Diario de una buena vecina (4 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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—Perdone —exclamó—, pero he estado esperando que llegara a casa. Tengo que pedirle un favor.

—¿De qué se trata? —dije, muy poco amable.

—Olvidé comprar mantequilla cuando salí y...

—Se la daré —le dije y con un rapto de energía entré en mi piso, cogí media libra de mantequilla, se la deposité en las manos y le dije:

—No me dé las gracias —y volví a toda prisa a mi casa con un portazo. El portazo fue deliberado. Ella tenía mantequilla, lo sabía. Lo que yo pensaba es que tenía un hijo y una hija y si no se ocupaban de ella,
tant pis
. No es responsabilidad mía.

Estaba furiosa, con la necesidad de sacudirme algo... la señora Fowler. Llené la bañera. Dispuse toda la ropa que había llevado aquel día para la lavandería. Podía percibir el aire hediondo del cubículo de la señora Fowler en mi piel y en mi pelo.

Aquella noche caí en la cuenta de que mi cuarto de baño es el lugar que habito. Probablemente, incluso mi hogar. Cuando me mudé aquí, copié el baño que había instalado en el piso antiguo, hasta el más mínimo detalle. Pero no hice nada en particular en la sala de estar ni en el dormitorio, ni en el estudio. Freddie bromeaba con que su rival era el baño.

Pedí que me hicieran una mezcla especial de pintura, marfil con un tono rosado. Puse azulejos, muy delicados y suaves, coral, turquesa y ocre, con las persianas a juego con el color de los azulejos. La bañera es azul gris. En ocasiones, una habitación es perfecta: no se puede añadir ni cambiar nada. Cuando lo vio Joyce quiso fotografiarlo para la revi. No acepté: sería como si me fotografiaran desnuda. Tomo un baño cada mañana, cada noche. Me quedo tendida en la bañera y me remojo durante horas. Leo en el baño, con la cabeza y las rodillas flotando en almohadones de goma. Tengo un par de estantes llenos de sales y gel de baño. Aquella noche permanecí tendida en la bañera, a la que añadía agua caliente cuando ésta se enfriaba, y contemplé mi cuerpo. Es un cuerpo sólido, firme, blanco. Nada de grasa. ¡Dios no lo quiera! Nada de bolsas ni colgajos. Bueno, sin hijos. Nunca hubo tiempo para los hijos y cuando le dije a Freddie: Si, ahora podría tener uno, no me quedé embarazada. Se mostró animoso y bueno al respecto. No supe lo mucho que le importaba. Sabía que quería hijos, pero no hasta qué punto. Me cuidé muy bien de no averiguarlo, supongo.

Salí del baño y me quedé junto a la puerta envuelta en la toalla; miré el baño y pensé en la señora Fowler. Nunca ha tenido agua caliente. Ha vivido en aquel sucio agujero, con agua fría, desde antes de la Primera Guerra Mundial.

Deseé no haberle respondido y toda la noche pensé en como escapar.

Por la mañana me desperté y fue como si me enfrentara a un terrible destino. Porque sabía que cuidaría de la señora Fowler. En cualquier caso, hasta cierto punto.

Llamé al electricista. Se lo conté todo. Fui a trabajar deprimida e, incluso, aterrorizada.

Aquella noche me llamó el electricista: la señora Fowler le había chillado:
¿Qué quiere?
Y él se había largado.

Le dije que lo esperaría a la tarde siguiente.

A las seis estaba allí y vi la cara del electricista cuando ella abrió la puerta y la peste y la miseria lo sorprendieron. Luego el electricista le dijo, en una forma agradable y fresca:

—Bueno, menuda manera de recibirme ayer tarde, ¿no le parece?

Lo examinó con lentitud y luego me miró a mí como si fuera una extraña, se apartó y entró en su «sala de estar» mientras yo le decía al electricista lo que debía hacer. Tendría que haberme quedado con ella, pero había cogido trabajo para casa y se lo dije.

—No le he pedido que se molestara —me dijo.

Luché conmigo misma y la abracé:

—Ah, vamos, no sea cascarrabias —le dije y me fui. Ella tenía lágrimas en los ojos. Yo, por mi parte, luchaba contra la repugnancia, contra su olor agrio. Y contra otro olor, agudo y dulce, que no conocía.

Jim me llamó ayer y me dijo que había hecho cuanto había podido; había colocado cable nuevo e interruptores a una altura que ella alcanzara y, también, una lámpara junto a la cama.

Me dijo el importe... tan mal como había imaginado. Le dije que le mandaría un cheque. Silencio. Quería que le pagara en efectivo: al pensar que lo volvería a necesitar para la señora Fowler —y este pensamiento me provocaba terror, como el reconocimiento de una terrible carga para siempre— le dije:

—Si te pasas por aquí, te lo daré en efectivo.

—De acuerdo —dijo él.

Llegó al cabo de una hora. Cogió el dinero, se quedó esperando, y luego dijo:

—¿Por qué no está en un asilo? No debería vivir así.

—No quiere ir a un asilo. Le gusta donde vive.

Jim es un muchacho agradable, nada estúpido. Se avergonzaba de lo que pensaba, como yo. Dudó y, luego, dijo:

—No sabía que aún quedaba gente viviendo así.

—Será que te falta mucho por conocer —le dije yo, la mujer de mundo, la mayor, la experta.

Aún se quedó vacilante, preocupado, pero insistente:

—¿Qué sentido tiene ser viejo así? —dijo y, acto seguido, con rapidez, para anular lo que había dicho, anular lo que estaba pensando—: Bueno, todos llegaremos a viejos, supongo. ¡Hasta luego!

Y se fue. Fue delicadeza lo que le hizo decir
llegaremos
a viejos, no
llegaré
a viejo, porque, para él, yo ya soy vieja.

Me senté a pensar. Lo que él había dicho es lo que dice la gente:
¿Por qué no están en un asilo? ¡Apartémoslos del paso, de nuestra vida, donde gente joven y sana no pueda verlos, no pueda pensar en ellos!

Están pensando —he estado pensando,
pienso
—, ¿qué sentido tiene que estén vivos?

Pensé, ¿de qué manera nos valoramos? ¿A través de qué? ¿El trabajo? Jim el electricista está bien situado, los electricistas obviamente son de primera categoría... si consigues que vengan. ¿Qué decir de las ayudantes de dirección en las revistas de mujeres? ¿Ayudantes de dirección sin hijos?

Qué decir de Joyce, la directora, con una hija, que ni le habla, dice que Joyce es despreciable por alguna razón, lo he olvidado; un hijo, difícil. Me aburren tanto estas
prima donnas
malcriadas, los adolescentes.

¿Qué decir de mi hermana Georgie? Bueno, está muy bien, tiene hijos, marido, buenas obras. ¿Qué decir de mi hermana Georgie dentro de quince años? Estadísticamente será viuda, los hijos lejos de casa, vivirá en un piso, sin ser necesaria para nadie. ¿Cómo se la juzgará entonces?

¿Qué decir de mi Freddie, de haber vivido? Un santo, no menos, que aguantó a una esposa–hija malcriada. Pero, ¿en quince años? Veo a los ancianos, delgados, indefinidos, de aspecto polvoriento; o gordos, con colgajos y grises, por las calles con su compra, o en las esquinas, como perdidos.

¿Juzgaremos a la gente por sus maravillosos pensamientos?

Si mis pensamientos ahora no son maravillosos, ¿cómo serán en quince, veinte años?

¿Qué
sentido
tiene Maudie Fowler? Según el listón y las medidas que me enseñaron, ninguno.

¿Qué decir de la señora Penny, una molestia para sus hijos, para todo el mundo en este edificio y, en particular, para mí... algo que no puedo aguantar? Una tonta con sus pastosas vocales, «viví en la India en los viejos tiempos», su darle a la botella en secreto, su «refinamiento», su falsedad. Bueno, ¿qué decir de la señora Penny? Ni un alma en el mundo vertería una lágrima si muriera.

Después de pagar a Jim tomé otro de mis largos baños. Es como si, en un baño de este tipo, mi viejo yo saliera flotando, se ahogara, y surge otro nuevo de la espuma de agujas de pino, del gel satinado, de los iones de brisa marina.

Me metí en la cama mientras me decía que había contribuido al bienestar de la señora Fowler mucho más de lo que ella podía esperar. Era suficiente. Me limitaría a no acercarme de nuevo a ella.

Por la mañana me desperté indispuesta, porque me sentía tan atrapada y pensé en cómo me habían educado. Muy interesante: se puede decir que en un hogar moral. Con religión, pero moderada. Sin embargo el ambiente era de autoaprobación:
nosotros
hacíamos lo correcto, éramos buenos. Pero, en la práctica, ¿qué significaba? No me enseñaron ninguna autodisciplina, autocontrol. Excepto durante la guerra, pero era algo externo. No me enseñaron a controlar mi comida, tuve que arreglármelas sola. O cómo levantarme por la mañana, y fue lo más duro, cuando empecé a trabajar. Nunca he sabido cómo decirme no a mí misma, cuando quiero algo. Nunca se nos negó nada, si lo había. ¡La guerra! ¿Fue por esto, porque había tan pocas cosas al alcance, por lo que a los niños se nos daba lo que queríamos? Pero hay una cosa que debo agradecer a mi madre, sólo una: y me quedé en cama aquella mañana diciéndole: Gracias por ello. Por lo menos me enseñaste que si prometo algo, debo cumplirlo. Que si digo que haré algo, debo hacerlo. No es mucho con que empezar, pero es algo.

Gracias.

Volví junto a la señora Fowler después del trabajo.

Durante todo el día había pensado en mi maravillosa sala de baño, mis baños, lo que dependía de todo ello. Pensaba que lo que yo gastaba en agua caliente en un mes cambiaría su vida.

Pero al entrar, con seis paquetes de leche y vasos nuevos, exclamé desde la puerta:

—Hola, estoy aquí, déjeme pasar, ¡mire qué tengo! —y recorrí a grandes pasos aquel horrible pasillo, ella se plantó a un lado, su cara como un pequeño puño vengativo. Quería castigarme por su nueva instalación eléctrica y su nueva comodidad, pero yo no se lo permitiría. Avancé rápida y dando portazos, serví leche y le enseñé los vasos y, cuando ya me senté, también lo hizo ella, vivaz y sonriente.

—¿Ha visto mis botas nuevas? —le pregunté, y se las mostré. Se agachó, la boca le temblaba de risa contenida, de malicia.

—Ah —murmuró—, me gustan las cosas que lleva, me parecen muy bonitas.

Así pasamos la tarde, yo le enseñé todo cuanto llevaba. Me saqué el suéter y permanecí de pie, para que ella pudiera repasarme, riendo. Llevaba mi combinación nueva,
crepé de Chine
. Me subí la falda para que pudiera ver el encaje. Me saqué las botas para que pudiera tocarlas.

Reía y se divertía.

Me habló de la ropa que había llevado cuando era joven.

Había un vestido predilecto, de popelín gris con flores rosa. Se lo ponía para visitar a una tía. Había sido del lío de su padre y era demasiado grande para ella, pero se lo arregló.

—Antes de que mi pobre madre muriera, todo era poco para mí; pero, luego, me tocaban los desechos. Pero aquél era tan bonito, tan bonito, y me gustaba cuando lo llevaba.

Hablamos de vestidos, bragas, enaguas, combinaciones y zapatillas, boas y corsés de cincuenta, sesenta, setenta años atrás. La señora Fowler tiene más de noventa años.

Habló sobre todo de la mujer de su padre, que era la dueña de un pub. Cuando murió la madre de la señora Fowler...:

—¡La envenenaron, querida!
Ella
, la envenenó... ah, sí, sé lo que está pensando, puedo verlo en su cara, pero
ella
la envenenó, igual que casi lo hizo conmigo. Vino a vivir a nuestra casa. Estaba en St John's Wood. Yo era la fregona de la casa, como una esclava día y noche, y antes de que
ellos
se metieran en la cama tomaban un
porridge
con un poco de whisky y crema. Ella se instalaba a un lado de la chimenea, con su bata roja de seda de fantasía. Me decía, Maudie, ¿te sientes bien esta noche? Y se quitaba todas aquellas plumas y se quedaba con su corsé. Ahora ya no fabrican aquellos corsés. Era una mujer alta y guapa, con muchas carnes, y mi padre permanecía en el sillón, tirando de sus patillas. Tenía que aflojarle los cordones del corsé. ¡Menudo trabajo! Pero era mejor que tirar y estirar para meterla dentro del corsé cuando se vestía para salir. Nunca me decían, Maudie, ¿te apetecería un poco
de porridge?
No, comían y bebían como reyes, no les faltaba nada. Si a ella le apetecía cangrejo o lenguado o una langosta, mi padre me mandaba a comprarla. Pero nunca preguntaba, Maudie, ¿te apetecería probarla? Sin embargo, engordó más y más y pasó lo de: ¿Quieres mi vestido de seda azul, Maudie? Lo quería, ¡claro! De uno de sus trajes me salía un vestido y una blusa y, a veces, una bufanda. Pero nunca me gustó llevar sus cosas, en verdad, no. Me sentía como si se las hubiera robado a mi pobre madre.

No llegué a casa hasta muy tarde y me quedé en la bañera pensando si podíamos escribir un artículo sobre aquellas antiguas prendas. Se lo mencioné a Joyce y se interesó bastante.

Me miraba con curiosidad. No le gustaba hacer preguntas, porque hay algo en mí que la pone en guardia. Pero me dijo:

—¿Dónde te han hablado de estas ropas? —mientras yo le hablaba del vestido de seda rosa de la dueña de un bar antes de la Primera Guerra Mundial, quien, según la señora Fowler, envenenó a la esposa de su amante e intentó envenenar a la hija del mismo. Y el salto de cama de satén, color ciruela, con plumas de avestruz negras.

—Ah, tengo una vida secreta —dije y ella me respondió:

—Así parece —sin aparentar darle importancia, de una manera ausente, que ya empiezo a reconocer.

Volví a casa de Maudie ayer noche. Le dije:

—¿Puedo llamarla Maudie? —pero no le gustó. Detesta las familiaridades, la falta de respeto. Por tanto, desistí. Cuando me iba le dije:

—Por lo menos llámeme Janna, por favor.

Ahora me llamará Janna, pero seguirá siendo la señora Fowler, como muestra de respeto.

Le pedí que me describiera aquellas antiguas prendas, para la revista: le dije que le pagaríamos por la información experta. Fue un error; exclamó, muy sorprendida y herida:

—Ah no, cómo se atreve... Me encanta pensar en aquellos viejos tiempos.

Por lo tanto, también esto lo dejé correr. Cuántos errores cometo cuando intento hacer lo que está bien.

Casi todos mis primeros impulsos son un error, como avergonzarme de mi cuarto de baño y de mi revi.

Ayer tarde me pasé una hora describiéndole mi cuarto de baño hasta el más mínimo detalle, mientras ella sonreía, encantada, y me hacía preguntas. No es envidiosa. Pero, en ocasiones, hay una mirada sombría y furiosa y sé que habrá comentarios indirectos, más adelante.

Habló nuevamente de la casa en St John's Wood. ¡Puedo verla! Los muebles pesados y obscuros, la comodidad, la buena comida y bebida.

Su padre era el propietario de una casa por la que «ellos» querían que pasara la línea ferroviaria de Paddington. O algo relacionado con esto. Y consiguió una fortuna por ello. Su padre había tenido una tienda en la esquina de Bell Street y vendía ferretería y tenía carbón y pan gratis para los pobres y, cuando hacía frío, había también un puchero con sopa para los pobres.

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