Diario de una buena vecina (14 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Nos instalamos a ambos lados del fogón negro, con las llamas que se bifurcan arriba y por los lados, con una tetera encima, con una funda sucia que había sido... ¿por qué sigo hablando de la suciedad? Las tazas en los brazos de nuestras butacas, un plato con galletas en una silla entre las dos. El gato está sentado y se atusa, o duerme en el sofá. Acogedor, oh, sí. Fuera, fría lluvia, y, arriba, la familia irlandesa, que se pelea, los pies de los niños que aporrean el suelo sin alfombra, la nevera retumbando y vibrando.

Me habla de las épocas de su vida en que fue feliz. Dice que ahora es feliz,
debido a mí
(y es duro aceptarlo, me enfurece, que tan poca cosa cambie una vida) y por eso le gusta pensar en los tiempos felices.

Una felicidad.

—Con mi amigo alemán, con el que debería haberme casado, pero fui tonta, solíamos pasar juntos los domingos. Comprábamos un billete de autobús de un penique y viajábamos hasta donde nos encontramos ahora o, quizás, un poco más lejos. Verdes campiñas, corrientes de agua y árboles. Nos sentábamos en el pretil de un puentecito y mirábamos el agua; o encontrábamos un campo sin vacas y comíamos. ¿Qué comíamos? Cortaba un poco de carne fría, tanta como quería, porque por aquel entonces mi madre no había muerto, y la ponía entre dos rebanadas de pan. Pero me gustaba más la comida de él, porque sus padres eran panaderos. ¿Sabía que en aquel tiempo los panaderos solían ser alemanes? Sus padres apenas sabían leer y escribir, pero él era muy inteligente, era un erudito. Prosperó con el tiempo, más estúpido de parte mía, porque podría haber tenido mi propia casa con jardín. Pero no me casé con él, no. No sé por qué razón. Naturalmente, a mi padre no le hubiera gustado un extranjero, pero tampoco le gustó el hombre con quien me casé, nunca podía aceptar algo elegido por nosotras, así que... No, no quiero pensar en esto, ya me pasé demasiado tiempo cuando era más joven pensando. Ah, qué tonta... cuando comprendí cómo eran los hombres. Ve, entonces no lo sabía. Hans era tan amable, era un caballero, me trataba como a una reina. Me levantaba del cercado de una forma tan suave y agradable, y extendíamos un pequeño mantel blanco y poníamos los panecillos y pasteles de la panadería. Yo solía decir: No, debo comerme lo mío y tú te comes lo tuyo, pero al final lo mío siempre acababa de comida para los pájaros.

»Pienso en aquellos días, en aquellos domingos. Ahora, ¿quién podría creerlo? Donde nos encontramos, en estas calles, había corrientes de agua y pájaros... ¿Qué pasó con las corrientes?, pensará. Sí, puedo leerlo en su cara. Seguro que se pregunta dónde está el agua. Está debajo de los fundamentos de la mitad de las casas de aquí, ahí está. Cuando las construyeron y cubrieron los campos, solía venir sola y mirar a los albañiles. Sola. Mi amigo alemán había desaparecido porque no me quería casar con él. Los albañiles por aquel entonces eran unos chapuceros, como ahora; hay cosas que nunca cambian. Se suponía que tenían que encauzar el agua adecuadamente, lejos de las casas, pero no se tomaron la molestia. En ocasiones, incluso ahora, cuando voy por la calle, me paro ante una casa y pienso, sí, si el sótano es húmedo, se debe al agua de aquellas antiguas corrientes. Hay una casa, el número setenta y siete, que cambia constantemente de inquilino, nadie se queda, debido a que allí se encuentran dos pequeñas corrientes y los albañiles pusieron los ladrillos del fundamento directamente en el fango y dejaron que el agua encontrara su curso. Llevaron a cabo un auténtico canal para el agua profunda, discurre por la calle mayor de aquí, pero las corrientes incipientes, junto a las que nos sentábamos, metiendo los pies, las dejaron que abrieran su propio curso. Después de aquellos domingos, al llegar la noche, oh, qué bonito era todo, me decía: ¿Puedo pasarte mi brazo por la cintura? Y yo le decía: No, eso no me gusta..., qué tonta. Y me decía: Entonces cógeme del brazo, por lo menos. Por lo tanto avanzábamos cogidos del brazo a través de los campos, a esperar el autobús, y llegábamos a casa en plena oscuridad. No entraba nunca, debido a mi padre. Me besaba la mano y me decía, Maudie, eres una flor, una florecita.

Una felicidad.

Maudie entró de aprendiza en un taller de sombrerería donde trabajó intermitentemente durante años. El aprendizaje era muy duro. Vivía con su tía, que era muy pobre y sólo le daba el desayuno y la cena, pero no mucho más, por lo que Maudie tenía que pasarse sin comida al mediodía o caminar la mayor parte del trayecto al trabajo. El taller estaba cerca de Marylebone High Street. Calculaba si las suelas de los zapatos le costarían más que el billete de autobús. Dice que le pedía zapatos viejos a su prima, quien nunca les sacaba el rendimiento completo, o encontraba botas de segunda mano en un mercado. Tenía que vestir aseada para su trabajo y esto era el mayor problema. Su tía no tenía dinero para la ropa de Maudie.

La esposa del patrón, en una ocasión, le regaló una falda y una blusa.

—Se da cuenta, me valoraba. Necesitábamos tener una apariencia decente porque los compradores entraban en los talleres. Oh, no crea que se debía a su buen corazón, no tenía corazón. Aquella mujer no quería perderme. Pasaron años antes de que pudiera comprarme un bonito vestido marrón y mis propios zapatos. Cuando pude, oh, nunca olvidaré aquel día. Me privé de tantas cosas para aquel vestido. Me lo puse al domingo siguiente, para que lo viera Laurie. ¿Quién te lo ha regalado?, me dijo, pues él era así, me pellizcaba el brazo y me lastimaba. ¿Quién fue?, dímelo. No has sido tú, le dije, y, al apartar mi brazo, se descosió por debajo. No demasiado, pero se había estropeado el vestido. Oh sí, una persona deja su marca en todo lo que hace. ¿Sabe a qué me refiero? Pero, entonces,
yo
no lo sabía. No tardé en darme cuenta de que con todo lo que hacía siempre era lo mismo: un vestido nuevo por el que había ahorrado y pasado privaciones, pero me lo rompió cuando lo estrené. No importaba, lo zurcí, no se notaba nada y me fui al taller y me pavoneé, con las chicas que aplaudían y cantaban: «Un poquito de lo que te gusta te hace bien.»

»Esto tuvo lugar antes de que me ascendieran y muy pronto pude comprarme otro vestido, de seda azul, pero nunca me gustó tanto como el primero que pagué con mis privaciones.

»Ah, qué momentos pasábamos en el taller. Éramos quince, aprendizas y sombrereras. Nos sentábamos junto a una larga mesa, con las cajas de adornos en caballetes detrás de nosotras, y los sombreros y gorras en sus hormas delante de nosotras. Solíamos cantar y bromear. A veces, cuando yo pasaba el límite,
ella
solía aparecer y decía, ¿Quién arma tanto escándalo? ¡Es Maudie! La regla es: silencio mientras se trabaja. Pero yo tenía que cantar, me divertía y muy pronto cantábamos todas, pero ella no quería perderme, se da cuenta.

»¿Le he contado cómo vi que yo era valiosa para ella? Si lo he hecho, se lo contaré de nuevo, porque me encanta pensarlo. Ve,
él
solía viajar a París y ver los sombreros de la temporada en los almacenes y, a veces, en los talleres de los sombrereros de París, porque conocía a gente que le dejaba fisgonear. Sabía recordar un sombrero o una gorra que nos podía servir. Solía recordarlo mentalmente, salir un momento y dibujarlo rápidamente. En realidad no sabía dibujar, pero conseguía lo esencial, la forma o la disposición de una cinta. Luego, de regreso: Lo haces así, ves, es esta forma y aquel color, con terciopelo o satén, haz lo que puedas. La verdad es que era como si yo pudiera ver el sombrero auténtico tras los garabatos sobre el papel, y partía de ahí, lo acababa y le decía: ¿Se parece en algo, señor Rolovsky? Lo cogía, lo contemplaba y decía: No está mal, Maudie. Esto me complacía. Pero luego veía que se acercaba, se quedaba detrás de mí y me contemplaba mientras trabajaba, siempre a mí, no a las otras, y luego cómo me arrancaba de las manos el sombrero cuando estaba acabado, porque era avaricioso, se da cuenta, y no podía ocultarlo. Veía entonces que me había acercado a lo que él había visto en París. También las chicas lo sabían y se guiñaban el ojo.
Ella
nos veía y decía: Ya basta, no sé por qué hay que guiñar el ojo. Era lista, la patrona, pero sólo era lista en su trabajo, que consistía en que el taller rindiera. ¿Se ha dado cuenta de esto? Una persona puede ser muy lista en un sentido y tonta en otro.
Ella
pensaba que no sabíamos lo que pretendía ocultar y, sin embargo, era evidente para nosotras. Yo tenía un don, ve, lo tenía en los dedos y en la imaginación, que era lo más valioso para ellos, porque cuando entraban los clientes, siempre les enseñaba en primer lugar mi trabajo y siempre era mi trabajo el que cobraba más caro.

»Me quedaba junto a los escaparates, estaban situados junto a Bond Street, y miraba los sombreros, sólo dos o tres, naturalmente, no atiborrados como suelen estar los escaparates de sombreros baratos y los sombreros siempre eran los míos. En cuanto los había terminado me los cogían de las manos.

»Sí, por su cara veo lo que me quiere decir, y está en lo cierto. Nunca me pagaron ningún extra. Conseguí el salario máximo, pero nunca fue demasiado, nunca lo suficiente como para no preocuparme por el futuro. Sí, nuevamente está en lo cierto, no crea que no he pensado y pensado por qué no me fui a otra parte o dije: Denme lo que me merezco o los plantaré. Pero, por una parte, me gustaba mucho aquel trabajo, me gustaba todo, los colores y el tacto de los tejidos; luego, el resto de las muchachas, por aquel entonces hacía tanto tiempo que trabajábamos juntas, nos conocíamos tan bien, nos sabíamos tan bien nuestros problemas y luego... Bien, naturalmente, no se acaba con esto. Por una parte, en cierto sentido era culpa mía.
Él
quería que yo fuera a París. Oh, no, si tenía algo más en la cabeza, no podía llevarlo a cabo. Me dijo: Mi esposa vendrá también, no te preocupes, será de lo más decente. Quería que yo fuera con él a los talleres donde se podía espiar, que mirara los sombreros yo misma. Estaba entusiasmado con esta idea; él me imaginaba de vuelta en Londres copiando todos aquellos sombreros y gorros, centenares, diría yo, no los pocos que él podía recordar. Dijo que me pagaría muy bien. Bien, tratándose de quien se trataba, aquellos dos, sabía que no sería una gran cantidad, pero sí mucho para mí. Sin embargo, no pude aceptar, dije que no.

»Me invitaron dos veces a ir a Francia, cuando era una jovencita, en una ocasión con la señora Privett y en otra con aquel par de... Ella era una auténtica dama y los otros unos asquerosos tacaños, lo bueno y lo malo.

»Sí, ya sé lo que está pensando. Era Laurie. Nunca más me habría hablado si hubiera ido a París, ni escoltada por un regimiento, no me lo habría perdonado. Y ya era lo bastante desagradable, incluso antes de casarnos, yo tenía los brazos llenos de moretones y siempre lo mismo: ¿Quién era? ¿quién te estaba mirando? ¿Quién te ha regalado este pañuelo?... porque yo solía economizar y ahorrar para comprarme pañuelitos de buen lino con encaje auténtico, me encantaban, me encantan las cosas bonitas. Pero él nunca supo que yo podía haber ido a París. Y si hubiera ido, tal vez me habría quedado, tal vez me habría casado con un franchute. Bien pude casarme con un alemán, ¿no? A veces miro atrás y veo que en mi vida hubo estas oportunidades, que llevaban a algo maravilloso, ¿quién sabe? Sin embargo, nunca las aproveché, siempre dije: No, no, a lo que me ofrecieron.

»Sin embargo, pasé momentos felices, creo que sin contar a Johnnie fueron los mejores de mi vida, incluso mejores que con Hans y nuestros domingos. Me gusta recordar cuando éramos unas muchachas, junto a aquellos bonitos sombreros, cantábamos, bromeábamos y nos contábamos historias, y
ella
siempre alrededor, Maudie esto y Maudie aquello. Siempre eres tú la cabecilla, decía, pero yo era la mejor que tenía y lo sabía, a pesar de que le hubiera encantado perderme de vista, porque
él
me tenía echado el ojo, y todo el mundo lo sabía, pero ella tenía que aguantarme, ¿no? Y a mí no me importaba. Cantaba, cantaba... ¿quiere que le cante una de mis canciones? Sí, cantaré...

Maudie canta antiguas canciones de
music hall
, algunas no las he oído nunca. Desafina ahora, pierde la voz, pero se puede saber lo que eran por su risa.

Una felicidad.

—Debí de quedarme embarazada en la noche de bodas. Nueve meses exactos, así fue. Laurie estuvo tan contento cuando lo supo. Le costará creerlo, yo era tan tonta, ¡no sabía qué tenía! Me fui al médico y le dije: Estoy mareada, me muero, me siento tan enferma y me duele esto y lo otro. Me tendí y me tocó el estómago, volvió tras su mesa y se rió. Oh, era una bonita risa, no me hizo sentir mal, pero me sentí estúpida. Me dijo: Señora Fowler, ¿no se le ha ocurrido que está embarazada? ¿Qué dice?, le respondí. Va a tener un hijo, dijo él. Vamos, le dije, no puede ser... porque no se me había pasado por la cabeza.

»Se lo conté a Laurie y lloró, estaba tan contento. Estábamos en el cuarto delantero de una casa de la calle siguiente a ésta. Pintó el dormitorio muy bonito, porque era un buen artesano, nadie podía negarlo, lo pintó de un bonito color crema y las guirnaldas del techo de oro y azul, los zócalos y las molduras azules. Compró una cómoda pequeña y la hizo azul, mientras seguía comprando abriguitos y sombreritos... oh, tallas demasiado grandes, Johnnie no los llevó hasta dos o tres años después de que Laurie me abandonara. Pero yo era tan feliz, me sentí una reina durante aquellos meses. Me trataba como si fuera un objeto de cristal o una copa nueva. Me compraba todo tipo de caprichitos, porque tenía deseos de escabeches, chocolate, jengibre y cosas, que le costaban su dinero.

»Nació el niño, mi Johnnie. Y no lo va a creer. A partir de ese momento jamás hubo una palabra amable para mí. ¿Cómo es posible que un hombre hecho y derecho se comporte como un niñito? Estaba celoso, ¡celoso de un niño! Pero entonces no sabía que las cosas iban así. Solía tomarle el pelo y él me pegaba. Se habían acabado los buenos tiempos. Solía sentarme en mi mecedora, que él me había hecho, y mecía al niño, y miraba aquel bonito techo y pensaba: Oh, tengo tanta hambre, tengo tanta hambre, porque Johnnie era un niño que mamaba mucho, chupaba y chupaba. Le decía: Laurie, compra un poco de cordero para un estofado, compra un poco de tocino, lo haremos con albóndigas. Y me decía: ¿Con qué dinero? Y tenía un empleo. Bien, no la cansaré con mi desgracia cuando comprendí qué futuro tenía, porque lo que me gusta es mirar al pasado y verme sentada como una reina en aquella bonita habitación, con mi silla, con Johnnie, mientras pensaba que cuando Laurie se acostumbrara todos seríamos felices.

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