Diario de una buena vecina (32 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Todos sentados modositos alrededor de la mesa cargada con sonrisas de superioridad, un buen humor falso, mientras le toman el pelo con: Tía Maudie hizo esto, tía Maudie hizo lo otro.

No responde ni una palabra.

Al acabarse la comida, me dijo:

—Ya va siendo hora de que nos vayamos —miró directamente a su hermana, levantó la voz y dijo—: Ahora que ya me he comido lo de tu casa y de la nuestra.

Risitas nerviosas de los hijos; diversión de los nietos. Los biznietos ausentes nunca han debido oír hablar de tía Maudie.

La matriarca se limitó a sonreír, regia y dura. Dijo:

—Te he preparado un pastelito de Navidad como siempre, llévatelo a casa.

—No recuerdo haberlo visto el año pasado, o el otro.

—Ah, tía —dijo una sobrina.

La matriarca hizo un gesto de cabeza a un joven, quien le entregó a Maudie un pequeño tazón blanco. En un principio, estaba dispuesta a dejarlo, pero luego me lo dio a mí:

—Tómelo.

Cogí el pastelito, que a lo mejor hubiera alimentado a un par de gorriones, y todos nos dirigimos a mi coche. Maudie estableciendo el paso. Ah, cuan amarilla y terrible se veía en la luz otoñal. La familia lo vio y comprendió. De repente, un escalofrío en todos ellos, en aquellas caras acomodadas y frescas, mientras contemplaban al chivo expiatorio de la familia, pequeño y negro. Intercambiaron miradas llenas de pánico, levantaron las voces y gritaron:

—¡Adiós, tía, ven pronto!

—Eso —ordenó la hermana—, tienes que hacer que tu Buena Vecina te acompañe otro domingo. Pero avísame con antelación —había decidido no entender que Maudie no volvería. Me dijo—: Está tan bien para Maudie tener una Buena Vecina. Si no se lo he dicho una vez, se lo he dicho cien, necesitas ayuda domiciliaria, te lo tengo dicho.

Así la familia de Maudie le robó finalmente su logro, una verdadera amiga suya, alguien que la quiere. Porque quiero a Maudie, y no podía soportar tenerla sentada a mi lado, temblando, lloriqueando. Le dije:

—Maudie, usted vale más que cien de éstos y estoy segura de que siempre ha sido así.

Nos encaminamos a casa, en silencio. Me quedé toda la tarde con ella, preparé té, le hice la cena, la mimé. Pero no atendía y estaba triste. Al día siguiente se produjo un verdadero cambio en ella. Esto fue hace tres semanas. Y, desde entonces, ha ido en franca decadencia.

Hace una semana, empezó a hablar de que en una ocasión, cuando era niña, la llevaron a una celebración religiosa de Nochebuena y nunca había olvidado al Niño en el establo, y los ángeles. Pedí a mi secretaria que se informara dónde habría un servicio de fácil acceso, pero al final me decidí por la iglesia al final de la calle de Maudie, de modo que no tuviera un trayecto largo.

Ha hablado la semana entera, y por vez primera, de los servicios religiosos en los que tomó parte cuando era niña, pero claramente el dandy de su padre, su lío y la pobre esposa no sentían un gran entusiasmo por la religión. De lo que habla es de los cantos, lo bonito de la iglesia, las vidrieras de colores, «el agradable olor de la madera», las flores.

Ayer noche, con el coche, la acompañé muy lentamente el centenar de metros que hay aproximadamente hasta la iglesia: y pude ver cuánto —de nuevo– había empeorado, puesto que sólo hace cinco semanas que la llevé a casa de su hermana; pero ahora el suave movimiento del coche la molestaba. La ayudé a bajar del coche y la acompañé hasta el interior de la iglesia. Por fuera, era el habitual edificio pequeño y agradable, nada notable, pero tan pronto llegamos a la entrada, empecé a verlo todo a través de los ojos de Maudie. Se quedó inmóvil mirando, levantando los ojos hasta los espacios negros en el techo y luego el resplandor de los cirios en el altar. A un lado, un recién nacido en una cuna, los ángeles, con vestimentas azules y escarlata y coronas doradas, arrodillados ante María, que era una jovencita radiante de mejillas sonrosadas y una sonrisa encantadora.

Cerca, los tres reyes, con las manos llenas de regalos envueltos en oro y plata, atados con escarlata. Y alrededor, sobre la paja suave y centelleante, estaban los corderos. Un perro de verdad, el del rector, un terrier blanco y lanudo, tendido entre los corderos.

Qué bonitos, exclamó Maudie, por lo que la gente se volvió para mirar a la anciana, doblada, vestida de negro, que sonreía y temblaba. También ellos sonrieron, porque había sólo la luz borrosa de los cirios y nadie podía ver que estaba muy enferma y amarillenta.

Con gran lentitud nos dirigimos a la nave, porque ella no miraba por dónde pisaba, sólo la bella escena junto al altar, nos sentamos en el primer banco, donde pudimos ver al obediente perro que jadeaba y bostezaba por el calor de los cirios. Qué bonitos, qué hermosos, pequeñitos, mis pequeñitos, lloriqueaba Maudie, alargando las manos; el perro, respondiéndole, hizo la mitad del camino hasta ella, pero luego, a una orden de alguien que no podíamos ver, volvió a tenderse junto a los corderitos. El servicio era bastante corriente y estoy segura de que la escena era una cursilería.

Más tarde, Maudie estaba agotada por todo aquello y la metí en la cama, con un poco de leche caliente y el gato junto a ella.

Preciosos, preciosos, pequeñitos, murmuraba y sonreía, a mí, al gato, a sus recuerdos, cuando me fui.

Sin embargo... tiene que ingresar en el hospital. El médico vino la semana pasada, no por culpa de que se lo hubiera pedido la malvada Vera. Suponía, le dijo a Vera, que Maudie estaba «casi madura» para el hospital y lo que se encontró le hizo decir que, si no estuviéramos en Navidad, debería ingresar inmediatamente. Pero tiene un indulto de una semana. Sabemos que ya no saldrá.

¿Lo sabe
ella?

Ah, no, han pasado otras dos semanas...

Una pesadilla. Maudie, llena de rabia. Vera Rogers se ha ido a un cursillo de formación y, puesto que se necesita un enemigo, yo soy éste.

—Maudie —le digo, después de darme ella con la puerta en las narices un día y dejarme entrar al siguiente, con la cara pálida, los ojos centelleantes—, ¿por qué me trata tan mal?

Sentadas una frente a la otra, el fuego apagado, la habitación fría, el gato que no ha comido, inquieto y aullando. Esperaba que capitulara, su cabeza ladeada pronunciadamente, la barbilla orgullosamente levantada... y acto seguido el suspiro, la mano protegiendo la cara y, muy pronto, la vocecita razonable en una explicación. Pero, no, permaneció enfadada, el labio inferior hacia afuera, los ojos mirando. La mimé y la halagué, pero no; y me pregunté si ya no volvería a ver a mi Maudie. Porque no hay duda, está algo loca. He pensado en esto, cuánto toleramos en la gente sin llamarlos nunca locos. Entonces, ¿qué es la locura? ¿Perder contacto con la realidad? Que Maudie grite y se enfurezca con su única amiga, que me trate como a una enemiga, esto no es racional.

Nada de lo que sucede se acerca a la realidad, todo es una horrible farsa, porque no le puedo decir: Maudie, tiene cáncer. Pienso en mi madre, pienso en Freddie. Me despierto de noche y me pregunto, ¿cuál es la diferencia, que aquella gente pudiera decir, tengo cáncer, pero Maudie no pueda? ¿Educación? ¡Tonterías! En ningún momento antes de que mi madre, de que mi marido murieran perdieron contacto con lo que estaba pasando. ¡Era yo quien había perdido contacto!

Y Vera no está y no se lo puedo preguntar... ¿qué? Todo tipo de cosas que necesito conocer. No sé qué hacer con Maudie. Hospital o no.

Vera ha vuelto y hemos ingresado a Maudie en el hospital.

Tuve que disponer que la vecina de Maudie diera comida al gato, aunque me dijo que no debía esperar que se lo quedara, ¿por qué no lo llevaba a la sociedad protectora? Fui a la casa, para cerciorarme de que nada olía mal, el orinal, la cocina. Encontré horribles montones de bragas y ropa interior sucia y, finalmente, pude meterla en el cubo de la basura. Al hacerlo, me pregunté si no estaba disponiendo de Maudie.

Es verdad que me pregunto, ¿por qué tiene que pasar por esto, por el largo proceso de morir? Si por lo menos pudiera morir mientras duerme. Pero, ¿qué derecho tengo a pensar así, sí ella no lo hace?

Está instalada en nuestro hospital más grande y nuevo, en un pabellón para cuatro personas, con lo mejor de la medicina moderna, lo mejor del servicio de enfermería. Está rodeada de solicitud, tacto, encanto. Y allí está, pobre Maudie una ancianita enfadada y amarillenta, recostada en la cama, o hundida entre los cojines de su butaca, le dan comida, medicamentos y no hace más que enfadarse, rabiar, rebelarse, musitar y maldecir... y, no obstante, todos la quieren.

Es cierto. En un principio, creí que sólo se trataba de esa maravillosa preparación que tienen, pero no. Hay algo en ella, me lo han dicho todas y cada una de las enfermeras; el médico joven me dijo:

—¿Cómo llegó a ser amiga suya? —y lo quería saber verdaderamente, porque también él lo percibe.

—Se hace querer —dijo un enfermero, que se pasó veinte minutos persuadiéndola para que se tomara el medicamento. Es un calmante. No la pócima feroz que le darán cuando el dolor sea tan fuerte que lo haga indispensable: éste es un brebaje de mediana potencia. Pero Maudie dice: Me hace perder la cabeza, parece que tengo la cabeza de algodón, y la aparta hasta que, con una queja dolorida, mueve la cabeza hasta el vaso que tiene en la mesilla, para indicarme que lo tomará.

Voy cada día al salir del trabajo, un par de horas.

—Ah, ahí está, al fin —dice Maudie.

Y cuando me voy:

—¿Ya se va? —y aparta la cara lejos de mí.

Qué alivio, no tener que lavarla y tener su ropa más o menos limpia; no tener que sentarme delante de ella, apaciguando el enfado, la depresión, el resentimiento mientras me escupe veneno.

La familia, la tribu, ya la ha visitado, los dejaron pasar en grupos de dos y de tres.

—¿Venís a ver si os tocará algo cuando me muera? —pregunta—. Ya deberíais saber que os quedasteis con todo lo mío hace años.

—¡Ah, tía! —dicen las sobrinas, los sobrinos.

—¿Qué manera de hablar es ésta, Maudie? —pregunta la matriarca.

—Ya sabéis de qué estoy hablando —dice Maudie y vuelve la cara para mirar lejos de ellos; ni responde a sus: Adiós, tía, Adiós, Maudie.

Pedí empezar antes mi media jornada; ahora voy dos días completos, flexibles según las necesidades; medio día en las mañanas de reunión para exponer ideas; y he aceptado otro día y medio antes de que la revi entre en máquinas.

Phyllis me pidió que almorzara con ella. Una invitación formal. Se debe a que ahora Jill y ella son inseparables, Jill se ha pegado a Phyllis y no es fácil encontrar unos minutos para hablar a solas con ella.

Pensé que necesitaba algún consejo respecto a la oficina, tal vez Jill, pero me desarmó cuando me dijo que Charles se quería casar con ella.

Esta posibilidad no se me había pasado por la cabeza y cuando estaba allí, pasándome la servilleta por la boca y bebiendo un poco de vino, para ganar tiempo, pensé que no se me había ocurrido porque era absurdo. Esta fue mi reacción primera, y ahora que lo escribo (medianoche) pienso que era la reacción correcta.

Casi de inmediato me recuperé y mostré una verdadera atención cordial, intenté no mostrarme crítica, repitiéndome en silencio que, como es sabido, no estoy preparada para emitir juicios en esta área, debido a que nunca estuve realmente casada, que hay «algo que falta».

Pero, ¿cómo puede casarse con Charles o, mejor dicho, cómo podría ella estar casada? Él se está divorciando, tiene tres hijos, por lo que hay que pagar mucho para educarlos. Phyllis tendrá que pagar para mantener el estilo de vida de los dos. ¿Qué hay de tener hijos? Me pasaba todo esto por la cabeza; ella permanecía allí, inclinada hacia adelante debido a su ansiedad, tan bonita con sus ropas suaves. Antes, nunca la hubiera considerado bonita, pero ahora lo es. Su pelo brilla, sus ojos brillan, parecían resplandecer y radiar contra las obscuras paredes de madera del restaurante.

Quería que la aconsejara. Bien, ahora ya sé que no hay que dar consejos.

Quise saber si tiene claro lo que va a aceptar: puesto que ésta es la clave de la cuestión, ¿no? Me hablaba de lo bien que Charles y ella trabajan juntos en la revi, lo fácil que era todo: hablaba sin cesar sobre trabajo y sus ojos estaban llenos de expectación en los míos, puesto que no le había dicho: Oh, Phyllis, estás loca; o: Qué noticia tan maravillosa. La dejé que hablara y hablara, sin decir mucho, pero ofreciendo de tanto en tanto unas respuestas sabias y mundanas de las que precisamos tantas para enfrentarnos a estos momentos en que la gente espera que se les diga qué deben hacer.

Y cuando acabamos de comer, mencionó por vez primera que no podrían tener hijos, porque ella tendría que trabajar y no sabía muy bien qué pensaba acerca de los hijos. Siguió lanzándome miradas muy esperanzadas, como si en este último estadio, yo pudiera decir: ¡Claro, debes casarte con él!

Pero lo que sí le pregunté de una forma precipitada y turbada, la que utilizamos para entrar en un tema externo a la textura de una conversación, fue:

—¿Qué hay de tus reuniones de mujeres, este tipo de cosas?

Apartó la mirada, sonriente y dijo, a la ligera:

—Ah, a él no le importa lo que hago, se interesa mucho, de verdad.

Esto me sorprendió hasta el punto de que me encontré riendo nerviosamente, como ante un chiste desacertado.

También Charlie me invitó a comer. Quería contarme su problema. Considera que es injusto casarse con Phyllis y cargarla con su pasado. ¿Acaso está cambiando de opinión acerca de casarse con ella? Había pulido una carga de observaciones suplementarias del tipo: ¡Debes pensarlo seriamente y obrar según te parezca mejor! Y: ¡Ya sé cómo debes sentirte! Las utilicé mientras escuchaba lo que resultó ser un monólogo de dos horas. Cuando nos despedimos en la puerta del restaurante, me agradeció los buenos consejos.

Phyllis es demasiado lista: cuando nos despedimos (en la puerta del mismo restaurante) unos días antes, me hizo una mueca descarada y me dijo:

—¡Por qué no me dices lo que debo hacer y luego te echaría toda la culpa a ti!

Parece por lo menos posible que estos dos se casen finalmente por inercia; ¿y qué, si el matrimonio, al final, resulta bien...?

Había esperado el momento de poner mi ropa a punto, ahora que tengo más tiempo. Qué dificultoso mi estilo: me planté frente al espejo con mi mejor traje. Seda natural color miel beige. Mi bolso. Mis guantes. Mis zapatos. Hay una marca en los fondillos y no hay manera de remediarla. Los bordes de las solapas se ven descoloridos. Hay dos botones a punto de caer. Se ve una hebra del forro de satén color gris paloma. Mis zapatos están arrugados por delante. Mis guantes distan mucho de ser ideales. Todas mis medias de seda tienen carreras. ¿Qué se puede hacer? ¡Tirarlo todo y empezar de nuevo! Pero no, el problema es, si ahora tengo tiempo para mi estilo, no siento inclinación a ello. He recordado cómo la Leah de Colette, o de Chéri, saludaba a su antiguo amante con el detalle de cómo se había vestido un traje y un lazo y allí estaba, dispuesta para todo y con todos los arreos. Lo que la hería (¿hería a Colette?) era que a ella ya no le importaban estos cuidadosos lujos que robaban tiempo. Pero no me convertiré en una desastrada, no lo haré. La trampa de la vejez —a fin de cuentas, estoy en los cincuenta, apenas si es una edad para abdicar— es una dejadez cansada. Si ya no puedo preocuparme por mi estilo, que exige tiempo, complicaciones, detalles, pensaré en algo inteligente, en un compromiso. Mientras, he llevado un montón de cosas a beneficencia y he pedido a mi modista que me repita ciertas prendas. Nunca lo había hecho; nos hemos pasado horas en consultas sobre tejidos, botones, forros. Se sorprendió, me llamó al recibir mi carta, y en realidad lo que me preguntaba era: ¿Ha perdido interés y sólo me pide que por favor le haga otro traje de lana gris pálido, la que se encuentra en Bond Street? Sí, querida, he perdido interés, pero, a fin de cuentas, le presenté a Phyllis. Y le pediré que vuelva a hacerme el traje pantalón marrón, la camisa negra de
crepé de Chine
, el vestido de seda color crema.

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