Diario de una buena vecina (28 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Mentalmente escribe una lista de lo que tiene que comprar, para sus cuatro clientes habituales y su propia familia y —naturalmente, casi lo olvidaba– para el anciano señor Hodges. ¿Estará en el listín telefónico? Oh
no
. ¡Virgen María, ayúdame! ¿Significa esto que tendrá que salir de nuevo para comprarle comida y cosas? No, pasará por su casa, lo arreglara antes de ir a la compra. Un fastidio.

No espera con ilusión ver al señor Hodges, lo conoce desde hace tiempo.

Bridget echa otro vistazo al cielo, decide que no es arriesgado dejar su envoltorio de plástico y, una vez más, recoge sus bolsas y cestas. El señor Hodges vive a unos diez minutos caminando. No tiene su llave, por lo que tiene que llamar una y otra vez a la puerta, hasta que al final la cabeza de un anciano molesto asoma en la ventana superior y le dice:

—¿Qué quiere? Largúese.

—Ah, señor Hodges —exclama Bridget alegre—, ya me conoce, soy Bridget. ¿Recuerda? Maureen no puede venir hoy, acompaña a su madre al hospital.

—¿Quién?

—Ah, sea amable y déjeme entrar. Hoy no dispongo de todo el día.

Esta amenaza hace que el hombre abra la puerta y ella lanza la rápida mirada profesional, de un médico, una enfermera, un psiquiatra —o una auxiliar– sobre su persona, y decide que —¡gracias a Dios!— no está muy mal hoy. El señor Hodges tiene ochenta y cinco años. Su mujer era mayor que él y está en una residencia, para alivio del señor Hodges. Porque casi se mataban mutuamente de exasperación. Ha adelgazado mucho últimamente. Bridget piensa, ¿cáncer? ¿Diabetes? Debo comentarlo en la oficina.

Refunfuña mientras va trepando escaleras arriba delante de ella: Y no me ha comprado azúcar, no me queda queso, nada para comer, nadie hace nada...

—Señor Hodges —exclama Bridget al llegar a las dos habitaciones donde vive (si ésta es la palabra adecuada), y lo inspecciona todo de un vistazo—. Veo que está de mal humor hoy. Bien, ¿en qué puedo servirle?

—¿Servirme? Ya me sirven, menudo servicio todos ustedes —contesta con cierta brusquedad, y tiembla de los pies a la cabeza, por la edad y la rabia.

No tiene con quién hablar excepto la auxiliar y durante horas, cada día, se enzarza en furiosas fantasías debido a su desamparo. Era (parece que fuera ayer) un hombre enérgico e independiente, el báculo cuidadoso y tierno de su esposa, quien se desmoronó antes que él. Y ahora...

Bridget ve que hoy no necesita limpiar, el lugar no está muy mal. No forma parte de su trabajo, pero lo que el hombre
necesita
es hablar y regañar, por lo que se instala en una silla de la cocina y escucha las quejas y acusaciones del anciano, mientras ella inspecciona la cocina para ver lo que falta.

—¿Qué le compraré? —le pregunta, interrumpiéndole la letanía, cuando ella considera que ya basta.

—Necesito té, ¿no tiene ojos?

No dice una palabra del queso ni del azúcar y Bridget piensa: Se lo compraré y todo lo que me parezca necesario, y si no lo quiere, la señora Coles quizás...

Muy pronto ha salido de la casa del anciano, lo ha apremiado para que recuerde que volverá más tarde con sus cosas y precisa que le abra la puerta. Ahora ya sabe lo que tiene que comprar y coge un autobús para ir al supermercado Sainsbury's.

No tiene ninguna lista, ni siquiera un garabato al dorso de un sobre, pero recuerda las necesidades de diez personas y, al cabo de media hora, sale a la acera con un carrito y cuatro pesadas cestas. Piensa, al avanzar sobriamente por la calle: Por el amor de Dios, Bridget Murphy, cuidado con tu espalda... no quieres repetir
aquello
. Por lo tanto camina, no subas al autobús, que significa levantar y mover pesos: Significa medía hora para volver a donde tiene su trabajo. Se siente culpable por ello, pero se dice: Es lo más sensato, ¿no? ¿De qué te serviría estar inmóvil en la cama? Pasa por delante de la casa de Maudie Fowler, de donde la han echado en más de una ocasión; piensa, gracias a Dios no me la han vuelto a dar, eso sería la gota que colmaría el vaso, ciertamente.

Primera parada, la señora Coles. Es una anciana rusa que fue una belleza en su tiempo, con fotografías colgadas por toda la casa para demostrarlo. Pieles, atrevidos sombreritos, hombros al aire, gasa: aquel cacho de mujer está sentada aletargada en un gran sillón la mayor parte del día, contemplando el pasado. Es una quejica y enloquece a Bridget por ello.

Al entrar en la casa, Bridget desconecta, siempre; y deja que la anciana voz se entretenga con esto y aquello, mientras ella guarda el pan, la mantequilla, latas de sopa, detergente... pero cae en la cuenta de que debería escuchar, porque la señora Coles dice:

—Era rojo brillante.

—¿Qué era rojo brillante? ¿Qué ha comido, pues? —pregunta Bridget ásperamente.

—¿Qué puedo haber comido? ¿Qué se puede comer que haga que tus aguas sean rojas?

—¿Lo guardó?

—¿Cómo? ¿Dónde?

Bridget va y viene por el piso y se dirige al baño.

A la señora Coles le han dado una nueva vivienda y está situada en el piso segundo de una casa restaurada. La han restaurado muy bien, pero a la señora Coles no le gusta porque no quería mudarse bajo ningún concepto. Y trasladó todas sus pertenencias con ella. Las dos habitaciones están abarrotadas de pesados muebles antiguos, un par de armarios, tres cómodas, una mesa que pesa como una roca. A duras penas puedes moverte. Pero hay un baño decente y un buen retrete. Bridget mira al interior. Ha tirado de la cadena. Sin embargo, el lugar huele. ¿Qué es? ¿Algo químico?

Vuelve a la otra habitación, donde la señora Coles permanece sentada en el mismo lugar, hablando como si Bridget no hubiera salido.

—Creo que he hecho demasiados esfuerzos, eso debe de ser. Ayer levanté aquella silla, cuando no debía.

Pero Bridget sospecha algo distinto. —¿Ha vuelto a tomar aquellas pastillas que refuerzan? —pregunta de repente y sale disparada hacia el dormitorio y allí ve una botella llena de enormes pastillas, buenas para un caballo de tiro, de un color escarlata chillón.

—Oh, Dios mío —dice—, oh, virgen santísima, concédeme paciencia —vuelve y dice—: Le dije que las tirara a la basura. No le harán ningún bien. Las voy a tirar ahora mismo, son las que le provocan el agua roja.

—Ohhhh —se lamenta la señora Coles—, las tira, no tiene ningún derecho...

—Ah, guárdelas y tómelas, pero no se me queje de sus aguas. Se lo dije cuando las vi, ¿lo recuerda? Se lo dije, provocan aguas rojas. Porque a otra de mis pacientes le pasó lo mismo.

La señora Coles alarga una gruesa mano sucia hacia la botella de pastillas. Bridget las deposita en ella. Luego la propia señora Coles las echa en un cubo y murmura:

—¡De buena nos libramos! Bridget lleva allí quince minutos. Se supone que se quedará durante hora y media. Pero hay que incluir el tiempo que invierte en la compra. Sin embargo, la compra la hace conjuntamente para todos. Calcula este tiempo para la compra en una media hora, por separado, en la cuenta mental que hace para cada uno de los que tiene a su cuidado. Luego hay que incluir la media hora que anduvo por la calle. Esto significa que le quedan quince minutos. Diariamente tiene problemas de conciencia respecto a estos cálculos suyos. Pero siempre acaban saliendo las cuentas y, al final, se pasa media hora con la señora Coles, si llega. Qué decir, sin embargo, de ese tiempo en que ha ido de aquí para allá para conseguir medicamentos, buscar al médico, compareciendo ex profeso para que entrara el electricista, el hombre del gas, el hombre que arregló la gotera del techo... y no parece cobrar por este tiempo. No, seguramente, se equilibra. Sin embargo sabe que, como el señor Hodges, la señora Coles confía en ella para tener compañía, por lo que se sienta de nuevo, revolviéndose inquieta con ganas de irse, y escucha mientras la señora Coles se queja.

A las doce oye llegar a los de «comidas a domicilio», mira por la ventana, comprueba que está en lo cierto, dice:

—Bien, ahí está su comida, la veré mañana.

Baja las escaleras corriendo, con el pensamiento ya en Annie Reeves, la siguiente.

Oh, Dios mío, que esté de buen humor, ruega. Porque en ocasiones, después de las incesantes quejas de la señora Coles, ir a casa de Annie y tener otra dosis es más de lo que puede soportar. Si tiene uno de sus arranques, juro que la mato.

Encuentra a Annie hecha un ovillo junto al radiador y ve que la anciana parpadea, parece vaga, desgraciada, cansada. Annie dice enseguida:

—Me siento tan mal, mis piernas, mi estómago, mi cabeza...

—Espere un minuto, querida —dice Bridget y se mete en la cocina, busca la olla del agua y la pone al fuego. Es demasiado, demasiado... Tal vez podría hacer otro tipo de trabajo, piensa Bridget, con los ojos cerrados... ¿cuál... limpieza? No, espera...
«voy»
, chilla, mientras Annie dice a gritos:

—¿Dónde estás? ¿Estás aquí o no?

Se mete en la otra habitación y arregla esto y aquello. Mientras Annie se queja, Bridget limpia el orinal. Ve que el gato ha ensuciado y debe limpiarlo. Ve que el cardigan de Annie está gris de suciedad y que, verdaderamente, debería cambiárselo...

Pero, primero...

Dispone la comida que acaban de traer en platos, acompaña a Annie a la mesa, la ayuda a sentarse, coloca los platos delante de ella, coge un par de tazas de té para ellas dos. Y se sienta, con un cigarrillo y sus bocadillos.

Annie come con gusto, y, cuando ha acabado, aparta los platos mientras dice que no tiene apetito. Se queja de que el té esta frío, pero Bridget no se inmuta y ella se lo bebe, quejándose. Gimoteante, permite que la acompañe otra vez a su butaca. Dice que no ve a nadie, no sale, ella nunca...

Ante esto, Bridget, como cada día, le relaciona todo lo que Annie podría hacer: podría bajar y sentarse en la calle en un día bueno y ver pasar a la gente, podría pasear arriba y abajo con su aparato, como la anciana señora mengana o zutana, podría ir de vacaciones con el ayuntamiento, podría ir a excursiones en autocar, como solía hacerlo Eliza, podría decir sí cuando Janna la invita a un paseo en coche en vez de decir, siempre, no.

—Quizá cuando haga buen tiempo —dice Annie, con una mirada triunfante hacia la lluvia, que ha empezado a caer—. ¿Supongo que no me ha comprado lo que le pedí?

Bridget se levanta y le enseña a Annie lo que ha traído.

—Le pedí un poco de merluza —dice al final.

—No, no me lo pidió, querida, pero le traeré mañana.

—¿Dónde están mis naranjas?

—Aquí, tres bonitas naranjas. ¿Quiere una?

—No, no tengo el estómago muy bien. No tengo ganas de comer.

Bridget busca la hoja de trabajo y se asegura de que Annie firme en el lugar adecuado.

Al bajar al piso de Eliza Bates, oye:

—Una hora y media,
no lo creo
. Irlandeses. Escoria. Nos mandan la escoria.

Bridget se sorprende musitando: ¡Escoria tú! Los padres de Annie eran irlandeses y cuando está de mejor humor es capaz de decirle: Soy irlandesa como tú, a pesar de que nací cerca de Bow Bells. Y le cuenta hazañas de su madre, que recogía berberechos y mejillones en las rocas de la bahía de Dublin, que iba a las carreras de caballos vestida con muselina floreada —Annie tiene una fotografía suya— en un coche de excursiones; de su padre, que medía metro noventa y luchó con el ejército británico en la India, en China y en Egipto, antes de convertirse en un jornalero, pero siempre dijo a su familia: soy irlandés y no lo olvido; de cómo el día de San Patricio con su madre siempre brindaban por Irlanda, a pesar de que nunca tuvieron dinero para una visita después de irse de allí.

Bridget llama a la puerta de Eliza Bates y no hay respuesta. Su corazón empieza a martillear. Vive con el miedo de entrar y encontrar a uno de ellos muerto. No le ha sucedido a ella, pero sí a otras de la ayuda domiciliaria. Un día de éstos, sucederá. Bridget llamó a Vera ayer para decirle que Eliza no estaba bien, decaía con gran rapidez, deberían pensar en meterla en una residencia. Fue la manera, llena de tacto, que Bridget empleó para decir que no lo aguantaría por mucho tiempo: Eliza no está en una residencia debido a lo que ella, Bridget, hace por Eliza, algo muy superior a lo que requiere su trabajo.

Eliza está sentada muy erguida en su silla junto al radiador eléctrico, dormida. Hace mucho calor en la pequeña habitación. Eliza está sonrojada por el calor, tiene sudor en la cara. Está envuelta en bufandas y mantas. Tiene las piernas encima de un taburete, porque, de repente, le salió una llaga en una, y las dos están hinchadas.

Una vez más, Bridget prepara la «comida a domicilio» que han dejado delante de la puerta de entrada en unos pequeños recipientes de aluminio. Para Eliza se toma la molestia de buscar unos platos bonitos, porque a Eliza aún le importa y lo advierte, no como Annie, que no se daría cuenta de que está comiendo en el plato de un perro. Bridget prepara té, recordando exactamente cómo le gusta a Eliza y luego, despierta a Eliza, que recobra conciencia con una mirada sorprendida.

—Ah, Bridget —dice, con voz temblorosa de anciana, saliendo de un mal sueño y, luego, al oír su propia voz, la cambia por la suya habitual, llena de animación—. Ah, Bridget, Bridget querida... —pero debido a su sueño, levanta los brazos hacia Bridget como una niña.

Bridget, con el corazón ya derretido, coge a la anciana en brazos, la besa y la mece.

Como le dice a su marido, podría llorar por Eliza, que se ha encontrado de repente con las piernas levantadas e inválida. No sería lo mismo si se tratara de Annie, que hace lo imposible para que la sirvan. No, Eliza no es así, es independiente, sufre. Bridget sabe que, en un par de ocasiones, hace poco, Eliza se ha despertado empapada en orina: Bridget ha enjuagado las sábanas para ella.

Sabe que Eliza tiene miedo de alejarse del retrete, por temor a lo peor. Eliza, que se ha pasado los últimos quince años de su vida en compañía de ancianos, sabe con exactitud lo que puede pasar al final, la miserable humillación que puede aguardarle.

Bridget se sienta junto a Eliza, la mima para que coma, le habla de sus hijos, de su marido, le dice que el tiempo no es tan bueno hoy como ayer.

Llega a la conclusión de que Eliza no se ha metido en la cama durante toda la noche, sino que ha permanecido sentada en la silla, durmiendo. Aún no ha comido nada, a pesar de que la Buena Vecina le preparó una taza de té.

—¿Quién es esta Buena Vecina? —le pregunta a Bridget, impaciente—. Entra y sale, estoy segura de que tiene buenas intenciones, pero no la conozco.

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