la chica, ahora se interesa. Y ella en él. Bastante distinto de Freddie y yo: una relación descuidada, casual,
igual
. En cualquier caso, ninguno de los dos cede un centímetro. Los observo en una escena característica. Él se apoya en un caballete, las piernas cruzadas en el tobillo, mostrando así el largo frontal en pana suave, el prometedor bulto a la vista. Cabeza ligeramente ladeada, por lo que le sonríe a través de la curva de su mejilla. Es guapo, este Michael, pero hasta hace muy poco no lo he advertido. Y Phyllis tiene una nalga apoyada en una mesa, la otra pierna una curva de amplio ángulo. Va con algo bonito y suave, como ante negro, o un inesperado color chillón, ella le muestra toda su altura y le cae el pelo por la cara mientras discuten —ah, con cuánta competencia— su trabajo. Él la recorre con la mirada en una sobria apreciación que se burla de sí misma; y ella abre los ojos en una valoración irónica del suave bulto que le muestra. Luego, salen a almorzar juntos, momento en que, con gran frecuencia, hablan sobre la composición o la publicidad.
Me encanta contemplar este juego, pero no puedo permitirme que se note mi contento, porque Phyllis sentiría como si le estuvieran robando algo. Ah,
]oyce
, no tengo a nadie con quien compartir estos momentos.
Cuánto he disfrutado de mis tres semanas. No salí de viaje, porque no podía soportar dejarla durante tanto tiempo: si esto es una locura, entonces, amén.
Me llamó Joyce. Bebe demasiado.
—¿Por qué nunca me llamas, Janna?
—Te toca a ti llamarme. Fuiste tú la que se largó.
—Cielos, eres implacable.
—Muy bien, lo soy.
—Te veo sentada allí... escribiendo... ¿qué es?
¿ Gran dama ?
—Casi he acabado otro libro serio, tipo estudio sociológico titulado
Estructuras reales y aparentes
.
—Supongo que tienes tanta energía porque no tienes vida sentimental.
—¿Defines la vida sentimental como marido, hijos, o incluso un amante?
—Incluso un amante. ¿No quieres uno, Janna?
—Me da miedo tener uno.
—Bien, por lo menos esto es sincero.
—Más de lo que tú lo eres actualmente, Joyce.
—¿Sincera? Rezumo sinceridad emotiva. Me he metido en un grupo de encuentro, ¿te lo conté? Somos diez. Nos chillamos insultos mutuamente y revivimos nuestras terribles infancias.
—No sabía que habías pasado por una terrible infancia.
—Ni yo lo sabía. Pero parece que así fue.
—La verdad al final, ¿es así? ¿La verdad emotiva?
—De esto no tienes idea, Janna.
—Del amor es de lo que no tengo ni idea. Sí, lo sé.
—¿Bien?
—Bien, ¿sabes una cosa? Durante estos años en que hemos trabajado juntas, jamás una palabra de enfado, nos comprendíamos mutuamente, esto fue amor, por lo que a mí se refiere. Tú piensas ahora que el amor es este chillar y gritar y
contarlo
.
—Claro, ahora soy norteamericana. Ni más ni menos.
—Déjame con mis pensamientos, gracias.
De nuevo:
—¿Qué haces, Janna?
—He acabado
Estructuras reales y aparentes
hace diez minutos.
—Vas muy deprisa, ¿no?
—He tenido tres semanas de excedencia.
—¿Ninguna tentación de un viaje a París, Amsterdam, Helsinki?
—Disfruto lo suficiente de mi propia ciudad, aunque te cueste creerlo.
—¿Hablando con tristes ancianas?
Cuánto adoro el festín de posibilidades que siempre es esta ciudad. Pero no lo supe hasta que tuve tres largas y encantadoras semanas, para mí sola, largos días de primavera, para que me complaciera en ellos. De repente, me vi rodeada de océanos de tiempo. Comprendí que estaba viviendo el tiempo como lo viven los ancianos, o los muy jóvenes. Me podía sentar sobre el muro de un jardín y contemplar la actividad de los pájaros en un arbusto. No distingo un mirlo de un estornino. Me podía sentar en un café y, con toda la tarde por delante, escuchar y mirar mientras dos jovencitas se reían de sus novios. Su intenso deleite. Deleite, es lo que ha hecho falta en mi vida, de lo que ni siquiera he sabido el nombre, he estado tan atareada, ah, siempre he trabajado tanto.
Podría aprender el verdadero, lento, total deleite de los muy ancianos, que se sientan en un banco y miran pasar a la gente, miran una hoja que se balancea en un bordillo. Un vientecito la levanta: ¿caerá, la empujarán bajo unas ruedas, la aplastarán? No, permanece, una gruesa hoja verde, brillante y llena de savia, seguramente caída de una rama gracias a una paloma. Las ruedas de un carrito de la compra pasan girando, esquivando por poco la hoja. La propietaria del carrito es una chica que lleva en él a un niño. Está enamorada del niño, le sonríe y se agacha hacia él, mientras él mira confiado hacia ella, ambos aislados en la acera por su amor mutuo, con la gente anciana que los contempla y sonríe con ellos.
Me encanta sentarme en un banco con algún anciano, porque ahora ya no temo a los ancianos; por el contrario, espero el momento en que confían en mí lo suficiente como para contarme sus cuentos, tan llenos de historia. Les pregunto: ¿Dígame, qué llevaba el día de su boda? Y, por alguna razón, siempre surge una risa, una sonrisa. Entonces quiere saberlo, bien, era blanco, ve, con... O pregunto: ¿Luchó en la Gran Guerra, sabe, la de 1914–1918? Se podría decir que la hice... Y me quedo escuchando, escuchando.
Me encanta... todo, todo. Y más porque conozco la precariedad de todo ello. Basta con que mi espalda diga, No, ¡para! Sólo tengo que romperme un hueso del tamaño de una costilla de pollo, sólo tengo que resbalar en una ocasión en el suelo del baño, cuyos azulejos están encerados con aceites y esencias... en cualquier momento, el destino puede golpearme con una de un centenar de enfermedades, o accidentes, todos imprevistos, pero implícitos en mi composición física o mi carácter y ya está, estaré bajo tierra. Como Maudie, como todos estos viejecitos a los que sonrío ahora mientras voy entre ellos, porque ahora los conozco, y puedo decir, al verlos doblarse con tanto cuidado para esquivar las ruedas de un carrito de la compra sobre una acera, o hacer una pausa, contra una farola para afianzarse, cuan precario les resulta estar de pie... porque los han talado varias veces y se han recompuesto, han vuelto a ser los mismos, en cada ocasión con más y más dificultad, y que estén en la calle con las manos llenas del bolso, la bolsa de la compra, el bastón, es un milagro... La soledad, aquel gran don, depende de la salud, o de una aproximación a la salud. Cuando me despierto por la mañana, sé que puedo hacer la compra, cocinar, limpiar mi piso, cepillarme el pelo, llenar mi bañera y remojarme en ella... y ahora saludo cada día con:
qué privilegio, qué cosa tan maravillosa, preciosa, que no precise de nadie para ayudarme a pasar este día, puedo hacerlo por mí misma
.
Llego inesperadamente a casa de Maudie, quien estos días, debido a que se siente mejor, se complace en verme, ni me grita ni da portazos.
Nunca tiene bastante de las anécdotas de mi deslumbrante vida. Busco en el recuerdo cosas que contarle.
—¿Podría tomar un poco de té, Maudie? Oiga, quiero contarle algo que sucedió...
—Siéntese, querida. Descanse un poco.
—Fue en Munich.
—¿En Munich fue? ¿Es un lugar bonito?
—Encantador. Tal vez un día usted lo vea.
—Sí, quizás. Bien, ¿qué sucedió?
—Ya sabe la rapidez con la que las modelos tienen que cambiarse de ropa en los desfiles. Bien, había una chica, aparecía en un vestido de noche verde y su pelo negro cayó... —Contemplo la cara de Maudie para ver si ha visto lo que yo veo, todavía no—. Un vestido de noche brillante, verde, espléndido, el pelo recogido, negro y maravilloso, luego de repente, se desliza... —Maudie lo ha visto, levanta las manos, se ríe—. Y todos, compradores, presentadores, todo el mundo, nos reímos y reímos. Y la chica, la modelo, se quedó allí, greñas de pelo negro sobre sus hombros y espalda, moviendo la cabeza con brusquedad y sacándole partido teatral al incidente.
—Y todos se quedaron riendo...
—Sí, nos reímos y reímos... ve, es algo que nunca sucede. Es imposible. Por esta razón todos nos reímos.
—Ah, Janna, me encanta oír lo que hace.
He tenido tiempo para escuchar a Annie Reeves, a Eliza Bates.
Annie está sentada en una sillita dura junto a la chimenea tapada, lleva una vieja bata floreada. Sobre su pechera, ríos de comida, ceniza de cigarrillo.
—No crea que no aprecio lo que hizo por mí, la señora Bates me dijo que usted se encargó de toda la limpieza.
—Vera Rogers y yo.
—¿Es una Buena Vecina, supongo?
—No, no lo soy.
Una inspección larga, pensativa.
—Vera Rogers no es una Buena Vecina, ¿es una asistente social?
—Correcto.
—Bien, es demasiado para mí —dice, concediendo importancia a cada palabra. Annie Reeves habla casi totalmente a base de tópicos, pero para ella no son tópicos, son palabras que brillan de evidente verdad. Escucharla es como oír un estadio primitivo de nuestro lenguaje. Dice—: No eres vieja si tienes el corazón joven. Y yo tengo el corazón joven. —Ha oído estas palabras, pensado en ellas, sabe que se aplican a ella, las utiliza con respeto. Dice—: No me gusta estar con viejos, me gusta la compañía de gente joven como usted. —Dice—: Si me hubieran dicho cuando era joven que podía acabar así, no les habría creído. —Dice—: El tiempo no espera a nadie, tanto si nos gusta como si no.
Annie ha sido camarera durante toda su vida.
Desde los catorce años hasta los setenta, cuando le dieron el retiro contra su voluntad. Annie ha dado traspiés de un mostrador de servicio a una mesa con huevos, patatas fritas,
spam
,
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judías al horno, bistec frito y pescado frito. Ha trabajado en cafés, comedores y cantinas para los empleados de grandes almacenes, y en dos guerras mundiales alimentó a soldados y aviadores de Canadá, Australia y Estados Unidos; algunos quisieron casarse con ella. Pero es una londinense, dice ella, sabe cuál es su lugar. Annie alcanzó la cima de sus ambiciones cuando llegó a los sesenta años. Consiguió un empleo en una cafetería realmente distinguida. Preparaba bocadillos con increíbles quesos extranjeros (que ella no probaría) y servía
espressos y cappuccinos
y sabrosos pasteles. Trabajó diez años a las órdenes de un hombre que era claramente un sujeto indeseable y la explotaba, pero le encantaba tanto el trabajo que no le importaba. Al llegar a los setenta años, le dijeron que se fuera. Como sólo había trabajado diez años allí, no consiguió el retiro, tan sólo un reloj de pared que tuvo que empeñar cuando llegaron los malos tiempos, que fue inmediatamente, porque se desmoronó. Su vida se había centrado siempre en su trabajo, desde que su marido murió, como consecuencia de recibir metralla en el pulmón en la Gran Guerra. Se desmoronó con facilidad, bebía y pensaba en los buenos tiempo y cómo en el último lugar, la cafetería, conocía a todos los clientes y, a veces, la llevaban a un pub y la invitaban a un buen oporto, y los vendedores ambulantes solían llamarla «Aquí está nuestra Annie», y le daban melocotones y uva. Fue durante cincuenta y cinco años, una de aquellas sonrientes, maternales camareras que levantan un restaurante, un café, que hacen que la gente vuelva.
En su mala época se instalaba a beber en bares hasta la hora de cerrar. Luego vagabundeaba por las calles sola, porque no tenía amigos en su barrio, puesto que apenas si había estado allí, excepto de noche o los domingos, cuando se lavaba el pelo y preparaba los uniformes para la semana siguiente. Cuando se topaba con la impecable Eliza Bates por la calle, dado que ella era una semiborracha sucia y vieja, aquélla se apartaba y miraba hacia el escaparate de una tienda, fingía no verla.
Annie habla mucho de comida. De nuevo, escucho los detalles de comidas de hace sesenta, setenta años. La familia vivía en Holborn, en una vivienda ahora demolida que tenía escaleras de piedra y dos retretes, uno a cada lado del edificio. Se suponía que todo el mundo limpiaba los retretes y la escalera, pero sólo dos o tres mujeres, en realidad, llevaban a cabo este trabajo, el resto se es–cabullía. El padre era peón. Bebía. Constantemente perdía su empleo. Tres hijos, Annie era la mayor. En tiempos difíciles, que eran frecuentes, los hijos bajaban al colmado en busca de seis huevos, por seis peniques; y por el pan seco del día anterior, que los panaderos alemanes guardaban para los pobres. Por el caldo de las cabezas de oveja hervidas, que daban gratis a los pobres; llevaban a casa una jarra de este líquido y la madre preparaba bolas de masa hervida y en esto consistía la cena. Conseguían por seis peniques restos de carne y hacían estofados. Enormes budines hervidos llenos de fruta, rociados de azúcar, se utilizaban para mitigar el apetito... tal y como recordaba Maudie. Cuando se consideraban prósperos, la familia tenía lo mejor por lo que se refiere a comida, porque el padre iba a las subastas de los carniceros el sábado por la noche, cuando vendían la carne que se podía estropear, y volvía a casa con un gran solomillo por media corona, o una pierna de cordero. Comían anguila con patatas y salsa de perejil, que traían de la tienda de anguilas en un cubo, o una espesa sopa de guisantes con patatas. Conseguían la leche de una anciana que tenía una vaca. La vaca sacaba la cabeza por encima de la puerta de un cobertizo en el patio trasero y mugía cuando los niños entraban. La anciana vendía requesón, mantequilla y crema de leche.