Diario de una buena vecina (8 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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—Ya se lo contaré todo cuando se encuentre algo mejor.

No respondió a esto. Finalmente, cuando ya pensaba irme, observó:

—Necesito ropa limpia.

No sabía cómo interpretarlo. Advertía —ya soy lo bastante sensible como para esto— que no era, cuando menos, una petición sencilla.

¿Quería que le comprara ropa?

La miré. Se forzó para mirarme, y me dijo:

—En la habitación contigua, encontrará cosas.

—¿Qué?

Se encogió de hombros, temblando, desanimada.

—Una camiseta. Bragas. Combinación. ¿Me lo pregunta porque no usa prendas interiores?

Una vez más el automatismo de la rabia, como si me hubieran apretado un botón. Fui a la habitación contigua, donde sabía que a ella no le gustaba que entrara.

La cama con el edredón bueno, el armario, el tocador con chucherías de porcelana, los estantes de buena madera. Por doquier, montones y pilas de... basura. No podía creerlo. Periódicos de cincuenta años atrás, deshaciéndose con el tiempo; horrorosos pedazos de tela, manchados y amarillentos, trozos de encaje, pañuelos sucios, jirones de cinta: jamás había visto nada semejante. No había tirado nunca nada, según creo. En los cajones, desorden, atiborrados de... pero necesitaría una infinidad de páginas para describirlo. Deseé tener al fotógrafo a mano: ¡pensamiento reflejo! Combinaciones, cubrecorsés, bragas, sujetadores, camisetas, viejos vestidos o parte de ellos, blusas... nada que tuviera menos de veinte años y, algunos de la Primera Guerra Mundial. La diferencia entre la ropa de hoy y la de antes: eran tejidos «auténticos», algodones, sedas, lanas. Ni una fibra artificial. Pero todo roto o manchado o sucio. Tiré de los fardos y los examiné, uno a uno, primero por interés y, luego, para ver si había algo que pudiera llevar o estuviera limpio. Al final encontré una camiseta de lana, unas largas bragas de lana y una combinación de seda bastante bonita; un vestido de lana, azul, y una rebeca. Estaba todo limpio, o casi. Allí laboré, temblando de frío y con el recuerdo de cómo yo me había gustado a mí misma durante todos aquellos días últimos, cómo me gusto, por tenerlo todo bajo control, por estar en la cúspide; y pensé que lo más cercano que podía sentir la indefensión de Maudie era recordar cómo había sido cuando niña, cuando confías en que no vas a mojar las bragas antes de llegar al retrete.

Llevé la ropa a la habitación de al lado, muy caliente ya, con las llamas crepitando. Le dije: —¿Quiere que la ayude a cambiarse? El movimiento oblicuo, irritado, de
cabeza.
, que ya sabía que significaba que yo era una estúpida.

Pero no sabía por qué. Me senté delante de ella y le dije: —Me tomaré el té antes de que se hiele. Advertí que me lo tomaba sin repugnancia: ya me he acostumbrado a tomar té en tazas mugrientas. Lo advertí con interés. En alguna ocasión, Maudie había sido como yo, se lavaba incansablemente, lavaba tazas, platos, sacaba el polvo, se lavaba el pelo.

Hablaba, fortuitamente según pensé, de cuando había estado en el hospital. La escuchaba a medias, con el deseo de que los médicos y las enfermeras pudieran oír qué experiencia saca gente como Maudie de sus hospitales. Cárceles. Reformatorios. Pero caí en la cuenta de que me relataba cómo puesto que no estaba lo bastante bien como para meterla en la bañera, dos enfermeras la habían lavado en la cama, y comprendí.

—Calentaré agua —dije— y usted me dirá después qué debo hacer.

Puse un par de ollas con agua a calentar, encontré una jofaina de esmalte, que examiné con interés, porque no he visto ninguna que no sea de plástico desde hace tiempo, y busqué jabón y un paño. Estaban en un hueco en la pared encima del fregadero: habían retirado un ladrillo y habían pintado la cavidad.

Llevé la jofaina, las ollas, el jabón, el paño y un jarro de agua fría a la habitación contigua. Maudie luchaba por zafarse de la capa superior de sus ropas. La ayudé y caí en la cuenta de que no había coordinado la operación en absoluto. Corrí en busca de periódicos, despejé la mesa, coloqué papel grueso encima, dispuse la jofaina, las ollas, el jarro, lo necesario para lavarla. Faltaba una toalla. Fui corriendo hasta la cocina, encontré una toalla húmeda y sucia, corrí a la habitación de delante y removí todo, en lo que me pareció durar horas. Pero sólo pasaron unos minutos. Estaba preocupada por Maudie, plantada allí, medio desnuda, enferma, tosiendo. Al final encontré una toalla medio limpia. Maudie estaba junto a la jofaina, desnuda de cintura para arriba. Poco queda de su persona. Una frágil caja torácica bajo una piel arrugada y amarillenta, los huesos de los hombros como los de un esqueleto y, al final de sus delgados brazos secos, fuertes manos trabajadoras. Pechos menudos y alargados, que colgaban.

Torpemente, ella frotaba jabón en el paño que, ni qué decir tiene, estaba viscoso. Tendría que haberlo lavado antes. De nuevo, corrí a la habitación contigua, corté un pedazo de una vieja toalla limpia y volví. Sabía que quería echarme un rapapolvo por cortar la toalla; así habría sido, de no haber estado ahorrando fuerzas.

Con lentitud le lavé la mitad del cuerpo, con mucho jabón y agua caliente, pero la mugre del cuello era espesa y, para eliminarla, debía rascar, lo cual era demasiado. Ella temblaba de debilidad. Comparaba este cuerpo frágil con el de mi madre, a pesar de que sólo había visto brevemente aquel cuerpo enfermo. Mi madre se había lavado sola
 
–y ahora me preguntaba a qué precio— hasta que ingresó en el hospital. Cuando iba a visitarla mi hermana Georgie, ella la bañaba. Pero no lo hacía su hija–niña, yo no lo hacía. Ahora bañaba a Maudie Fowler y pensaba en Freddie, cómo sus huesos parecían aplanarse y adelgazar bajo la carne que colgaba. Maudie puede ser sólo piel y huesos, pero su cuerpo no tiene aquel aspecto derrotado, como si la carne se hundiera en los huesos. Estaba helada, enferma, débil, pero yo podía percibir el pulso de la vitalidad allí: la vida. La vida, qué fuerte es. Era la primera vez que lo pensaba, nunca había sentido algo semejante, como hoy, al lavar a Maudie Fowler, una anciana llena de orgullo y malhumor. Ah, qué malhumor: se me ocurrió que su vitalidad residía en su rabia, no debo, no debo tomarla a mal ni desear defenderme de ella.

Luego, el problema de la otra mitad del cuerpo; yo esperaba que me orientara.

Le pasé la camiseta «limpia» por la cabeza y la envolví con la rebeca «limpia»; vi que echaba al suelo el manojo espeso de su falda. Me abofeteó la peste. Ah, de nada sirve, no puede
no
importarme. Debido a su debilidad o al cansancio, que no le permitían moverse, se había cagado en los pantalones, se había cagado encima.

Las bragas, sucias... Bien, no voy a seguir, ni siquiera para descargarme, me marea. Sin embargo, miraba la camiseta y las enaguas que se había sacado, de color marrón y amarillo de mierda. Qué le vamos a hacer. Allí plantada, con el culo al aire. Puse periódicos a sus pies, por lo que estaba encima de una espesura de papeles. La lavé y la lavé, toda la parte inferior del cuerpo. Apoyaba sus grandes manos en la mesa para aguantarse. Cuando tocó lavar el trasero lo sacó para afuera, como lo haría un niño y lo lavé todo, también la partición. Luego tiré el agua, llené de nuevo la jofaina, con rapidez puse las ollas de agua en el fuego. Lavé sus partes íntimas y pensé en la frase por vez primera: porque ella lo estaba pasando muy mal debido a que esta extraña invadía su intimidad. Le hice las piernas una y otra vez, hasta que desapareció la suciedad. La metí en la jofaina y lavé sus pies, viejos pies amarillentos y nudosos. El agua ya estaba caliente encima de las llamas de gas y la ayudé a ponerse sus bragas «limpias». A estas alturas, al haber visto lo que era posible, también a mí me resultaban limpias, porque sólo estaban algo polvorientas. Seguidamente, le puse la bonita combinación rosa.

—Su cara —le dije. No la habíamos lavado—. ¿Qué haremos con su pelo? –las grises mechas y mechones encima del sucio cráneo amarillento.

—Esto esperará.

Le lavé la cara, con cuidado, con un pedazo de la vieja toalla.

Acto seguido, le pedí que se sentara, encontré unas tijeras, le corté las uñas de los pies, que era algo como cortar un cuerno, cogí medias limpias, su vestido. Su rebeca. Cuando intentó ponerse las prendas negras, le dije involuntariamente:

—Oh, no lo haga —y lo lamenté, porque se sintió herida, incluso tembló más y se quedó sentada en silencio, como una niña traviesa. Estaba agotada.

Tiré el agua sucia y escaldé la jofaina; llené de agua una de las ollas, para preparar té nuevo. Lancé una mirada hacia afuera: corrientes de aguanieve, con grumos de nieve gris, con el viento que soplaba fuerte y agua que entraba por debajo de la puerta de la cocina; y pensar que ella tenía que salir para llegar hasta el retrete, aquella nevera...; sin embargo,
había
salido y, presumiblemente, volvería a hacerlo.

Yo me decía constantemente: Tiene más de noventa años y ha vivido así mucho tiempo: ¡ha sobrevivido a ello!

Le serví más té y unas galletas y la dejé bebiendo junto al fuego.

Metí la ropa sucia que le había sacado en un periódico, lo doblé y lo tiré en el cubo de la basura, sin preguntarle nada.

Seguidamente hice una selección entre la ropa de los cajones; saqué las sucias sábanas de su cama, las fundas de los almohadones y salí a la lluvia, camino de la lavandería, y se lo dejé a la empleada para que lo lavara.

Limpié el lugar en la medida de lo posible, coloqué en el suelo comida para el gato, sentado junto a la pierna de Maudie, que lo acariciaba. Lo ordené todo. Durante todo este tiempo, Maudie miraba las llamas, sin mirarme a mí cuando yo la observaba, pero mirándome cuando me movía y siempre que creía que yo no lo sabía.

—No crea que no lo aprecio —dijo mientras yo me afanaba más y más. Estaba barriendo el suelo en aquel momento, con un cepillo de mano y una sartén. No pude encontrar otra cosa. De la manera en que lo dijo, yo no podía interpretarlo. Sosa. Incluso desesperanzada: quizás así se sentía desamparada de una manera distinta, algo así como yo había intuido, al recordar cómo me sentía yo de niña. Puesto que, muy claramente, nadie le había hecho nada semejante con anterioridad.

Volví a la lavandería. La chica irlandesa, una muchacha fornida y competente con quien había intercambiado la rápida camaradería de tú a tú cuando le dejé la ropa, me devolvió una gran bolsa de ropa limpia, me miró a la cara y me dijo:

—Mierda. No había visto nunca nada semejante. Mierda —me odiaba.

—Gracias —le dije y no me molesté en darle explicaciones. Pero estaba sonrojada... ¡turbación! Ah, cuánto dependo de la admiración, del afecto, de la estima de los demás.

Cargué de vuelta con la ropa, bajo el aguanieve, sentía frío y cansancio en aquel momento. Deseaba llegar a casa...

Sin embargo, vacié los cajones de una gran cómoda, puse la ropa limpia dentro y le dije a Maudie lo que había puesto. Luego le dije:

—Pasaré un momento mañana por la noche. Sentía curiosidad por oír lo que ella me diría: —La veré entonces, pues —fue lo que dijo. Y ahora estoy sola, me he bañado, pero fue un baño rápido, práctico, no me remojé durante horas. Tenía que poner orden en el piso, pero no lo he hecho. Estoy sencillamente cansada. No puedo creer que ayer a esta hora me encontraba en el hotel, huésped mimada, cenando con Karl, un apreciado colega. Flores, carne de venado, vino, nata..., todo.

Me parece imposible que pudiera ser
así..
. allí; y, luego, Maudie Fowler,
aquí
. ¿Seré yo la que resulta imposible? La verdad es que me siento desorientada.

Debo pensarlo mucho. ¿Qué voy a hacer? ¿Con quién puedo discutirlo? Joyce es mi amiga, ella es mi amiga.
¿Es
mi amiga?

Jueves.

Joyce vino a buscar trabajo para llevarse a casa. Tiene un aspecto terrible. Le dije:

—¿Cómo va todo?

—Quiere que me vaya con él a Estados Unidos —dijo.

—¿Definitivamente? —pregunté.

—Definitivamente —me miró, la miré. Así son nuestras conversaciones actuales: taquigráficas.

—Me voy volando. Dile a John que he acabado la portada. He escrito las notas. Estaré aquí mañana, Janna —y se largó. Esto significa que a su marido le han ofrecido una cátedra, él quiere aceptarla, quiere que ella abandone su empleo y lo acompañe, ella no quiere ir, se pelearon al borde del divorcio, los hijos no quieren ir a Estados Unidos... y esta tarde tenía la impresión de que Joyce, probablemente, iría a Estados Unidos. Y aquí se acaba todo.

Pasé a ver a Maudie de camino a casa: la puerta no estaba cerrada con llave. Brillaba el fuego. El gato, dormido en la cama. Maudie, dormida. Una taza de té en el brazo de su sillón. Cogí la taza para salvaguardarla, dejé una nota: Pasaré mañana, y salí huyendo, confiando en que no se despertaría antes de que yo me fuera.

Estoy aquí sentada, en bata, junto al radiador eléctrico. Debería arreglar el piso. Debería lavarme el pelo.

Estoy pensando en cómo Maudie Fowler un día ya no pudo arreglar su habitación delantera, porque había allí demasiados trastos y, entonces, lo fue dejando; seguramente entraba algunas veces allí y pensaba, bien, no está tan mal. Mientras tanto, tenía la habitación trasera y la cocina superlimpias. Incluso ahora limpia la chimenea una vez por semana y friega la parrilla de la cocina, saca el polvo y la carbonilla..., aunque progresivamente con menos cuidado. No se sentía bien y no pudo tomarse la molestia de hacerlo en una ocasión, en otra... y, luego, su habitación no estaba verdaderamente limpia, sólo en el suelo en el centro de la habitación, en ocasiones, por lo que aprendió a no mirar a los bordes o debajo de la cama. La cocina fue lo último. Barría y fregaba los estantes, pero pronto todo empezó a ir a la deriva. Sin embargo, en este proceso se lavaba, de pie junto a la mesa de la cocina, calentando agua en las ollas. Mantenía su pelo limpio. A veces iba a baños públicos, puesto que me había contado que era algo que le gustaba. Luego, dejó pasar más tiempo entre un lavado de pelo y otro..., más tarde no lavó su ropa, se limitó a coger la más limpia, devolviéndola a su lugar sucia, hasta que volviera a parecer la más limpia; y así sucesivamente. Finalmente, se quedó muy digna dentro de su caparazón negro, sus bragas que no estaban totalmente limpias, pero no estaban mal, su cuello sucio, pero no pensaba en ello, su cabeza sin lavar. Cuando la trasladaron al hospital, la bañaron de los pies a la cabeza y le lavaron el pelo. A veces pensaba con sentido del humor: Cuando me manden de vuelta al hospital, ¡tendré otro baño! Pero ella, Maudie Fowler, aún estaba allí, alerta, completamente allí, en guardia dentro de aquella apariencia de vieja bruja.
Ella
aún está allí y todo cuanto la rodea se ha derrumbado a su alrededor, es demasiado difícil; demasiado.

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