Diario de una buena vecina (13 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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—Está... está... está...

—En la cocina —dije por él. Se había retirado, por así decirlo, detrás de su mirada: se había ausentado. ¡De nuevo aquella mirada! ¿Acaso yo no la había advertido antes? Una superficie preparada de alguna manera, las defensas muy controladas.

Me dirigí a la cocina. El hijo tras de mí, como un carcelero, o así lo consideré (acertadamente). En la cocina, una buena cocina familiar, todo pino y loza, la hija sentada a la mesa, bebiendo café y haciendo los deberes. Joyce de pie junto al fregadero. Su aspecto distaba mucho del de la gitana de lujo, más bien se parecía a una gitana pobre. No se había cepillado el pelo, que era una maraña poco atractiva, maquillaje descuidado, las uñas desconchadas. Me miraba con ojos vacíos en una cara muerta; le dije:

—Joyce, esto no es suficiente.

Se alarmó y volvió a su verdadero yo. Cayeron lágrimas de sus ojos, jadeó, rápidamente se volvió y me dio la espalda, temblaba, como Maudie. Me senté y dije a los niños:

—Quisiera hablar con Joyce, por favor.

Intercambiaron miradas. Se podían calificar de insolentes, también asustadas. Vi que me costaría muy poco sentir pena por ellos: para empezar, porque tienen que abandonar sus colegios y salir hacia Estados Unidos, todo nuevo. Pero estaba furiosa, furiosa.

—Dame un poco de café —le dije y se acercó con una taza; se sentó frente a mí.

Nos miramos mutuamente, con una mirada directa, larga, seria.

—No puedo aguantar esto de que no se diga nada, nada.

—Tampoco se ha
dicho
nada aquí.

—¿Nos escuchan tras la puerta?

—¿No lo ves?, han raptado a mamá. De vuelta a la oficina.

—¿Quieres decir que les sienta mal que hayas tenido tanto éxito y todo esto?

—No, están orgullosos de mí.

—Pero.

—Se les ha desmoronado todo y durante meses no han sabido si tendrían a Felicity de mamaíta o a mí. Ahora saben que se trata de mí, la seguridad, pero están aterrados. ¿No puedes verlo?

Parecía mi hermana Georgie cuando hablaba con la delincuente —yo—, y no la dejaría que se saliera con la suya.

—Sí, claro —le dije—, pero estamos hablando de un joven y una joven, ya no son unos niños.

—Dorothy ya tiene diecisiete años; y Philip, quince.

Me miró con dureza y orgullo, yo la miré furiosa.

—¿Cómo nos hemos convertido en esto, tan blandos, tan tontos, tan infantiles? ¿Cómo?

—Por Dios —dijo Joyce—. Por Dios. Por Dios... Janna!

—Por Dios,
Joyce
–le dije—. Hablo en serio. Y no me perdones la vida. ¿Acaso no hay nada que valga en lo que te digo?

—¿De qué diablos estás hablando?

En este punto, las dos ya estábamos furiosas y nos apreciábamos más por ello. Levantamos la voz, ambas imaginábamos que «los niños» estaban escuchando.

—Estoy hablando de los
bobos
y horribles mocosos que parimos.

—Tú no has parido ninguno.

—Ah, gracias... y aquí se acaba todo, ¡ así se acaba conmigo! Gracias a Dios no he tenido. Cuando veo...

—Escucha, Janna... —deletreaba las palabras, como si hablara con una idiota—. ¿No se les debe algo, no hay alguna deuda con ellos? Su padre ha tenido durante años lo que equivale a un segundo hogar. Hace muy poco han tenido que aceptar que sus padres se divorciarían. Ahora resulta que la familia permanecerá unida...

—¿Y qué se nos debe a nosotras, a tu trabajo, a mí?

Allí estaba, la cucharilla en el tazón de café, campanilleando contra el borde debido a su temblor.

—Una crisis familiar, una elección, te preguntas si, quizás, deberás vivir sola durante cierto tiempo, junto con equis miles de millones de mujeres... y todo lo que eres en tu trabajo no cuenta para nada, se desmorona.

Llegadas aquí, las dos temblábamos y estábamos muy avergonzadas. Podíamos vernos: un par de mujeres echándose recriminaciones en una casa en silencio.

—Espera, Janna —dijo—. Espera —y se ocupó en levantarse para poner la cafetera al fuego una vez más, mientras se tomaba su tiempo para sentarse. Añadió—: ¿Te imaginas que no me siento mal respecto a ti, a nuestra amistad? Estoy sufriendo —gritaba de nuevo—. ¿Lo comprendes? Estoy sufriendo. Nunca me había sentido así. Me parten por la mitad, estoy hecha pedazos. Quiero gritar y aullar y desaparecer... y aquí me tienes, preparando la comida para la familia, ayudando en los deberes. Ya es bastante extraño.

—Y ya es bastante extraño, también yo sufro.

De repente, empezamos a reírnos, como antes; apoyamos la cabeza sobre la mesa de la cocina y nos reímos. Los «niños» entraron, al oírnos: con sonrisas llenas de miedo. Yo, Janna Somers, «la oficina», había demostrado ser la amenaza que ellos temían. Al ver aquellas caras asustadas, supe que cedería si no tenía cuidado: pero mentalmente me decía, estás en lo cierto, estás en lo cierto, estás en lo cierto...

Quizá no esté en lo cierto, al fin y al cabo.

—Será mejor que vuelva al trabajo —dije.

—Sé que con Phyllis os las apañáis muy bien sin mí.

—Muy bien, sí.

—Entonces.

Y volví a toda prisa a la oficina. A mi verdadero hogar. Dejé a Joyce en su verdadero hogar.

Más tarde.

Le llevé las cosas a Maudie y le hice compañía. Estaba muy cansada y ella lo advirtió.

Me dijo con una voz vieja y tímida:

—No debe pensar que tiene que venir aquí, si está cansada.

—¿Por qué no? —le dije—. Precisa que la ayuden —y añadí—: Le tengo afecto. Me gusta conocerla, Maudie.

Asintió con la cabeza, de forma comedida y remilgada, con una sonrisita complacida:

—No le negaré que me sienta mejor por ello, porque efectivamente así es.

Volví a salir a la calle, a la tienda, porque había olvidado el té.

Caía aguanieve. Cogí astillas de madera en el container. Por todas estas calles están «reformando» las casas. Cuatro en la calle muy corta de Maudie. Cuatro containers cargados con «basura». Hay sillas perfectamente buenas, colchones, mesas y cantidad de madera en buen estado. La gente se asoma para coger madera. Aún deben existir chimeneas en estas casas. No por mucho tiempo, no cuando las hayan «reformado».

Salí de la tienda y en la acera se encontraban un par de ancianas, envueltas cual paquetes. Reconocí una de las caras: de la ventana de enfrente.

Estaba helada, quería llegar a casa.

Sin embargo, ya sabía que hay ocasiones en que no puedes ir con prisas.

La conversación:

—Perdone, quería preguntarle, ¿cómo se encuentra Maudie Fowler?

—Parece estar bien.

—¿Es usted su hija? Se preocupa mucho por ella.

—No. No soy su hija.

—¿Es una Buena Vecina?

—No, tampoco soy eso —y me reí, por lo que me correspondieron con sonrisitas educadas.

Digo «ancianas» y, supone una crítica por mi parte, no les concedo individualidad, no son más que «ancianas». Pero se veían tan iguales, ancianas regordetas, su cara apenas visible tras gruesas bufandas, abrigos, sombreros.

—Maudie Fowler siempre ha sido tan reservada, que nos hemos hecho preguntas.

—Bien —dije—, tiene más de noventa años, ¿no?

Un silencio reprobador.

—Querida, tengo noventa y dos, y la señora Bates, aquí, tiene noventa y uno.

—Bien, diría que Maudie acusa su edad.

Era algo demasiado directo y yo lo sabía, pero se había disparado así y no podía cambiarle el curso. Ah, ya sé muy bien que estas conversaciones se deberían desarrollar más ampliamente.

—Conoce a la señora Rogers, ¿la conoce, querida?

—¿La señora Rogers?

—Es de la Seguridad Social.

—No, no la conozco.

Todo ello con el aguanieve entre nosotras y las caras que se amorataban.

—Quiere verla, según dice.

—¿Para qué?

—Verla porque es una Buena Vecina y alguien puede necesitarla.

—Bien, no lo soy —dije.

—Entonces, adiós. No debemos retenerla con este frío —y se alejaron inseguras en la acera, cogidas del brazo, muy lentamente.

Joyce volvió al día siguiente, se instaló en su mesa, cumplió el ritual de su trabajo, y trabajó realmente, pero
ella
no estaba allí. No estaba con nosotras. Tenía un aspecto terrible, vestía mal, incluso polvorienta, su pelo gris en las raíces y un ribete gris en su jersey negro.

Al contemplarla, pedí hora en la peluquería inmediatamente. Decidí dedicar toda una tarde a mi cuidado personal.

Es esta tarde. He tomado un verdadero baño, durante horas. Me he pulido las uñas, las de los pies, me he hecho las cejas, las orejas, el ombligo, las pieles muertas de los pies.

¿Qué me ha convertido, durante tantos años, en esta persona tan cuidada, que recibe las miradas de todos, mientras piensan, cómo se las arregla? Han sido mis noches de domingo. Nunca he permitido que nada interfiriera. Freddie solía bromear al respecto, hacía chistes, Ya puedes hacer chistes, no me importa, tengo que hacerlo. El domingo por la noche, después de la cena, durante años y años he elegido mi atuendo para cada día de la semana siguiente, me he cerciorado de que no hubiera ni una arruga ni una raya, he repasado los botones y los dobladillos, me he lustrado los zapatos, he vaciado y limpiado los bolsos, cepillado sombreros y he colocado aquello que estuviera ligeramente manchado en la bolsa para la tintorería y la lavandería. Horas de labor, cada domingo por la noche, y cuando aquellos pares de ojos profesionales me examinaban en el trabajo, jamás un pelo, literalmente, ha estado fuera de su lugar. Pulcritud. Si no puedo mantenerlo, mi estilo está en la papelera, como el de Joyce ahora. Una gitana de lujo, que se ha convertido en una gitana sucia, es algo extraño; si descuido mi estilo, sólo queda una persona sin elegancia.

Ahora me afanaré en ello: botones, zapatos, cuellos, planchar, planchar, planchar y ni siquiera una hebra colgará del encaje de unas enaguas.

Han pasado más de tres meses. Ha sido elegir entre baños completos y el diario. He necesitado asirme a algo.

Joyce volvió al trabajo, pero era un fantasma, un zombie. Felicity anunció que estaba embarazada, su marido Jack le pidió a Joyce que se mostrara «generosa», Joyce le dijo que se decidiera, él dijo: Eres vengativa. Ella dijo: Debo de estar loca por quererte en cualquier caso. Los pobres hijos están enloqueciendo y castigan a Joyce, según dice.

No se trata de que no trabaje como siempre, pero no está metida en ello. En cuanto a lo que era muy importante para mí, el buen ambiente, la forma en que solíamos trabajar juntas como una sola persona... no, desaparecido. Nosotras —Phyllis y yo— la ayudamos, constantemente, tacto, tacto, tacto, ah, un diez para todas, para todo el mundo en la redacción; y lo contemplo fascinada, por
cómo funciona
. La mujer que hizo la revi, porque éste fue el caso, fue su
empuje
, se esfuma. Vi un filme en la tele, unos elefantes que ayudaban con sus trompas a un amigo moribundo. Me hizo recordar. El caso es que Joyce se esfuma. No podemos seguir así, es nuestro pensamiento
inexpresado
. Inexpresado es también que yo seré la nueva directora. Mientras, Joyce dice que se quedará en Londres, con los hijos, y se divorciará. Los hijos por vez primera llaman a la oficina, con exigencias. Ridículas, como: ¿dónde está la mermelada, dónde está mi rebeca? Joyce, paciente y
angustiada
. Por ellos. Muy bien, sin embargo hay límites a la aflicción que uno puede sentir por otros. Estoy aprendiendo mis límites: son pequeños. Maudie Fowler es cuanto puedo gobernar.

El tiempo ha sido húmedo, frío, triste. Casi cada tarde, después del trabajo, he ido a casa de Maudie. Ya ni se me ocurre siquiera que ella debería aceptar una «vivienda nueva»; sólo se lo dije en una ocasión y pasaron tres días antes de que dejara de mirarme como a una enemiga, como a una de «ellos». Yo
tengo
casa, dice ella, tose, tose, tose por tener que salir al exterior para meterse en un retrete helado, por tenerse que lavar en una cocina sin calefacción. Pero, ¿por qué lo digo? Las mujeres de noventa años que viven rodeadas de lujo tosen y son frágiles.

Ahora es una rutina. Llego a las siete, ocho, después del trabajo, con lo que me dijo que necesitaba la noche anterior. Por regla general ha olvidado algo y salgo de nuevo al colmado indio. Él, el hindú, un hombre alto y pálido, en realidad gris pálido, a quien le sienta mal este clima, siempre me pregunta por ella y sacude la cabeza y me da algo para ella: unos caramelos o unas galletas. Cuando se lo doy a Maudie, me lanza una mirada feroz y enfadada: es orgullosa, pero se conmueve.

Mientras compro, ella prepara el té. Ha cenado a las seis: pastel, mermelada y galletas. Dice que no puede perder tiempo cocinando. No quiere que yo pierda tiempo cocinando para ella, porque eso «nos robaría nuestro tiempo». Cuando lo dijo, caí en la cuenta de que valoraba nuestro tiempo de estar allí sentadas y charlando: por alguna razón no era capaz de verlo, puesto que estoy a la defensiva y me siento culpable respecto a ella, como si yo fuera culpable de todo cuanto de horrible acontece. Allí estamos, con aquel aire viciado y aquel olor, pero casi siempre desconecto al entrar, por lo que no advierto el olor, de la misma manera en que me niego a ver las tazas sucias. Y ella... me divierte. No había caído en la cuenta de que así era. No hasta que un día me dijo:

—Hace tanto por mí y todo cuanto yo puedo hacer es contarle historias, porque le gustan, ¿verdad? Sí, sé que le gustan.

Naturalmente, me gustan. Le cuento lo que he hecho y no tengo que dar demasiadas explicaciones. Cuando he estado en una recepción para algún VIP o en un cóctel o algo parecido, puedo hacer que lo vea todo. Su experiencia ha incluido el lujo y está lo de su padre.

—En ocasiones, al escucharla, recuerdo cómo llegaba a casa y nos contaba que había estado en el Romano's, en el Café Royal o en el
music hall
, y nos explicaba lo que todo el mundo comía y bebía.

No me gusta hacer que recuerde a su padre, porque se queda cabizbaja, los ojos fríos en el suelo y escondidos, cogiendo perturbada su falda. Me gusta cuando sus vivaces ojos azules brillan y ríen: me gusta cuando mira así porque olvido a la anciana y puedo verla fácilmente como era, joven.

Estas tardes lleva una prenda de algodón color azul con lunares blancos: un delantal, hecho de un vestido de su juventud. Le dije que me gustaba mucho, por lo que cortó las mangas y abrió la espalda: un delantal. Los gruesos vestidos negros que eché al cubo de la basura, los recuperó. Me los encontré liados en un periódico en la habitación de la calle. Apestaban. No se los había puesto, no obstante. Hay una fotografía suya, una mujer joven antes de casarse, una cara de media luna, ojos peleones, una gruesa mata de brillante pelo. Conserva un mechón de pelo de antes de que se hiciera gris. Era espeso, rubio brillante.

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