Diario de una buena vecina (7 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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Viernes: en Munich.

Pasé por lo de Maudie esta mañana. Estaba en su silla, miraba la estufa fría, dentro de un caparazón de negros trapos. Le traje carbón, preparé té, alimenté al gato. Parecía tener frío, pero con un brillo de fiebre. Tosía y tosía. Le dije:

—Señora Fowler, me voy a Munich y estaré ausente cuatro días —ninguna respuesta—. Señora Fowler, debo ir, pero llamaré a Hermione Whitfield y le diré que usted debe tener una enfermera. Sólo hasta mi vuelta —siguió mirando la estufa fría. Empecé a disponer el fuego, pero no sabía cómo hacerlo; con esfuerzos, abandonó su tibio nido y lenta, lentamente colocó pedazos de papel, pedazos de madera, astillas, armó el fuego. Miré alrededor: ni un periódico, ni más astillas, nada.

Me dirigí al colmado y, de vuelta, vi que había en la calle un container junto a su puerta de entrada, lleno de tablillas y viejos listones de paredes derribadas: los había recogido para prender fuego. Consciente de cómo se me vería, con mi elegante atavío, llené una bolsa con estos pedazos de madera. Mientras lo hacía, casualmente miré hacia arriba y vi que me observaban desde vanas ventanas. Caras viejas, de ancianas. No tenía tiempo para prestarles atención, sino que entré corriendo con la madera y las provisiones. Una vez más aparecía en su pose lánguida delante de un fuego que ahora chisporroteaba.

No sabía si una enfermera sabría encender el fuego.

—¿La enfermera le encenderá el fuego? —pregunté.

No respondió. Empezaba a sentirme furiosa y tan desconsolada como ella. Aquella situación era absurda. Sin embargo, no podía ser de otra manera.

Cuando me levanté para irme, le dije:

—Voy a telefonear para pedir una enfermera
y, por favor
, no la eche a la calle.

—No quiero ninguna enfermera.

Me quedé plantada, preocupada porque llegaba tarde; era un día de reunión y nunca me retrasaba. Y preocupada por ella. Furiosa. Resentida. Sin embargo, ella me arrastraba, quería coger entre mis brazos aquel sucio fardo y abrazarla. Quería abofetearla y sacudirla.

—¿Por qué tantas historias con el hospital? —le pregunté—. Parece como si la amenazasen con... ¿qué hay de terrible? ¿Ha estado allí alguna vez?

—Sí, hace un par de inviernos. En Navidad.

—¿Y?

Ahora estaba sentada y muy erguida, su mentón afilado hacia arriba, en actitud combativa, sus ojos asustados y furiosos.

—No, fueron bastante amables, pero no me gusta. La llenan a una de pastillas y pastillas y pastillas, la hacen sentir como si le hubieran robado la cabeza, la tratan como a un niño. No lo quiero... —y añadió con el tono de alguien que pretende ser justo—: Había una joven enfermera. Me friccionaba la espalda cuando tosía... —y me miró rápidamente, y desvió la vista, por lo que supe que quería que le friccionara la espalda. ¡No se me había ocurrido! ¡No sé cómo hacerlo!

—Nadie la obligará a ir al hospital —dije.

—Como si me aceptaran después de la última vez —dijo y, de repente, sonrió, alerta, su yo divertido.

—¿Qué hizo? —le pregunté, contenta de reírme con ella.

—¡Me escapé! —y soltó una risita—. Sí, ya tenía bastante. Estaba estreñida con tanta buena comida, porque no diré que no te alimenten, y cada vez me sentía más lejos de mí con todas aquellas pastillas. Les dije: ¿Dónde está mi ropa? Me dijeron: No puede volver a casa con este tiempo, señora Fowler, se morirá. Había nieve. Les dije: O me dan mi ropa o salgo con el camisón del hospital. Y me la dieron. Ni me miraron ni me hablaron, estaban tan molestos. Atravesé el vestíbulo y le dije al portero: Pídame un taxi. El poco dinero que tenía me lo habían robado en el pabellón del hospital. Pero le pediría al taxista que me llevara a casa por el amor de Dios. Si es que se conoce a Dios en estos tiempos. Pero había una mujer en la recepción que me dijo: La acompañaré, reina. Me dejó en casa. Pienso en ella. Pienso en la gente que me ha hecho bien, lo hago —y me regaló una maravillosa sonrisa de alegría, su sonrisa de muchacha.

—Con todo, debo ir a Munich. Estaré ausente durante cuatro días y sabe muy bien que usted no se las puede apañar. Quiero oírla decir, con todas las letras, que no quiere una enfermera. La trato con seriedad, ¡no como a una niña! Si dice, nada de enfermeras, no haré nada más. Pero creo que debería permitírmelo. Una enfermera no será el fin del mundo.

—¿Y qué hay de todas las pastillas? —Muy bien. Pero diga esto, que no quiere que llame a una enfermera —y añadí, ya presa de la desesperación—: Por el amor de Dios, Maudie, tenga un poco de sentido común.

Me di cuenta de que había utilizado su nombre de pila, pero no se enojo.

—No tengo elección, supongo —dijo encogiéndose de hombros.

Me acerqué, me agaché para besarla; acercó la mejilla y la besé.

Salí saludando con la mano desde la puerta, espero que con un gesto carente de «encanto».

Llegué con retraso a la reunión.

Por vez primera. En mi opinión, la reunión es lo que da vida a la revi. Fue idea mía. Más tarde, escribiré un análisis, para aclarar mis ideas, porque siento la necesidad de aclararlas, respecto a la oficina, al trabajo, a todo. Esta tarde estaba sola: Joyce en casa porque estará constantemente en la oficina mientras yo esté en Alemania. He intentado informarme respecto a los servicios sociales. Tengo todos los folletos tal y como los reparten a los consumidores,
Sus derechos como pensionista
y ese tipo de cosas. No, quiero descubrir cómo funciona realmente. Al cabo de poco, supe muy bien lo que debía hacer: tengo que encontrar a la Persona Determinada. Si es una ley en nuestro trabajo, probablemente lo sea para todo. (Maudie habla de que siempre hay
una persona determinada
, a pesar de que lo dice en un sentido distinto.) Con Joyce es algo constante. Hace mucho descubrimos que si quieres que todo funcione, tienes que buscar la
Persona Determinada
en un departamento u oficina que es, en realidad, quien la dirige, o que sabe de qué se trata, o es —en cierto sentido —una persona real. La verdad es que Hermione no es esta persona. No. Tienes que tener a gente como Hermione, aunque sólo sea porque de las otras no hay el suficiente número; no es que no trabajen, o sean una inutilidad, pero son marginales. Para descubrir cómo conseguir que Maudie tenga lo que precisa y quién puede ayudarla, no puedo utilizar a Hermione. No obstante, la he llamado esta tarde —había salido— y le he dejado el recado de que la señora Fowler precisaría de una enfermera durante cinco días. Algo me alertó, acto seguido, y le dije a mi secretaria que llamara a Hermione, y también se lo he dicho a la secretaria de Joyce. No puede quedarse sola, durante cuatro días.

Miércoles.

En primer lugar, mi estado de ánimo
antes
de ir a casa de Maudie. Regresé de Munich al mediodía, en avión, y me dirigí directamente a la oficina con las baterías recargadas, con todos los sistemas que me funcionaban. Me encantan estos viajes. Lo que adoro es mi eficiencia. Me encanta que las cosas funcionen, y saber cómo hacerlo. Me encanta que me conozcan, que me reserven
mi
lugar, que recuerden mis gustos. Vi a amigos durante todo el fin de semana. Más bien, «amigos», contactos de trabajo y, luego, el lunes y el martes, la Feria. Me encanta que todo esté bajo control. Estoy tan llena de energía, como exactamente lo que debo, no tomo ni un sorbo de más, apenas duermo, voy de aquí para allá durante todo el día. Sé con exactitud cómo presentarme y cómo utilizarlo. Me veía a mí misma cuando entré en el desfile, el lunes por la mañana, me senté, la gente me sonreía y me saludaba; y, al mismo tiempo, retrocedí quince años, me vi a través de
aquellos
ojos de la misma manera en que consideraba, a los treinta años, a las mujeres establecidas que llevaban años haciéndolo. Las admiraba, deseaba ser una de ellas y, mientras las examinaba, minuciosamente, cada detalle insignificante, buscaba lo que
ellas
dejaban pasar, señales del proceso que haría que las reemplazaran otras, yo entre ellas. De las mujeres que examinaba entonces, sigue una, aunque muchas de ellas están en el mismo campo pero en ocupaciones distintas. Me he pasado cuatro días preguntándome qué hay en mí que me llevará al reemplazamiento, o a seguir en la oficina con un trabajo menos absorbente, mientras alguien —¿quién?— se dedicará a estos viajes. No sé de qué se trata. ¿Sencillamente cumplir años? ¡Nada de eso! ¿Me cansaré de todo esto? Aún no puedo creerlo.

Cuando llegué a la oficina, Joyce me estaba esperando para poder irse a casa: sin disponerlo de una manera formal, siempre nos aseguramos de que una de nosotras se encuentre allí. Tenía aspecto de cansada. Me dijo que había tenido muchos problemas en mi ausencia, con su marido, ya me contaría, pero no ahora, y se fue. Había un mensaje de Hermione Whitfield de que no había recibido hasta el lunes mi mensaje respecto a la enfermera y que, para entonces, la señora Fowler no la dejó entrar en su casa. Me devolvió de un salto a mi yo londinense. He trabajado durante toda la tarde, en su mayor parte con el teléfono y, luego, los fotógrafos para mañana. Al mismo tiempo pensaba en Joyce. He entendido que el problema con su marido significa el fin de nuestro trabajo conjunto o, en cualquier caso, un cambio. Estoy convencida de ello. Esto me deprimió y me procuró ansiedad, antes incluso de abandonar la oficina. Hay algo más que he comprendido de una manera distinta a como lo hacía hasta ahora: Joyce es mi única amiga verdadera. Quiero decir,
amiga
. Tengo con ella una relación que no he tenido con nadie. Ciertamente no con Freddie.

Me dirigía directamente a casa porque, de repente, me sentía cansada. Sin embargo, hice que el taxi me dejara en casa de Maudie Fowler. Llamé y aporreé la puerta. Helaba. Ni una mosca. Me entró terror —¿estaba muerta?— y advertí, no sin interés, que una de mis reacciones era de alivio. Al final, se movieron las cortinas en la ventana de su «salón», que, según parece, no utiliza nunca. Esperé. No sucedió nada. Aporreé una y otra vez, ya totalmente furiosa. Estaba dispuesta a estrangularla. Luego la puerta se abrió hacia adentro, atascándose y rascando, y allí estaba ella, un fardo negro, con esa blanca cara que salía de él. Y el
olor
. De nada sirve que me diga que no deberían importarme estos detalles. Me importan mucho. El olor... terrible, un hedor agrio, penetrante y dulce. Pero vi que apenas si podía aguantarse en píe allí.

No hubo nada «encantador» en mí, estaba tan furiosa.

—¿Por qué me tiene plantada con este frío? —le dije y pasé, por delante de ella, haciendo que se desplazara a un lado. Entonces me adelantó en el pasillo, una mano apoyada en la pared para sostenerse en pie.

En la habitación trasera, rescoldo en el fuego. Había una estufa eléctrica, no obstante; un tubo, que hacía ruido, lo que significaba que no era seguro. La habitación estaba fría, sucia, apestaba y el gato se me acercó y se frotó contra mis piernas, maullando. Maudie se dejó caer en su silla y se quedó contemplando el hogar.

—Bien, ¿por qué no dejó entrar a la enfermera?

—La enfermera —dijo con amargura—. ¿Qué enfermera?

—Sé que vino.

—No hasta el lunes. Me pasé sola el fin de semana entero.

Iba a decirle a gritos: ¿Por qué no la dejó pasar cuando vino el lunes?, pero vi que no tenía sentido.

De nuevo me sentí llena de energía... furiosa.

—Maudie —le dije—, ha llegado al límite, al final, empeora las cosas en su contra. Bien, pondré el agua a calentar.

Lo hice. Fui a buscar carbón. Encontré el orinal lleno de orina, pero nada peor, gracias a Dios.

Gracias a Dios era lo que había pensado, pero advierto que uno se acostumbra a todo. Salí a la calle con una bolsa de compra. Aguanieve gris. Allí estaba, con mis modelos elegantes de Munich, buscando en el container astillas de madera. Una vez más, caras en las ventanas, observándome.

Dentro, vacié el hogar, nubes de polvo, y encendí el fuego. Con una tea. Madera y carbón. Muy pronto ardió.

Preparé té para las dos, después de haber escaldado las tazas
mugrientas
. Debo dejar de ser tan quisquillosa al respecto. ¿Acaso importan, unas tazas sucias? ¡Sí! Sí, sí, sí,

.

No se había movido, permanecía sentada y miraba las llamas. —El gato –dijo.

—Le he dado un poco de comida. —Pues déjelo salir un poco. —Cae aguanieve. —No le importará.

Abrí la puerta trasera. Me azotó una ola de lluvia fría, y el gato amarillo, que había insistido en salir junto a la puerta, maulló y volvió a entrar, corriendo a la carbonera.

—Se ha metido en la carbonera —dije. —Entonces supongo que acabaré pringándome las manos —dijo.

¡Esto me enfureció tanto! Era un torbellino de emociones. Como siempre, quería pegarle o sacudirla y, como siempre, también abrazarla.

Afortunadamente, me controlé e hice lo que debía, gracias a Dios, sin resultar «graciosa» o encantadora o cortés.

—¿Ha comido algo?

No hubo respuesta.

Salí de nuevo para hacer la compra. Ni un alma en el colmado de la esquina. El hindú que atendía la caja se veía gris y helado, como era muy natural, pobre criatura.

Le dije que compraba comida para la señora Fowler, porque quería saber si ella había estado allí.

—Ah, la anciana, ¿no estará enferma?

—Está enferma —le dije.

—¿Por qué no va aun asilo?

—No quiere.

—¿Tiene algún familiar?

—Eso creo, pero no se preocupan.

—Es algo terrible —me dijo, con el deseo de que comprendiera que su gente no descuidaría a una anciana así.

—Sí, es algo terrible, tiene usted razón —le dije.

Al volver, nuevamente pensé en la muerte. Allí estaba, los ojos cerrados y tan inmóvil, pensé que no respiraba.

Pero, luego, se abrieron sus ojos azules y se quedó mirando el fuego.

—Bébase el té —le dije—. Le pasaré por la plancha un poco de pescado. ¿Puede tomarlo?

—Sí, lo tomaré.

En la cocina intenté encontrar algo limpio de grasa, pero desistí. Puse el pescado en la parrilla y dejé la puerta algo entreabierta, para que se renovara el aire. A pesar del aguanieve.

Le serví el pescado y se lo comió todo, con lentitud, con las manos que le temblaban, pero se lo acabó y vi que había pasado hambre.

—He estado en Munich. Para ver la ropa para el otoño. He visto los nuevos estilos —le dije.

—Nunca he salido de Inglaterra.

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