Diario de una buena vecina (30 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Les dije en la oficina que me tomaba otra excedencia de un par de semanas. La mirada de Phyllis. Murmuró:

—¿No estarás aquí cuando llegue el nuevo director?

—Ahora me tomaré un par de semanas. Estaré de vuelta cuando él se incorpore.

Su mirada quería decir, No te comprendo. Mi mirada, Me comprendo a mí misma y es suficiente.

Placer.

Me desperté temprano, no había salido el sol, nubecitas doradas y rosadas en un cielo gris que espera llenarse de luz del sol. Principios de verano, un verdadero día de verano. Estoy en la cama, mirando, escuchando los pájaros, el tintineo de las botellas de leche. Estaba dentro de mi cuerpo fuerte, saturado de salud y energía, me desperecé y bostecé hasta despertarme, salté de la cama, con el pensamiento en
Gran dama
. Escribí sin parar, llamó Joyce, acababa de salir de la cama. Insultos amistosos. Le dije: Mi sobrina Jill se apoderará de mi vida, y ella me dijo:

—Maravilloso, ahora sí que tienes una carga real. Una joven alma en cierne que, si va por mal camino, será culpa tuya.

—Eso es lo que tú te crees, no yo.

—Ah, tú también, pero es inconsciente, no puedes ganar esta partida. No, no, tu herencia es la culpabilidad, Janna.

—¿No es la tuya?

—Me he liberado de ello. Por cierto, ¿que te parece si adoptas a mis dos culpabilizadores? Cuanto antes mejor, por lo que a mí se refiere.

—No, no sé nada del
amor
, tú ya lo sabes. Te dejo a tus retoños criados en el amor para ti, Joyce.

—Debo decir que es la coartada más esmerada que podías imaginar.

—¿De qué hablas?

—Si tienes a tu sobrina Jill contigo, no puedes tener vida propia, no tendrás vida personal y por lo que se refiere a un amante, está fuera de dudas.

—Supones que quiero tener uno.

—Claro que lo quieres. Por lo menos inconscientemente. Tienes derecho a tenerlo. ¿Lo sabes?

—Pero tuve una vida sexual satisfactoria.

—No, tienes
derecho
a tener vida sexual siempre. Hasta los noventa años.

—Si tú lo dices, Joyce. ¿Cómo va tu vida sexual?

—Estoy en ello.

Luego tomé un baño, rápido. ¿Qué ha pasado con mis maravillosos y largos baños, mis perfumes, aceites y esencias? No tengo tiempo, eso es.

Hacia las nueve ya estaba en la calle, paseando despacio de aquí para allá, disfrutando como sé hacerlo. ¡Ah, el buen humor de esta ciudad, la simpatía, la cordialidad! El sol brillaba a rachas, entrando y saliendo de nubes blancas. Suave. Entré en la boutique plus cafetería plus tienda macrobiótica y, puesto que no había nadie allí, Mary Parkin salió del mostrador, se sentó a mi mesa y me contó el último capítulo de aquel largo serial, su guerra con su vecina respecto al cruel trato de aquella malvada mujer a su gato. Me tomé un delicioso pastel de cereal, saludable, alimenticio. Luego bajé por la calle mayor y me quedé un rato en el quiosco de los periódicos mientras un joven trabajador, alto, gallardo, guapo, tomaba el pelo a las dos respetables damas de mediana edad porque vendían una revista en que se aconsejaba a una recién casada que se cortara el vello púbico en forma de corazón para recuperar a su marido.

Había comprado la revista ayer para su esposa, se habían reído de buena gana y ahora no había podido resistir, según dijo, entrar y contarles el chiste también a Madge y Joan.

—Bien, nunca se sabe —dice él—, pensamos que debíamos llamarles la atención, a fin de cuentas, tal vez ustedes no lo advirtieron y no querrán descuidar su pelo púbico, ¿no?

—No creo que recientemente haya tenido demasiadas ocasiones de advertirlo —dice Madge y pregunta a Joan—: ¿qué pasa contigo, querida?

—Mi pelo púbico no es lo que era —dice Joan, alcanzando el
Sun
y el
Mirror
a una anciana (como podría ser Maudie o Eliza Bates) que está escuchando sin dar crédito a lo que oye.

—De no estar casado —dice el joven— procuraría ver lo que puedo hacer, pero como están las cosas... bien, entonces, guarden el
Homes and Gardens
para nosotros, Lily dice que si no puede permitirse una nueva decoración, por lo menos le queda la solución de leer al respecto.

Y se va. Las dos mujeres se miran y ríen, lo que significa: Qué tiempos aquéllos, y prestan atención a la anciana, que revuelve el bolso en busca de cambio. Esperan pacientemente y advierten que se siente molesta por lo que ha oído, y luego le preguntan por su marido.

Ella y yo llegamos a la acera al mismo tiempo. Me mira directamente con ojos llenos de sorpresa y susurra:

—¿Lo ha oído?

Adopto otro papel y le digo:

—¡Qué vergüenza! —al tiempo que recuerdo el sincero dolor de Eliza cuando refiere lo que oye por la radio, en la tele, lee en los periódicos. Pero, ¿qué le pasa a la gente, por qué ahora los jóvenes son así?

Sin embargo, Joan y Madge no son jóvenes, ésta es la razón de que se sienta desgraciada. Avanzamos por la acera, ella se queja y se calma.

Y ahora el autobús. A esta hora, los oficinistas han desaparecido del lugar y el autobús está lleno de mujeres. La camaradería de las mujeres, que se sientan tranquilas, rodeadas de cestas y bolsos de la compra, que gozan de un agradable paréntesis y del buen día. Un autobús a las diez y media de la mañana es otro mundo: no tiene ninguna relación con los autobuses de las horas punta.

Estas mujeres que mantienen la situación, que apuntalan nuestras citas importantes con los grandes acontecimientos a base de múltiples actividades tan humildes que, si les preguntamos al cabo del día qué hicieron, pueden responder, y lo hacen con frecuencia: Ah, nada importante.

Se dirigen a una tienda a tres paradas, a comprar lana para el jersey de un nieto, botones para un vestido o una blusa, o un carrete de hilo de algodón blanco, porque siempre hay que tenerlo a mano. Van al supermercado o a pagar el recibo de la electricidad, o a cobrar sus pensiones. Las empleadas de la ayuda domiciliaria van a que les preparen las recetas para Eliza Bates, Annie Reeves, la señora Cole, la señora Brent y el señor Hodges. Alguien ha salido a comprar postales de cumpleaños, una por cada miembro de la familia, que mandarán al tío Bertie, que cumple sesenta y cuatro años. Mandan un paquete a Ciudad del Cabo, para una sobrina y su familia, emigrantes, porque ha pedido una cierta marca de camisetas que no se puede, según parece, conseguir en Africa del Sur. O un paquete con galletas de elaboración casera a Gales, para una prima. Algunas se dirigen a Oxford Street, en una expedición semanal o mensual, que consideran unas vacaciones, un descanso y se pasarán horas probándose vestidos y mirarán con detenimiento prendas que podrían resultar adecuadas para madres, hijas, maridos, hijos. Vuelven a casa después de varias horas de ardua labor por las tiendas con unas enaguas, un par de medias y un monederito. Todo podrían haberlo comprado en la calle mayor, pero no es tan divertido. Más tarde visitarán a parientes que están en sus casas, para llevarles todo tipo de artículos que necesitan en especial, como dentífrico, o cierta marca de pastillas para la garganta; irán al hospital y se pasarán horas de visita con una abuelita; pasarán por casa de una hija para tomar una taza de té o acompañar a un nieto al parque. Se dedican a estas cosas durante todo el día y el buen carácter que resulta de su competencia rebosa y salpica dentro del autobús, por lo que se intercambian sonrisas, la gente habla del tiempo —en otras palabras, se ofrecen consuelo y ánimo mutuos —y hablan con humor de la vida a través de sucesos que divisan en la acera.

En el Victoria and Albert, con todo el tiempo del mundo, contemplé una sillita, de principios del siglo dieciocho, de una madera como seda, y su vida y época me parecieron tan enormes, que lo abarcaban todo, como escuchar la conversación de Maudie, o la de Eliza, resultaba una afirmación tal, instalada allí solemnemente,
¡Mírame!..
. fue suficiente y me encaminé al restaurante y allí estaba un caballero, ésta es la palabra, cortés y simpático, dispuesto como yo a unas palabras amistosas mientras comes, y allí nos sentamos y no hablamos más de lo debido sobre nuestras respectivas vidas y épocas. Agradable. En la escalera se fue por su lado y yo por el mío, al piso superior de un autobús en esta ocasión, porque ya eran primeras horas de la tarde y ya no era el momento de las mujeres; escuché la conversación del conductor con un pasajero, al estilo londinense, irónico, seco, con un toque de surrealismo.

En la calle mayor, el café donde a veces encuentro tiempo para una media hora de comida con Vera, pero ahora me instalo sola, escuchando la conversación de un par de jovenzuelos sin trabajo. Uno es negro; el otro, blanco. Juventud. Hacen tiempo, como yo. Me digo: Esto es una tragedia, deberías sentirte mal, pero no tienen la cara trágica, sino de buen carácter; sí, tristes, diría yo, pero lejos del desamparo. Bromeaban y planeaban ir al cine. Decidí no entristecerme no hoy, no en este día perfecto. Hablé un poco con ellos pero yo era aquella cosa externa a su experiencia, la «anciana» probablemente, para la edad de ellos; se mostraron agradables pero no se abrieron ni compartieron nada. Se fueron y me dijeron: Hasta otra. Cuídese.

Fui a casa de Maudie y, no, esto fue lo malo del día. Maudie está tan enferma... pero basta, la dejé y me fui, pasando por delante de los ciervos, los pavos reales y las cabras en Golders Park, a tomar un buen café en la terracita con los sagaces viejos judíos acomodados, que en verano se sientan allí, para broncearse y relucir, y con las madres con sus hijos. En la gran extensión de hierba verde, las sillas de lona eran como veleros, como veleros de colorines, kilómetros de cielo azul, sin una nube y la gente esparcida por el lugar empapándose de sol.

Volví a casa al atardecer, muy tarde, pasadas las nueve y aquí estoy, en mi mesa, es la hora del diario, e intento captar este día, este día magnífico, para que no se esfume para siempre. Porque es precioso, raro. Ah, sé valorarlo, un día así, tiempo que perder, todo el tiempo del mundo... pero sólo por un día, nada que
deba
hacer, nadie a quien
deba
ver, excepto a Maudie, ah, pobre Maudie, pero no pensaré en ella hasta mañana. Un día en Londres, el gran teatro, espléndido Londres cuya cualidad es el buen humor irónico y la amabilidad, un día para mí, en soledad. Gozo perfecto.

Se han acabado las dos semanas. Aquél fue el día mejor, debido al sol, pero disfruté de todos los días, quince, largos y perezosos. Excepto por Maudie. Le hago miles de cosas una vez más.

Finales de verano. He trabajado y trabajado, cuánto trabajo, cómo me gusta ser capaz de hacerlo... y cómo voy a disfrutar de no trabajar tanto, cuando trabaje sólo media jornada. Pronto.

Jill está en mi piso, en mi hogar, está en mi «estudio», una habitación adecuada, no demasiado grande, pero ella apenas si está aquí. Se ha entusiasmado con la oficina... como yo, durante todos estos años. Se ha entusiasmado con Phyllis y Phyllis con ella. Trabajan juntas, Jill empapándose de todo. No ve a Phyllis como yo la veo... como la
veía;
Phyllis ha cambiado, ha perdido agresividad. Es amable con Jill, delicada, generosa.

El director nuevo. No voté por él, lo eligió el consejo de administración. A primera vista nos resultó evidente, a Phyllis y a mí, en realidad a todo el mundo, que sería un director de transición. Phyllis estaba furiosa por la injusticia del hecho: ella es demasiado joven para ser directora, el asunto ni se planteó, naturalmente, pero era adecuada para el cargo. Ahora tiene que trabajar
a través
de él. No puedo decirle, Muchacha, no prestes atención, no pierdas tiempo con enfados, no cambiará nada.

Instrucción indirecta. Lo que hice fue hablar mucho de los viejos tiempos en que Joyce y yo trabajábamos juntas, lo dirigíamos todo, mientras que el supuesto director bailaba a nuestro son. Phyllis, con una sonrisita bonita, me escucha, con los ojos llenos de irónico disfrute. Jill aún no comprende lo que le digo, pero contempla a Phyllis con tal concentración que pronto lo comprenderá. Nunca he hablado pestes del pobre Charlie.

Estoy metida en «preparar» a Charlie para el cargo, que ocupará al final de este tiempo. Es un hombre agradable, me gusta. Un producto de los años sesenta. Menuda panda de blandos, indisciplinados, todo les resultó demasiado fácil. Simpático, canoso, le sobra un poco de peso, siempre esperas descubrirle manchas de comida en su cuello cisne.
No presta atención
.

Durante años me he preguntado qué diferencia existe entre el diez por ciento que trabaja realmente y el resto que deambula por el lugar aparentando trabajar, quizás incluso creyendo que trabaja. El pobre Charlie entró en la oficina y esperó que le dijeran lo que debía hacer. Naturalmente, por mi parte había pensado
dónde
debería estar. No iba a echar a los fotógrafos de su sitio, necesitan espacio. No veía la razón para que nos mudáramos de nuestro despacho, ni nunca ha sido de los mejores. No, el despacho que se utiliza para las reuniones del consejo editorial, oficioso y bastante arreglado y apartado. Me mudé a este despacho, con Charlie, y dejé a las dos muchachas donde habíamos estado con Joyce. Nos entendemos muy bien.

Charlie ha dirigido una revi para profesionales, un producto limpio, brillante, de buen aspecto. (Pero,
en realidad
, ¿quién la dirigía?) Se instala, desliza papeles por la superficie de la mesa grande, mientras yo le cuento historias de nuestra revi, los cambios, cómo debería ser ahora «en mi opinión»... que Dios no quiera que yo piense que mi opinión debería importar ahora, ya estoy de salida. Ah, pero Janna, claro que debemos tener en cuenta tus ideas...

Él nunca inicia nada... Bien, ¿acaso importa esto? La pasividad es una gran virtud, en ocasiones. Ser capaz de dejar que las cosas sucedan: ah, sí, hay que saber cómo hacerlo. Pero también tomar el control, en el momento adecuado, hacer que la maquinaria se ponga en marcha, utilizar la inercia,
hacer que
las cosas tengan lugar.

Joyce sabía esperar, escuchar, entrar luego en acción y controlar. Quizá, pensé, Charlie es uno de éstos. Pero no, estoy segura de que no lo es.
No hace nada...
, bien, muy pocos hacen alguna vez algo. Es interesante contemplar a la gente que no trabaja. Entra el correo, me lo pasa, lo repaso con él. Dice: ¿Qué te parece esto o aquello? Le digo: ¿No te parece que...? Me dice: Bien, quizás... y me encuentro que hago las llamadas, entra mi secretaria y Charlie se enfrasca con papeles mientras yo dicto. Cada día tiene una comida de trabajo, con alguien. Vuelve tarde a la oficina y, para entonces, todo está en marcha. Se instala, hablamos, dicta un par de cartas y se acabó la jornada.
No ha hecho nada
. Incluso me ha dicho, sonriente, pero ciertamente la sonrisa tenía un algo de ansiedad, Un buen organizador sabe cómo delegar.

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