Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
Está bien: todos nuestros departamentos seguirán bastante bien su propia dinámica durante mucho tiempo, sin intervención.
Mientras, está Phyllis, está Jill, y ya saben de qué va. Son ellas en quienes —según piensa Charlie— él delega la responsabilidad. Miro a Phyllis cuando entra para recibir instrucciones, hacer sugerencias.
No
se permite intercambiar miradas conmigo, nunca da ni la más mínima indicación de complicidad. ¡Ah, un diez, Phyllis! Allí está, competente, tranquila, naturalmente vestida con sus ropas suaves, sedosas, alentadoras, y dice:
—Charlie, me preguntaba qué pensarías si nosotras...
—Bien, más o menos estaba pensando una cosa parecida —le dirá, media hora más tarde. Y cuando entro en el despacho de ellas, para charlar, hablamos como si Charlie efectivamente hubiera iniciado esto o aquello, como si Charlie tuviera el control.
Sigue el espléndido otoño, día tras día, y esta tarde, después de limpiar mi piso (ciertamente, la habitación de Jill está muy ordenada), y poner mi ropa, mis manos, uñas, etc.. a punto, estaba mirando el cielo, cuando de repente corrí al coche y me fui a casa de Maudie.
—Maudie —le dije—, vamos al parque.
No sabía qué contestar, me di cuenta, y le dije:
—Vamos, Maudie, vamos... Sólo por una vez, diga sí.
Sonrió con su sonrisa animada, dócil, la que veo con tanto alivio, y dijo:
—Pero ya había preparado bocadillos y las tazas están dispuestas.
A toda prisa me meto dentro, cojo su abrigo, sombrero, bolso, y ella deja que yo lo organice. En diez minutos, Regent's Park. Doy vueltas con el coche por la circular interior del parque, contemplando el oro, el bronce, el verde bajo el cielo azul, Maudie tiene la cara vuelta y se la protege con una mano. Pienso, está llorando, sí, pero no.
No voy
a advertirlo. Por tanto, mantengo la mirada lejos.
—¿Puede andar un poquito?
Afortunadamente hay una plaza de aparcamiento a unos metros de la puerta de entrada del café. Son unos veinte metros que resultan largos, veo cómo su salud se ha deteriorado desde que estuvimos aquí el verano pasado. Odié esta frase la primera vez que la utilizó la sarcástica Hermione de botas bonitas, y ahora la odio cuando la emplea Vera, pero también yo la empleo. La salud de Maudie se deteriora por momentos... se pasa como los comestibles. Finalmente llegamos donde están las mesas. Aún quedan rosas, motas de color y perfume, en el lugar adecuado, y los gorriones muy bien alimentados saltando por doquier. Instalo a Maudie y voy por café y pasteles. Maudie come, come, a su manera lenta, metódica, con gusto y, entre los pasteles, sonríe a los gorriones,
Pequeñitos, pequeñitos..
.
No puedo creer lo mucho que es capaz de comer, cuando pienso en su pequeño estómago amarillo. Y Maudie dice: Hay que dar de comer a una úlcera, dicen... sin pedir excusas, pero mientras, se hace preguntas, porque también ella está sorprendida de lo mucho que tiene que comer y comer, en ocasiones rebanadas de pan con mantequilla después de acabar lo que le traen los de «comidas a domicilio» o se come un paquete entero de galletas.
Luego, la paseo en coche por el camino circular mientras se protege la cara y mira los árboles amarillos y las sombras debajo de ellos.
Maudie. Parece estar mejor: si se puede decir eso de una mujer con cáncer. Sus terribles enfados son poco frecuentes, su estado de ánimo es a menudo afectuoso, incluso alegre. Paradójicamente porque piensa que la he abandonado. Justo después de llevarla al parque me desperté de nuevo con mi espalda que parecía anudada. No resultó algo tan terrible como la última vez, y desapareció al día siguiente. Pero supe lo que debía hacer. Llamé a Vera Rogers, hablamos largamente y me fui a casa de Maudie, me senté y le dije:
—Mire, Maudie, tengo que explicarle algo y, por favor, escúcheme, sin enfadarse conmigo.
Este «enfadarse» era ya una nota que había decidido no utilizar: porque me había pasado horas la noche anterior diciéndome, es una mujer inteligente, es sensata, sólo tengo que explicárselo... Ah, qué tonterías; la verdad es que casi de inmediato ya miraba para otro lugar, con su mirada dura temblorosa, abandonada, miraba al fuego y no quería, en absoluto, mirar hacia mí.
Le decía que debía tener una auxiliar, aunque sólo fuera un par de veces por semana, para la compra; y era necesaria una enfermera para lavarla. O yo estaría permanentemente postrada en cama y no me vería nunca.
No dijo ni una palabra. Cuando acabé, dijo:
—No tengo alternativa, ¿no?
Más tarde dejó muy claro que culpaba de todo a Vera Rogers, aquella villana.
Caí en la cuenta de que ya no podía esperar sentido común de su parte.
La auxiliar es una irlandesa agradable, a quien advirtieron que la señora Fowler era difícil y que se pasó horas llamando a la puerta hasta que Maudie la dejó entrar, con rechinar de dientes, miradas feroces y murmullos.
—¿Qué voy a comprarle? —dijo Molly educadamente.
—Lo tengo todo —dijo Maudie.
—Oh, cielos —dijo Molly, para intentar luego algo que funciona con otra anciana difícil—. Estoy tan cansada ¿puedo sentarme y fumar un cigarrillo? —y miró hacia la terrible butaca y se sentó en la silla de madera junto a la mesa. A Maudie no se le escapó aquella repugnancia, a pesar de que había aparecido sólo un momento, por lo que decidió odiar a esta chica:
—No le puedo impedir que se siente —le dijo.
Molly supo que en este lugar no debía sentarse ni mostrarse parlanchina. Apagó pronto el cigarrillo y le dijo:
—Si no hay nada que yo pueda hacer, me iré.
Ante esto, Maudie permaneció silenciosa, pero luego dijo de una manera precipitada, furiosa, casual:
—Galletas... y podría traer algo para el gato... no quiero echarla.
Partiendo de esta base, la pobre Molly consigue comprar algunas de las cosas que Maudie precisa: pero cuando intentó inspeccionar la cocina, donde habría podido utilizar su inteligencia para descubrir lo que faltaba, Maudie le dijo:
—No recuerdo haberla invitado a entrar.
Por lo tanto, cuando Maudie se olvida, cosa harto frecuente, se queda sin la cosa. Y cuando voy allí, salgo a comprársela. Me siento ridicula; a fin de cuentas sólo me toma unos minutos. Ella considera que es ridículo que tenga que acomodarse con esta auxiliar, todo debido a que yo me he vuelto fría e implacable.
Lo peor, naturalmente, fue que una enfermera negra debía lavarla; la enfermera es negra, o demasiado joven o demasiado vieja, o blanca, con manos duras o frías... no es Janna... No dejaba entrar a las enfermeras, pero descubrió que yo me mostraba poco amable y no respondía a sus peticiones silenciosas. Luego decidió dejarlas entrar, pero no podían encontrar las cosas para lavarla, no podían encontrar ropa limpia, y sus preguntas, en un principio amables y pacientes, luego cada vez más irritadas y perentorias, chocaban con respuestas en un susurro. La primera enfermera era negra; la segunda, blanca, lo intentó dos veces y desistió; la tercera, al cabo de un tiempo, consiguió lavar a Maudie, quien consideró que era algo tan vergonzoso y doloroso que, cuando llegó otra enfermera, recibió los gritos de:
—Lárguese, no quiero a nadie de su calaña, me las puedo arreglar sola.
Luego hubo un periodo ridículo en el que, al llegar yo por la noche, me encontraba con Maudie, apestando, con la mirada desesperada y avergonzada. Nos instalábamos allí como siempre, a cada costado del fuego, me entretenía con las mismas historias, porque se le han acabado los recuerdos, y entre nosotras existía el conocimiento de que yo no la lavaría, que yo, su amiga, ya no era su amiga.
—Cuando aún era mi amiga —empezó a decir en una ocasión, sin querer que supusiera una presión, sino porque es eso lo que piensa.
Muy pronto empecé a pensar, es una anciana que se muere de cáncer y yo no estoy dispuesta a malgastar media hora de mi tiempo para lavarla.
Llamé a Vera, le dije que anulara las enfermeras, que mantuviera la ayuda domiciliaria y, desde entonces, lavo a Maudie. Pero no cada día, porque no puedo. Temo a esta enemiga silenciosa, mi espalda.
Cuando llego, Maudie se pregunta, a veces con verdadero sufrimiento y horror ante su condición de suciedad y hedor, ¿estará hoy de buen humor? Lo percibo, y le digo:
—¿Qué tal un baño, Maudie?
¡Su cara! El alivio en la pobre cara anciana... Cuánto odia ir sucia, sentir repulsión hacia sí misma. En cierto sentido, mi entrada en su vida fue algo malo para ella, porque antes había podido olvidarlo un poco, no advertía la suciedad de sus asquerosas ropas, sus puños con mugre, la porquería en las uñas.
Por lo tanto, aproximadamente cada tres días la lavo de los pies a la cabeza. Y no se ha ensuciado, aunque a veces va mojada.
En parte, comprendo la vigilancia y el esfuerzo que supone mantenerse sin suciedad: cuántas veces se arrastra hasta el frío retrete, cómo se las ingenia para burlar sus intestinos. Por otra parte, hay algo más: no quiere que Janna —la espía de Vera Rogers— sepa lo que ella hace; por lo tanto, hará lo imposible, incluso permanecer sentada durante toda la noche, para no tener que usar el orinal. Pero en una ocasión tuvo que utilizarlo, no pudo salir a tiempo y yo llegué antes de que ella pudiera vaciarlo. No me impidió sacarlo, pero me miró a la cara de una forma que me decía que éste era el momento temido, ahora había llegado. Pensé que había bebido café de verdad: recordaba algo respecto a intestinos descompuestos por ingestión de café. Llamé a Vera al día siguiente; me dijo: Oh, debería llamar al médico para que la visitara,
debería
. No lo hagas, le dije, por favor, no lo hagas. Déjala tanto como sea posible.
En consecuencia, ahora, en vez de la Janna verdadera amiga, la
persona determinada
(que es nuestro
alter ego)
en quien se puede confiar, que siempre contestará afirmativamente y hará lo necesario, ella tiene a esta otra Janna, que pone limitaciones y que a veces lo hará y otras no.
Acompañé a Maudie a visitar a su hermana. Eligió un domingo en que creyó que se encontraría lo bastante bien como para no quedar mal. Llamó a su hermana, arrastrándose por los peldaños hasta la cabina telefónica de la esquina y luego me dijo que todo estaba arreglado, cogería un autobús, lo había hecho muy a menudo, no era preciso que yo fuera.
Era un cálido día de noviembre. Maudie se puso su mejor vestido de seda azul obscuro con rosas grises y rosadas. Se lo había regalado la amiga actriz de Hammersmith poco después de la Segunda Guerra Mundial. Llevaba un abrigo negro, un sombrerito de paja negro con una cinta de satén negro y un ramito de rosas: se lo había comprado hacía cuarenta años, para una boda. Cuando la recogí, pensé que muy bien podía ser la madre de Liza en
My Fair Lady:
pobreza raída, pero valiente. Pero también había un elemento animado, incluso elegante en ella, porque Maudie, al visitar a sus parientes, a los que no había visto desde hacía años, se presentaba ante ellos como la idea que tenían de ella, una pariente pobre y excéntrica, que no había llegado a nada, a quien deseaban poder olvidar.
Era una bonita casita, vieja, con jardín, una de las muchas esparcidas entre los altos bloques de viviendas nuevas, las tiendas masificadas, los garajes, las calles ruidosas. Con el coche dimos una vuelta, en busca del lugar, y allí estaba: casi un pueblecito, o la porción de uno. La verja del jardín pintada, un camino de entrada entre las rosas descoloridas del otoño; allí estaba el clan, que esperaba para recibir a tía Maudie y a su nueva amiga. Curiosidad. Son un hatajo horrible, duros, despiertos,
comunes..
. una palabra que nunca debimos haber permitido que cayera en desuso.
La hermana, mayor que Maudie, es una matriarca, aún activa y al mando. Preparó la comida, dio órdenes a las hijas y a las nietas para que dispusieran la mesa, instruyó a los hijos y a los nietos para que sacaran la basura, abrieran una ventana atascada y alargaran la cadena del váter.
Doce de ellos, todos con ropas al día pero de mal gusto, que hablaban de sus coches, sus máquinas de cortar el césped, sus vacaciones. Todos están bastante más arriba que Maudie y su hermana Polly, pero, ¿cómo los clasificarías en relación con el taimado abuelo, el juerguista Charlie? Me quede pensando en nuestro sistema de clases, no siempre fácil de definir, mientras yo respondía a preguntas respecto a mi trabajo, aunque no les conté la verdad, porque habrían imaginado que les mentía, sino que era una secretaria; preguntas respecto a Maudie. No obstante, sabía lo que seguiría, y llegó:
—¿Así que usted es la Buena Vecina de Maudie?
Estaba decidida a no dejar que a Maudie le estafaran la única amiga verdadera y propia, dije:
—No, no soy una Buena Vecina. Soy amiga de Maudie. Ahora ya hace tiempo que nos conocemos.
No lo aceptaron, cruzaron miradas sobreentendidas. Le lanzaban en voz alta preguntas protectoras a Maudie, como si se tratara de una medio tonta; y ella allí, entre ellos, con sus mejores galas, la cabeza que le temblaba un poco, desafiante y culpabilizada y, obviamente, indispuesta, pero intentó afrontar esta presión realmente horrible, que la hacía parecer ridicula y estúpida. Una tímida pregunta a su imponente hermana:
—Polly, ¿recuerdas cómo solía hacer panecillos de fruta para Paul?
—¿Sí, Maudie? Siempre te afanabas con invenciones, ¿no?
Y:
—Polly, ¿ésta es la vieja salsera? La recuerdo de casa.
Polly, entonces, con largo y enfadado bufido:
—No creas que ahora será tuya, porque no lo será. ¡Ya te quedaste con lo que te correspondía!
¡Oh, madre!, ¡Oh, mamá!, ¡Oh, querida! de los «niños», ya entrados en años ahora, y de los nietos, de veinte y treinta años, intercambiando miradas divertidas porque resucitaba una tradición familiar: cómo tía Maudie intentaba siempre quedarse con las cosas de la abuelita, siempre sableaba y pedía, y ahora vuelve a las andadas.
Maudie, al advertir lo que está sucediendo, se calla, y permanece en silencio, excepto para decir sí y no, durante la comida.
Somos catorce alrededor de una larga mesa con un añadido que llena el comedor, que es la habitación que utiliza todo el mundo; hay una habitación delante, como la anticuada sala, limpia y resplandeciente de forma poco natural. Nos pasamos las fuentes, llenas de patatas al horno grasientas, col acuosa, chirivías esponjosas. El rosbif es bastante bueno. Nos pasamos los frascos con salsa de rábano y ketchup y una vinagrera de plata tan grande como para un hotel... o para que se reúna esta familia. Comemos ciruelas en conserva, del jardín, y un budín dulce maravilloso, ligero y crujiente, con salsa de mermelada. Tomamos un té muy fuerte. Los de mediana edad hablan de sus huertos, de conservar y de congelar lo que cosechan; los jóvenes, de pizzas y comida extranjera, que han comido en sus viajes. Según parece, tienen una gran cantidad de hijos pequeños, pero no los han traído a esta reunión, porque sería demasiado para tía Maudie, dicen; han dado en el blanco: unas lágrimas asoman a los ojos de ella; pero no descubrí a qué se referían. Esta gente no se ve excepto en Navidad, cuando todos se reúnen aquí, todos. Se toman mutuamente el pelo de forma constante, un juego duro, cruel, en el que mantienen vivos momentos de debilidad, de fracaso, de traición. Sus caras brillan de fuerza, de confianza y de esta crueldad descuidada. La matriarca está tranquila, sonriente. Fácilmente veo a su padre en ella: jamás he visto sombra de él en Maudie. Aquélla tiene la cara ancha y roja, debajo de unos rizos blancos y lanudos que dejan ver su rojo y reluciente cuero cabelludo. Tiene un cuerpo macizo, dentro de un vestido de crépe marrón y blanco, muy apretado y horrible. Tiene unas manos pesadas y enrojecidas, con los nudillos brillantes e hinchados. Camina con bastón. Tiene noventa y seis años: buena para diez más. Todos comen, comen, comen; todos comemos. Y Maudie come más que nadie, sentada en silencio, la mirada en el plato, concienzuda y metódica, nos tiene a todos esperando mientras da cuenta de la última migaja.