Diario de una buena vecina (29 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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—Vive al lado —dice Bridget—. Déjela entrar, sólo da un vistazo para asegurarse de que usted está bien. Nos preocupamos por usted, sabe.

—Janna hace días que no viene —dice Eliza, en tono interrogativo, porque sabe que ella a veces no recuerda quién entra.

Bridget no quiere decir que, probablemente, Janna ha estado ocupada, en el tiempo de que disponga, con Maudie Fowler, que está en las últimas... esas ancianitas son tan celosas, hay que tener cuidado con lo que dices.

—Janna tiene mucho que hacer —dice, vagamente. Decide dejar una nota dirigida a Janna en la escalera, para pedirle, si se pasa por aquí, que se asegure de que Eliza está bien.

Luego empieza con la tarea de conseguir que Eliza tome sus pastillas.

Ella misma se horroriza de la cantidad de pastillas que, supuestamente, Eliza debe tomar, que con toda seguridad deben librar batallas en el estómago de la ancianita, pero así lo prescribe el médico, la enfermera hace lo que le ordena el médico y ella, la auxiliar, la última de la fila, no puede desobedecer.

—Vamos, cariño —murmura, suplica, implora, mientras alarga a Eliza pastillas y más pastillas.

La enfermera aparece para darle las pastillas de la mañana. La Buena Vecina le da las de la noche. Pero las del mediodía (o en algún momento del día, porque Bridget nunca puede estar segura de cuándo) son su trabajo, porque ha estado conforme en hacerlo.

Eliza está allí, con los labios tensos, contemplando el montón de pastillas, su cara es un nudo de resentimiento.

Pero el hábito de una vida de obediencia la mantiene en silencio y se las traga, lentamente, una, dos, tres, cuatro, cinco.

Bridget se ha prometido que no estará aquí más de una hora como máximo, pero cuando se va ya han pasado casi tres horas, aunque tiene el consuelo de saber que Eliza es casi la de siempre, alerta y despierta debido a un cuidado tan afectuoso, un tanto agridulce en sus comentarios quizá, pero sonriente, incluso bromea respecto a su debilidad, le dice a Bridget que uno de estos días entrará y se encontrará con que ella se ha ido.

Bien, no está mal, piensa Bridget, si puede tomárselo a broma, pero, ¿quién puede decirlo...?

Casi es la hora en que debe recoger a sus dos hijas. Nunca permite que vayan o vuelvan de la escuela solas, debido a la carretera que deben atravesar.

Corre hasta una cabina telefónica y tiene la suerte de encontrar a una amiga en casa, le pide que recoja a las niñas y se las lleve a su casa.

Casi son las cuatro y aún le quedan la señora Brent y el señor Hodges.

El anciano es algo fácil, sólo tiene que entrarle la comida, después de haber aporreado, gritado y aporreado para que la dejara entrar, y decirle que ella o su auxiliar vendrán mañana.

Ahora con la señora Brent. Bridget no tiene que rezar para encontrarla de buen humor, porque es habitual en ella, a pesar de estar medio paralizada. Aún no ha cumplido los treinta, una mujer joven y hermosa, tiene una hija de tres años, y el trabajo de Bridget consiste en acompañar a ésta de vuelta del jardín de infancia donde el joven marido la deja cada mañana. En los momentos en que Bridget piensa que ya no puede soportar este trabajo ni un día más —a pesar de que, en conjunto, no le desagrada; sólo en un día como éste, cuando ya es casi el colmo, se pone a pensar que abandonará—, entonces recuerda a Hilda Brent, que siempre está a punto para una sonrisa, incluso en una situación tan triste.

Bridget corre tan rápido como le es posible por varias calles hasta el jardín de infancia, encuentra a la niña preparada, la maestra llena de reproches, porque Bridget se ha retrasado, y luego se dirige al pisito de los Brent. Le encanta la niñita. Cada día espera esta hora en que acompaña a la niña a casa de su madre, y le da el té, porque Hilda no puede prepararlo, depende de su marido y de las auxiliares. Pero hoy encuentra a Hilda recostada en su sillón, los ojos cerrados y su bonita cara llena de surcos grises...

Oh, Virgen María, se dice Bridget, oh, no,
basta
, es demasiado,
no
.

Sabe qué ha sucedido, Hilda padece esos ataques.

—¿Has llamado al hospital? —grita.

Hilda, sin abrir los ojos, niega con la cabeza.

Bridget llama a una ambulancia y, luego, a la oficina donde trabaja el joven marido. Pero, como sospechaba, no volverá a casa hasta las siete, tiene que trabajar hasta tarde.

Prepara la cosas de la joven para la ambulancia, ayuda a los conductores de la ambulancia con ella, le dice que no debe preocuparse por la niña, le promete que cuidará de ella; cierra el piso con llave y coloca a la pequeña Rosie en su cochecito. Empujando el cochecito se dirige al piso de su amiga, recoge a sus dos hijas y se va a casa con las tres.

Piensa que la última vez que se dio una emergencia, había una huelga de asistentes sociales que reclamaban más sueldo y las auxiliares habían de apoyarlas con huelga de celo. Le sorprendió entonces y le sorprende ahora como el colmo de la estupidez. ¿Cómo se puede plantear una huelga de celo en este trabajo? ¡Cómo, contádmelo! Pero algún listillo, que organizaba los piquetes en la oficina, la había denunciado oficialmente por romper la huelga. ¿Qué debía hacer, dejar que la pequeña se las arreglara sola en aquel piso? ¿O qué?

Pero el joven héroe le dijo:

—Si lo repites, te sancionaremos.

Bien, lo repetía, pero con un poco de suerte no habría una huelga convocada. Confiaba.

En casa ya, se apresura para preparar el té de su marido.

Lo necesita cuando llega a casa, porque está trabajando a la intemperie esta semana y no se encuentra bien, con aquel desagradable sarpullido.

Entra el niño:

—¿Qué hago con mi ropa de fútbol? —pregunta.

—Tírala en el baño —le dice ella.

Ha preparado la mesa, el té, los tres niños comen y la pequeña Rosie en sus rodillas se toma la leche, cuando entra su marido.

Una vez más el rápido vistazo profesional. Enseguida sabe que no se siente bien y no se sorprende cuando el le dice:

—Me voy directo a la cama, es de lo que tengo ganas.

—Te traeré un poco de té.

—No te preocupes, cariño. Voy a curarlo durmiendo.

Y él sube la escalera.

Tal vez ahora encuentre a Vera en la oficina, a veces trabaja hasta tarde...

Bridget llama y tiene suerte.

—Ah, gracias a Dios, Vera —dice—, gracias a Dios que estás allí.

—Me disponía a salir —dice Vera, advirtiéndola.

—Se trata de Eliza Bates. No puede seguir. No puede.

De repente, Bridget se pone a llorar.

—Ah, ¿se trata de eso? —pregunta Vera—. Ni me lo cuentes, lo sé, podría chillar, menudo día, y para colmo debo ir a una reunión.

—Voy a colgar —dice Bridget y cuelga.

Pero cuando vuelve la cara para mirar a los cuatro niños, ya sonríe.

Limpia verduras, las pone con un pollo en una cacerola, la mete dentro del horno, lava los platos del té y les dice a los dos mayores:

—Y ahora cuando terminéis vuestros deberes podréis mirar la televisión.

Se sienta, abrazando a la pequeña, que, con un padre tan desesperado por sobrevivir, con una mujer paralizada, y su madre que no puede tenerla en brazos adecuadamente, está ávida de caricias y abrazos.

Las dos necesidades se suplen, conjuntamente, durante una maravillosa media hora, la criatura canturreando y acomodándose, con Bridget que olfatea los rizos de olor tan delicioso, que ella misma le lavó ayer (a pesar de que no forma parte de su trabajo) y acaricia las piernecitas suaves y rollizas. Al poco, le dice al hijo mayor:

—Vigílalas por mí —y a la niña—: Si hueles a quemado, pon el horno en el tres.

Se anuda un pañuelo al cuello, se coloca la capucha de plástico y se la abrocha con rapidez, envuelve a la pequeña Rosie en plástico y se dirige por calles obscuras hasta la casa de los Brent, a unos seiscientos metros. Ha vuelto el joven marido, agradecido porque ella se quedó con su hija, con ganas de saber acerca de mañana. Porque tendrá que volver a trabajar hasta tarde, a pesar de que dijo que su esposa estaba enferma, y no llegará a casa hasta más tarde que hoy.

—No se preocupe —dice Bridget y besa a la pequeña Rosie de todo corazón y vuelve a casa.

Son casi las ocho. Dará la cena a sus hijos, se obligará a tomar un bocado, a pesar de que no tiene apetito. Cree que su marido dijo algo respecto a tomar una copa en el club mañana. Bien, si está de humor para eso. Y está lo de la boda la semana que viene, de la hermana menor de su marido, es algo que vale la pena esperar. Se acomoda, mira distraídamente la televisión, atenta a que los niños no hagan demasiado ruido y molesten a su padre. Hay mucho que limpiar, pero apenas si tiene tiempo para su casa durante la semana. Bridget no trabaja durante los fines de semana. Es decir, no trabaja en calidad de auxiliar a domicilio.

Hoy, sucedió. Una llamada de Jill, a gritos, con regocijo:

—Tía, tía Jane, ya los he pasado y lo hice bien.

—¿Qué has hecho?

—¡Tía! Ah
no
. Es el colmo —lágrimas.

Pensé que se trataba de la pesada de Kate, pero no, se trataba de Jill. ¿Entonces? Caí en la cuenta de que me había comportado como una tonta.

—Lo siento, se trata de tus exámenes, ¿no? ¿Te ha ido bien?

Sniff. Sniff.

—Sí, estoy segura. He trabajado tanto, tía, he
trabajado
.

—Ven a contármelo —no quise decir hoy mismo, pero equivalía a eso, por lo que ella exclamó:

—Ah, gracias, estaré allí por la tarde, pero no hasta última hora, me toca dar la comida a los gatos de la vecina, está fuera y mamá está en el hospital con Jasper, se rompió el tobillo jugando al fútbol.

Me senté y pensé. Jill nunca ha tenido fama de ser una buena estudiante, recordé. Odiaba los exámenes, tendía a suspender. Ahora los ha sacado. Ha trabajado: para la tía Jane. Estaba decidida a aprobar: para tía Jane. La familia entera estaba comprometida. Gritos y aplausos, familias felices. Pero tía Jane le dice: ¿Has hecho qué?

Llegó, exuberante, radiante de los pies a la cabeza.

Me besó, con espontaneidad. Luego parecía incómoda.

—Cuéntamelo todo.

—Sé que lo he hecho bien. Los resultados tardarán
semanas
, pero lo sé.

Charló sin parar, me dio una imagen de como debió suceder, Jill que se levantaba a las cinco para trabajar, trabajaba toda la noche y al final el premio, un empleo con tía Jane. —¿Cuándo crees qué podré empezar? —investigó y caí en la cuenta de que esperaba que yo dijera, quizás: El lunes. La sorpresa me dejó muda. Un largo silencio. Advertía muchas cosas. Quería mudarse aquí, conmigo, para empezar a trabajar en
Lilith..
. esperaba que su vida adulta comenzara. Y yo estaba allí contemplando... contemplándome a su edad. Llena de regocijo, confianza, entusiasmo. Jill no es ambiciosa. Está devorada por el entusiasmo ante la idea de formar parte de todo esto,
ser capaz de hacer las cosas bien
. Saliendo de la cálida vida familiar, que acaba con la gente: Pobre Jill, fracasa en los exámenes, pobre Jill, no sirve para los estudios. Está llena de confianza en sus habilidades, que bullen en su interior; aún no sabe por sí misma que puede hacer cosas; sólo sabe que no puede esperar para comenzar.

De repente, cuando caí en la cuenta de que no había advertido que esta Jill, la hija de mi hermana Georgie, entraría en mi vida, se apoderaría de ella... supe enseguida, bellamente, absolutamente, que estaba muy bien, que era acertado, oportuno, por lo que rompí a reír y me senté riendo, incapaz de parar, mientras la pobre Jill estaba allí, con su alegría que se le escurría, con lágrimas que asomaban a sus ojos.

—¿Por qué nos odias tanto? —dijo con voz entrecortada—. ¿Por qué, qué te hemos hecho? Crees que somos un horror, que yo no valgo nada, ¡lo sé!

—No, no sabes nada —le dije—. Me río de mí. Sois vosotros, en tu casa, los que creéis que yo no sirvo para nada, que soy un horror, y te diré algo, Jill, en este momento estoy de acuerdo con tu familia.

Contemplé su cara, se había encogido, blanca y pálida, habían desaparecido el color y la confianza; pronto sonrió. Me dijo, con ganas de engatusarme:

—Sabes, tía Jane, tienes una idea equivocada de mí. No hago escenas, no doy portazos, no dejo cosas por ahí, no espero que me cuiden...

—Una historia verosímil, siendo hija de tu madre —le dije, tomándole el pelo.


No soy
Kate. Y se lo he dicho a mi madre, ¿Por qué siempre has dejado que hagamos lo que nos da la gana? ¿Por qué eres una alfombrilla?

—¿Te dio una respuesta inteligente?

Rió ella, reí yo.

—Podrías empezar a congraciarte conmigo si no insistieras en llamarme tía Jane, o tía.

—Muy bien, Janna, lo has conseguido.

—Si la hija de mi hermana se permite llamarme Janna, entonces...

—Ah, tía, ah, Janna, de lo que no te das cuenta, ves, lo estuvimos hablando...

—¿Estabais
hablando?
¿Una agradable discusión familiar?

—Claro. ¿No puedes creer que eres motivo de discusión? Claro, has sido una especie de
centro de atención
para... bien, todo. En la familia hay divisiones y cismas respecto a ti.

—¿Los hay?

—Sí, y como yo lo veo, debe remontarse a cuando tú y mamá erais unas niñas. Porque vemos muy claro que en, digamos, diez años, tendremos problemas derivados de cómo somos
ahora
. En particular, Kate y yo. Si alguna vez queremos vernos. Es tan
pesada
.

—¿Nos ayudaría a tu madre y a mí si recordáramos por qué nos peleábamos a los quince años?

—¿Por qué os peleabais? Mamá dice que nunca os peleabais.

—Tonterías. Me hacía la vida imposible. Era la guerra, ya sabes. Había escasez de todo. Me sisaba mi ración. Tenía que llevar las ropas que ella dejaba.

—Ah —dijo la joven psicóloga.

Le dije a Jill que, naturalmente, no empezaría inmediatamente. Tendría que esperar una baja y no conseguiría un empleo si alguien mejor preparado lo solicitaba.

—No creo en el nepotismo —le dije.

—Confío en que lo hagas, hasta cierto punto —dijo, con un humor que ahora sé que utilizará para «manejarme».

Cuando se fue, me quedé exhausta. Lo había aceptado, como algo que debía suceder. Cuando Jill se mude aquí, mi vida será una vida compartida. Es el final de la maravillosa soledad. Ah, ah, ah, no puedo soportarlo, no puedo. Ah, cuánto me gusta estar sola, los placeres de la vida solitaria.

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