Diario de una buena vecina (37 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Maudie sabe y no sabe que tiene cáncer de estómago y que se muere.

Mejor dicho, hay una Maudie que lo sabe, y otra que no lo sabe.

Sospecho que es la Maudie que no lo sabe la que se quedará allí cuando al fin Maudie se muera.

Dios mío, si por lo menos Maudie muriera, si lo hiciera.

Pero naturalmente

que esto está mal. Ahora pienso que es posible que lo que establece el ritmo de la muerte no sea el cuerpo, no la gran masa informe dentro de su estómago, que crece con cada respiración, sino la necesidad, de la Maudie que no se muere, para adaptarse... ¿a qué? ¿Quién puede saber los grandes procesos que tienen lugar allí, tras la
cabeza
de Maudie que cuelga, sus ojos malhumorados? Creo que morirá cuando
estos
procesos toquen a su fin. Por esta razón nunca abogaré por la eutanasia o, por lo menos, sin un millar de garantías. La necesidad de quienes los contemplan, los familiares próximos, los más cercanos y queridos, es que el pobre paciente muera lo antes posible, porque la tensión es demasiado horrible. Pero, posiblemente no sea tan horrible para quien se está muriendo como para quienes lo contemplan. Maudie sufre —con intermitencias, entre las feroces dosis que ingiere—, pero, ¿acaso el dolor es lo peor del mundo? La verdad es que nunca lo ha sido para mí. Tampoco lo era para Maudie cuando era ella misma. ¿Por qué, entonces, cuando quien muere rebasa un cierto punto, los criterios bien intencionados, humanos, ya no se utilizan, o no se utilizan con facilidad, para él o ella? Maudie nunca hubiera juzgado lo que le sucedía por el dolor físico que sentía.

¿Por qué debemos asumir que, ahora, es distinta? Aún tiene miedo de morir, lo sé, por su necesidad de mantener la puerta abierta, aquella terrible puerta que deja pasar tanto ruido (deja pasar
vida):
los pies que dan golpes, las voces, las ruedas, el tintineo de la cubertería. Pero lo que de verdad piensa, probablemente no guarde ninguna relación con el dolor. El dolor es algo con lo que tiene que arreglárselas; está aquí, siente que va y viene, disminuye y se agudiza, ella tiene que cambiar de posición —¡Levántame, levántame!— pero nada sabemos de lo que realmente está sucediendo.

Maudie murió ayer por la noche.

En los últimos días tuvo una enfermera morena, menuda y bonita, quiero decir una muchacha blanca de pelo negro, ojos obscuros, no una enfermera negra. Es despistada, de buen carácter y descuidada. Entraba y salía sin ton ni son de la habitación de Maudie, me ayudaba a incorporar a Maudie, a recostarla, me traía tazas de té. Yo sabía que se consideraba que Maudie estaba peor, porque ayer me ofrecieron té en varias ocasiones. Pero no podía ver la diferencia, excepto por su ansiedad realmente increíble. En aquella alta cama de hospital, arreglada con suavidad, el chorro de energía de Maudie, que me agotaba, como también agotaba a la enfermenta morena, que decía: Dios nos asista, señora Somers, se nota que usted es fuerte. Sucedió ayer por la noche. La enfermera trajo la pócima de Maudie, que casi llenaba el vaso, había tal cantidad. Dado que no era la hora exactamente, la dejó en la mesilla y salió. Volvió apresurada, porque había olvidado algo, y dijo:

Ah, he olvidado la medicina de la señora Fowler, y al intentar cogerla, la tiró. Todo el pérfido líquido desparramado por allí.

Los clásicos gestos dramáticos resultan bastante convincentes, cuidadosamente observados: la muchacha jadeó, se le abrieron los ojos llenos de terror, levantó las manos hasta la boca y se mordió las uñas, contemplando la pócima esparcida. Acto seguido, aquellos ojos se clavaron en mí, en la súplica más abyecta: ¿La delataría?, me interrogaba.

Por mi parte, estaba atónita, no era capaz de ver a aquella hermana algo vaga bajo el aspecto de un tirano, sino que aseguré a la pobre muchacha que no lo haría.

Buscó trapos y compresas para secarlo, mientras Maudie permanecía en silencio, la cabeza colgando, con la necesidad de su pócima.

Sucedió que anoche tuve que salir media hora antes de lo habitual, a las nueve o un poco más. Había dicho que esperaría en casa una llamada desde Roma respecto a los desfiles de la semana que viene. Por lo tanto, le dije a la enfermera:

—¿Cuidará de que la señora Fowler tome su medicina? —A pesar de que ahora me doy cuenta de que era probable que no informase de su fallo, a juzgar por su estado. Pero, en cualquier caso, si Maudie se encontraba mal durante la noche, sé que le daban más calmantes, por lo que me ha dicho la enfermera jefe.

Sin embargo, ahora me pregunto si es que la enfermera no consiguió la dosis que se había derramado y si Maudie quiso algo durante la noche que no le facilitaron... si, en pocas palabras, murió de un exceso de dolor. No lo sé, ni lo sabré.

Recibí la llamada de Roma, trabajé un rato en unos informes que había cogido de la oficina, me bañé, me metí en cama muy tarde y, hacia las cuatro, me despertó el teléfono: la señora Fowler acaba de morir, ¿desearía venir?

Al cabo de diez minutos había llegado al hospital.

A aquella hora, el lugar estaba como en sordina, tenía una suave vitalidad, que resultaba agradable. Corrí por la fría escalera de piedra y entré en el pabellón. Vi vagamente a dos diminutas muchachas de color, vietnamitas, creo, luchando con una masa de ancianas para sacarlas de la cama. Me vieron, yo vi sus caras fatigadas: Dios mío, otra cosa de la que hacerse cargo. Pero desapareció el agotamiento de sus caras cuando llegaron junto a mí y me ofrecieron una sonrisa agradable; me dijeron que Maudie había muerto hacía una hora les parecía; ellas habían tenido una noche dura, con una anciana mareada, y cuando pasaron a comprobar cómo estaba, Maudie ya había muerto.

Lo último que les había dicho era:

—Esperen un momento, esperen un momento —cuando salieron, porque tenían que dejarla, con tantas que las esperaban.

Esperen un momento, había musitado, o maldecido, o gritado, mientras la vida seguía, dejándola atrás pero la vida no se enteró, le pasó por delante y ya estaba lejos.

No me extrañaría en absoluto que Maudie se hubiera muerto de... bien, sí, de rabia. Janna no está aquí, pero, en realidad, ¡nunca estuvo aquí!... y las enfermeras negras, miradlas, entran y salen, no tienen tiempo para mí... Es probable que Maudie muriera así. Pero no creo que esto fuera lo que realmente sucedió entre sus bastidores.

Una de las chicas me dio una taza de té. El ritual. Allí estaba yo, junto a Maudie, que parecía como si durmiera y que resultaba cálida y agradable al tacto, mientras yo sostenía su mano muerta con una mano, y la taza de té con la otra. Hay que preservar las apariencias.

Cuando un paciente se muere, al ser más próximo y querido le ofrecen una taza de té. Y es muy adecuado.

Entró la hermana, otra, la de la noche o, quizás, era la enfermera jefe. En cualquier caso, se plantó allí, charló, para volver a la normalidad. Para mí, era necesario decir ciertas cosas y las dije: como que Maudie era una mujer maravillosa y que había tenido una vida muy dura, pero que se había enfrentado a todos los problemas con gran ánimo y valor.

La enfermera jefe permaneció allí sonriente y comprensiva, escuchando.

Yo ya no podía hacer nada más.

El problema era que yo no podía hacerme a la idea de que Maudie estaba muerta, a pesar de que era la primera vez en meses que la veía quieta; incluso me preocupaba que no estuviera muerta, no de verdad. Pero su mano estaba rígida y fría cuando la dejé. En el momento en que me levanté y recogí mis cosas, entró una de las enfermeras de color, juntó las manos de Maudie sobre su pecho y le tapó la cara con la colcha. Tenía el aspecto de un ama de casa: ¡Se acabó! ¿Qué le sigue? Sí, ahora debes...

Cuando pasé con el coche por delante del hospital, hacia casa, vi a la bonita enfermera de la noche anterior. Parecía una frambuesa madura, con un chándal de tonos rojos, con un gran pañuelo anudado al cuello que le tapaba los hombros. Sonreía, sonrojada, indolente, relajada: cada átomo, cada movimiento gritaba que había hecho el amor durante toda la noche y que, en la imaginación, aún estaba dentro de la cálida cama que había dejado con tanta desgana unos minutos antes. Llevaba el uniforme en la bolsa de mano que balanceaba hacia adelante y hacia atrás, sonreía... Llegaba pronto para su turno y planeaba deslizarse dentro del hospital, encontrar un baño y utilizarlo, confiando en que la enfermera jefe o la hermana no la verían. A pesar de que era fácil imaginar que aquella mujer entrada en años, dispuesta a reñir, le diría: Bien, no importa, pero que no se repita; luego, sentiría lo injusto y excesivo de su pretensión y, al contemplar aquel rostro feliz y soñoliento, comprendería su propia capitulación. Y pensaría, bien, no estará aquí por mucho tiempo...

Después de bañarse, la afortunada iría de pabellón en pabellón, donde todo el mundo se atarearía con frenesí para acabar el trabajo antes de que entrara el turno de día, pero se encontraría con una amiga que le diría: Naturalmente, puedes utilizar nuestra cafetera, ¿qué tiempo tenemos? ¿Hace calor?

Al empezar su turno, la muchacha bostezaría, pensaría, bien, el día pasará pronto y luego... Ah, ¿ha muerto la señora Fowler? ¿La han arreglado? ¿Sí?, ¡estupendo! Porque, naturalmente, detesta arreglar a los muertos y siempre intenta escabullirse.

Al entrar en la habitación de Maudie y ver la cama arreglada y apenas desigual por el escueto montoncito que es Maudie, recuerda, y sus manos vuelan hacia su boca en aquel gesto antiguo,
Oh, ¿qué he hecho?..
. pero piensa, bien, si ha muerto un par de días antes de lo que le tocaba, ¿qué? Piensa que comprobará en el gráfico si a Maudie le dieron una pócima suplementaria durante la noche, porque le gustaría asegurarse de que no había sido el dolor lo que había matado a la anciana, pero olvida hacerlo.

Llamé a Vera tan pronto como abrieron la oficina.

Rompió en llanto, con sorpresa mía y suya.

—Dios mío —me dijo—, es la gota que colma el vaso, es demasiado, qué tontería, tenía que morir, pero... ¿Tú estás bien? —Vera siguió charlando, fue una reacción nerviosa. Volvió a llorar. Volvió a decir:— Qué tontería... no me hagas caso. ¿Me dijiste que conocías a los familiares? ¿Crees que pagarán el entierro?

—La verdad es que pueden permitírselo.

—Los llamaré... Oh, Dios mío, estoy hecha un asco. No, no sólo se trata de Maudie, tengo tantos problemas. No, no me preguntes. Cuando conseguí este empleo, me dije, mi empleo va a ser una cosa y mi familia otra y no voy a mezclarlas. Hasta el momento, lo he conseguido. Conseguí el empleo porque, de no ser así, habría enloquecido. Aunque bien podrías decir que es salir del fuego para meterse en las brasas, porque hago lo mismo en casa que en mi trabajo... y dejémoslo así, sí no te importa.

Me llamó más tarde para decirme que la hermana de Maudie le había dicho que ésta había pagado durante años para que la enterraran decentemente y ella no podía permitirse pagar nada.

—Cielos —dijo Vera—, ¿no te da asco todo esto? Es curioso, tenía el presentimiento de que me diría exactamente eso. Bien, tendrá que encargarse el ayuntamiento, en este caso. Y ahora te pediré un favor: ¿harás algo con el gato? Es algo que me cuesta hacer, cuando estos pobres ancianos mueren, acabar con sus gatos.

Prisas terribles y conmociones en la oficina porque Phyllis va a las colecciones de primavera en Roma, porque yo dije que no iría. Dije que tenía «problemas»; el problema era la muerte de Maudie. Una locura, lo sé. Excepto que tiene sentido, para mí. Nieve tardía, los aeropuertos complicados... bien, lo solucionamos y ya ha partido, por lo que fui a casa de Maudie. ¡Oh, el hedor del lugar, la horrible suciedad! Sin el resplandor del fuego no había vida.

Me pasé media hora poniendo viejos alimentos dentro de unas bolsas que tiré a los cubos de basura. Incluyendo latas y tarros en buen estado, sin abrir. Pero necesitaba urgentemente deshacerme de todo ello. Esta es la razón, dice Vera, de que cuando muere gente anciana, a los comerciantes de segunda mano les cae lo más inesperado: todo el mundo piensa lo mismo, incluso la gente del ayuntamiento que va al lugar para clasificarlo y hacer una estimación. Ah, acabemos con todo esto. Por las librerías de Maudie, me parece, se conseguiría un buen precio en un anticuario; hay algunos grabados que no están mal; hay una cómoda muy bonita. Pero, ¿quién se aprovechará de ello, si le digo a Vera: Asegúrate de que quien se encargue de esto le saque todo el valor que tiene? Aquella hermana de Maudie será...

El gato. Fui hasta la parte trasera y me encontré a la pobre bestia sentada junto a la puerta, esperando, supongo, que Maudie volviera. Hace unos quince años, esta gata llegó a la escalera trasera de la casa de Maudie, pidiendo ayuda. Estaba preñada. Maudie la hizo entrar, encontró un hogar para los gatitos y la hizo operar. Desde entonces, besos y cariño y, de repente, una vez más, un animal sin hogar agazapado en una escalera trasera. Me fui a casa de la mujer que lo había alimentado, confiando en tener suerte. Estaba enfadada y me dijo:

—¡Si hubiera sabido que duraría tanto! No dije que me ocuparía semanas y semanas... ya tengo mi propio gato... —se suavizó y me dijo—: Me quedaría la gata si pudiera, pero...

Metí la gata en el cesto para gatos de Maudie y, llorando, entré al animal en mi coche, hacia el refugio de la Sociedad Protectora de Animales. Llegué justo antes de que cerraran.

Hoy, el entierro de Maudie.

Maudie pagó durante años a una compañía funeraria. En momentos difíciles se quedó sin comer para no atrasarse en los pagos. Cuando acabó de pagar lo establecido, había un total de quince libras esterlinas. Por aquel entonces, era suficiente para enterrarla con dignidad. Quería estar junto a su madre, en Paddington, pero habían vaciado aquellas tumbas hacía mucho tiempo y habían construido encima. Ella no sabía que aquel cementerio había desaparecido, ni que quince libras apenas si pagarían una pala.

El entierro que el ayuntamiento dispone para quienes mueren sin tener recursos es decoroso: no me importaría ni para mí, pero el caso es que me importa muy poco todo esto.

Hoy he caído en la cuenta de que me escapé del entierro de mi madre y del de Freddie: estaba allí, supongo, pero esto fue todo. Pero estaba
allí
para el de Maudie...

Un bonito día de primavera, el cielo azul pálido, lleno de nubes blancas, algunos copos de nieve y flores de azafrán en el césped y alrededor de las tumbas. Un viejo cementerio lleno de pájaros.

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