Diario de una buena vecina (38 page)

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Apareció el clan, pero no los biznietos que Maudie quería conocer. Además, en estos tiempos,
naturalmente
, se supone que los niños no tienen que conocer cosas tan básicas como la muerte y los entierros.

Había treinta y tres personas, todas acomodadas, bien vestidas y complacientes.

Me sentí
furiosa
durante todo el proceso. Allí estaba la matriarca, lloriqueando, como era de esperar, sostenida a ambos lados por sus hijos mayores.

Después, se acercó el hijo de un sobrino y empezó a hablar de Maudie. Yo podía verlos, plantados allí, cerca del gran montón de tierra amarilla y fresca, yo impecablemente vestida para un entierro, traje negro, guantes negros, mi sombrero negro (aquel que a Maudie le gustaba tanto, ¡había dicho que era una maravilla!), zapatos negros con tacones de casi veinte centímetros, medias de seda negras. Me tomé todas las molestias posibles para dejarles patente a aquella panda cuánto valoraba a Maudie. Había un hombre gris, insignificante, diminuto y empecé a preguntarme
quién
era que me ponía tan furiosa. El hombre sonreía, hacía lo que podía. Me declaró:

—Tía Maudie tenía un sentido del humor muy particular, ah, le encantaban sus chistecitos...

Me contó una historia que yo había oído de Maudie. Una gente para quienes limpiaba tenían una verdulería y la mujer le dijo: ¿Le gustaría probar las fresas de este año? Y puso delante de una Maudie expectante una sola fresa en un buen plato, con la azucarera y la nata. Maudie se comió la fresa y, luego, le dijo a la mujer: Quizás le gustaría probar las cerezas de mi patio trasero. Y le llevó a la mujer una sola y jugosa cereza en una gran bolsa de papel y se despidió para siempre.

Varios ya se habían arracimado. A algunos los conocía de la famosa comida, otros me resultaban nuevos. Sentían curiosidad por la elegante amiga de Maudie. Dije:

—Hay otra historia que solía contar, era ésta. No tenía trabajo, porque había sufrido una gripe y perdido su empleo de mujer de la limpieza. Volvía a casa caminando sin dinero en su billetero y rezando: Que Dios me ayude, que Dios me ayude, por favor, que Dios me ayude... y miró al suelo y vio una moneda de media corona en la acera, Gracias, Dios. Se metió en la primera tienda y compró un bollo con pasas de Corinto, se lo comió allí mismo, estaba tan hambrienta. Luego se compró pan, mantequilla, mermelada y un poco de leche. Le quedaron seis peniques. De camino a su casa, entró en una iglesia y depositó los seis peniques y le dijo a Dios: Me has ayudado y ahora yo te ayudo a ti.

Me rodeaban caras que no sabían si reír o no. ¿Un chiste? ¡Maudie fue siempre tan bromista! Dudaban, se lanzaban miradas de connivencia, se preguntaban si debían ofrecer más reminiscencias. Yo pensaba, ¿qué sentido tiene? Habían proscrito a Maudie hacía años. La hermana (que aún lloraba ruidosamente mientras apretaban la tierra en silencio), incapaz de reconocer lo mucho que utilizó a Maudie, había dicho que Maudie era
imposible
, por alguna razón u otra; por lo que la familia había podido olvidarla. Me quedé allí mirando las inquietas y
estúpidas
caras y decidí no preocuparme.

A fin de cuentas ellos tuvieron la última palabra, porque, cuando me dirigí a mi coche, uno de los hijos mayores me siguió y me dijo amable pero condescendiente:

—Y espero que consiga otro trabajito, ¿no?

Así son las cosas.

Llegué a casa furiosa, me moví por el piso dando portazos, porrazos y hablando sola. Como Maudie. Cuando Jill volvió de la oficina, se quedó mirándome durante un rato, luego, deliberadamente, se acercó, me cogió la mano y me acompañó hasta mi sillón.

Me quedé plantada allí y ella hizo ademán de cogerme el sombrero, y yo me lo saqué y se lo di.

—Un sombrero precioso, Janna —me dijo. Me miró los guantes y yo me los desenfundé y se los di.

—Bonitos guantes.

Con suavidad me ayudó a sentarme en la butaca, buscó un taburete y me levantó las piernas.

—Bonitos zapatos —dijo.

—Estoy tan furiosa —le dije—. Estoy tan furiosa que podría morir por ello.

—Ya lo veo.

—Si dejo de estar furiosa, empezaré a gritar y aullar.

—Muy buena idea, ésa.

—Mientras, estoy furiosa.

—Siempre y cuando sepas contra
quién
estás furiosa —me dijo mi sobrina Jill, y se dispuso a prepararme una buena taza de té.

Notas

[1]
Mujercitas.

[2]
Sucedáneo de jamón, en forma de salchicha, un artículo alimenticio que apareció después de la Segunda Guerra Mundial.

[3]
Jóvenes presumidos; una expresión popular en los años veinte y muy utilizada en las novelas de P. G. Wodehouse.

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