Diario de una buena vecina (11 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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No podía decirle, Joyce, tu marido tiene cincuenta cinco años, es un trabajador incansable...

—¿Estás dispuesta a ser la esposa de un catedrático?

Ante esto, hizo una mueca:

—No conseguiré nada que se parezca a este empleo, claro que no. Pero espero que me saldrá algo.

Cuando se fue, me dijo:

—No, ni siquiera estoy totalmente decidida. Sé lo mucho que echaré de menos todo esto... y a ti, Jan. Pero no tengo elección.

Con estas palabras salió,
sin
mirarme.

Y con esto me quedé, con el
no tengo elección
. Puesto que no sé de qué se trata, en este matrimonio suyo... jamás lo hubiera sospechado... la existencia de algo que haría inevitable que dijera:
no tengo elección
.

Joyce ha sido la mejor directora que nunca haya tenido la revista. Jamás su hogar y su familia han pasado delante... y, no obstante... Veo cómo, cuando entró, empezó una flexibilidad que todos celebramos: trabajar en casa con el teléfono, trabajar temprano o tarde cuando es necesario. Todos dijimos: Es la manera que tiene una mujer de tratar los asuntos, no según el horario de oficina, sino cuando es necesario. Y ahora pienso que lo que era
necesario
era el matrimonio de Joyce, su hogar.

Con perfecta facilidad se quedaba, después del trabajo, a cenar conmigo, en la oficina, en un restaurante: comidas de trabajo. No obstante, había ocasiones en las que tenía que estar en casa. Yo era quien lo hacía todo posible: jamás le dije: No, no puedo quedarme en la oficina hasta tan tarde como siempre, debo llegar a casa. O sólo cuando con Freddie organizábamos cenas con amigos. Jamás le dije: Esta tarde debo salir pronto, Freddie llegará temprano. Pero me parece que algo por este estilo ha sucedido con Joyce: su matrimonio, sus hijos, su trabajo. Lo incorporó todo, de una manera maravillosa y flexible. ¿Puedes tomar las riendas esta tarde, Jan? En cierto sentido, he formado parte de su matrimonio, ¡como la amiguita, Felicity! Estos conjuntos de los que formamos parte, lo que
verdaderamente
sucede, cómo funcionan las cosas... es lo que siempre me ha fascinado, lo que más me interesa. Sin embargo, sólo ahora se me ha ocurrido este pensamiento: que he sido, en cierto sentido, parte del matrimonio de Joyce.

Joyce
se va
a Norteamérica. Echará por la borda un magnífico empleo. Hay muy pocas mujeres que consigan alguna vez un trabajo semejante. Echará por la borda familia, amigos, hogar. Sus hijos ya casi son mayores. Se encontrará en un país que deberá aprender a apreciar, sola, con un hombre a quien le hubiera encantado ir con otra, una muchacha más joven.
No tiene elección
.

Muy bien, feministas; muy bien, Phyllis, ¿qué decís a esto?

¿Qué, en vuestros manifiestos, vuestros portazos en las narices de los hombres, vuestra retórica, qué habéis dicho
alguna vez
que toque esto? Por lo que me concierne, nada. Y, creedme, Phyllis se asegura de que yo tenga siempre panfletos al alcance, sobre mi mesa.

La razón por la cual las chicas de hoy se reúnen en rebaños, manadas y tropeles y pasan de los hombres totalmente, o en la medida de sus posibilidades, es porque temen... ese poder, o lo que sea, que tienen los hombres, y que hace decir a Joyce: no tengo elección.

Yo
puedo vivir sola y pasarlo bien. Sin embargo, nunca estuve realmente casada.

Cuando llegué a casa, el teléfono: Joyce, con vocecita jadeante. Por haber llorado hasta quedarse sin lágrimas, lo reconocí. Me dijo:

—Jan, ¡hacemos nuestra elección mucho antes de lo que creemos! ¡Dios mío, es horrible! ¿Sabes a lo que me refiero?

—Sí —le dije—. Sé a lo que te refieres.

Y lo sé. Y
es
terrible. ¿Qué elección he hecho de la que no soy consciente? No he pasado por casa de Maudie Fowler desde la tarde del viernes.

Martes.

Joyce no está en la oficina. Con Phyllis asumimos el trabajo. Después de la oficina pasé por casa de Maudie. Tardó mucho en abrir la puerta, se quedó plantada mirándome durante un buen rato, sin sonreír, nada complacida; finalmente, se echó a un lado para que pudiera pasar, me abrió paso en el corredor, sin decirme una palabra. Se sentó en su costado habitual junto al fuego, que abrasaba, y esperó a que yo hablara. Por mi parte, ya estaba furiosa y pensaba, bien, si no tiene teléfono, ¿acaso es culpa mía?

—El domingo regresé muy tarde y ayer por la noche estaba cansada.

—¿Estaba cansada? —y al cabo de poco—: El domingo por la tarde la esperé. Había preparado un poco de cena para las dos.

Advertí en mí la habitual cadena de emociones: la sensación de estar atrapada, la necesidad posterior de escapar y, luego, naturalmente, culpabilidad.

—Lo siento, Maudie —le dije.

Volvió la cabeza hacia el fuego, la boca abierta, respirando con dificultad.

—¿Se ha encontrado bien?

—Lo suficiente.

Estaba pensando, «Mira, te he lavado de los pies a la cabeza, te he sacado tu mierda apestosa y ahora tú...» pero también tuve que pensar que le había hecho una promesa que no había cumplido. Nunca más debía hacerlo.

Casi pasó una hora antes de que se ablandase y se levantara para preparar té. Tuve que quedarme un par de horas más. Antes de irme ya hablaba de nuevo naturalmente. Una historia muy larga respecto al lío de su padre quien, su madre ya «muerta y enterrada», no sólo la había convertido a ella, a Maudie, en una fregona —«aunque ya sé que le he contado todo esto»— sino que se dispuso a envenenarla.

—Envenenó a mi madre, lo sé, aunque no lo sepa nadie más, y mi tía Mary me creyó. Dijo que no tenía sentido ir a la policía, jamás me creerían a mí sino a mi padre, que hacía buenas migas con la policía, siempre se llevaba bien con la gente que podía ayudarlo, invitaba al inspector a casa en Navidades, a tomar whisky y pastel y su lío mandaba un barril de cerveza a los chicos de la comisaría con un jamón y budín. Si me hubiera dirigido a ellos, una chica, que además de aterrorizada estaba enferma, y les hubiera dicho, la mujer de mi padre envenenó a mi madre y ahora hace lo mismo conmigo, es arsénico... ¿me habrían escuchado? Mi tía Mary me dijo: Mira, te vas de tu casa y vienes a la mía cuando creas que puedes hacerlo sin crear problemas. No quiero enfrentarme con este hermano mío, no se puede pelear con él, se sale siempre con la suya. Pero cuando sea el momento oportuno, siempre tendrás una cama y comida en mi casa. La verdad es que cada vez estaba más enferma y más débil. Pasaron meses. Intenté no comer en casa, corría a ver a mi hermana, la que murió... no, no le he hablado de ella, me hace sentirme muy mal. Siempre fue la débil de la familia, les irritaba. Se casó a los quince años. Se casó contra la voluntad de mi padre, y él dijo: No pises nunca más mi casa. Su hombre era un inútil y no podía mantenerla. Tuvo tres hijos y mi madre me mandaba a su casa con empanadas o un poco de pan, algo que nadie echara de menos, y yo la veía, tan pálida y débil, los niños hambrientos. Tomaba un mordisquito, para coger fuerzas y daba lo restante a sus hijos. Mi madre murió y en aquella casa ya no hubo comida de ningún tipo. Le dije a mi padre: Mi hermana se está muriendo por falta de comida y de calor. Me dijo: Le advertí que no se casara con él, y fue lo único que dijo. Ella murió y él no asistió al entierro. El marido se llevó al único hijo vivo y nunca más supe nada. Antes de morir ella, iba a su casa, a punto de desmayarme de hambre porque temía comer en casa, y ella se moría de hambre porque no tenía comida, nos hacíamos compañía. Fue una época horrible, horrible... No sé por qué la gente habla de «los buenos tiempos», eran tiempos malos. Excepto para gente como mi padre... —y Maudie siguió hablando de su padre.

—¿Qué pasó con su otra hermana? —le pregunté.

—Se había marchado al casarse, no supimos gran cosa de ella, se mantenía alejada de mi padre, a quien tampoco le gustaba su hombre. En una ocasión la visité y le dije: Polly, nuestra hermana Muriel se muere de hambre y sus hijos con ella, y todo cuanto dijo fue: Bien, no tengo nada que darle. Pero su alacena estaba atiborrada de jamones, pasteles de carne y natillas.

»Después de la muerte de Muriel, ni siquiera tenía un lugar donde pasar un rato, y comía lo mínimo porque sabía que estaba envenenado.
Ella
entraba en mi dormitorio —me habían instalado en la buhardilla, como una criada— con leche y caldo y me decía: Bébetelo, bébetelo, y yo lo echaba en el cubo del agua sucia, y bajaba para vaciarlo, para que no se enterara. Reconocía el sabor del veneno en lo que me daba, sabía que había veneno. En ocasiones recogía el pan que la gente tiraba a los pájaros, pero temía que me vieran. Sabe, éramos gente conocida; nos tenían en una buena opinión, mi padre con sus entradas y salidas, su coche y su vida rumbosa, y
ella
con su pub. Yo era la hija que vivía en casa y la gente me envidiaba por mi buena vida. Pero dormía en una cama estrecha en lo alto de la casa, ni una pizca de calor, nunca un vestido nuevo ni nada mío, sólo los vestidos de ella, que tenía que arreglarme, y con miedo a comer. Bien, una noche todo llegó a su culminación, porque yo estaba en cama, demasiado débil y enferma como para levantarme y ella tenía un vaso de leche azucarada y me dijo: Me quedaré a tu lado hasta que te la bebas. No la quiero, le dije. No la quiero. Pero ella me dijo: Me quedaré sentada a tu lado.

»Llevaba una bata de seda rosa con plumas y volantes de terciopelo gris junto al cuello, y zapatillas de tacones altos de color rosa. Había engordado mucho porque le gustaba comer y beber hasta hartarse, la cara enrojecida y suspiraba y decía: Dios mío, estas escaleras, y Dios mío, hace frío aquí arriba. No obstante, no pensaba que yo debía subir y bajar las escaleras, ni que tenía que vivir en aquel frío. Y sin embargo, había dos dormitorios vacíos en el piso donde tenía el suyo. Luego mi tía Mary me dijo: Naturalmente que no te quieren en su mismo piso; no quieren que te enteres de su conducta. ¿Qué conducta?, le dije, porque no me importaba todo eso, lo odiaba, soy como mi madre. No quería saber nada. Y, además, no estaban casados: ella tenía a su marido en algún hospital, por lo que no podía casarse con mi padre. Ahora cuando lo recuerdo, me digo: la gente era estricta en aquellos tiempos, pero no recuerdo que ella padeciera por vivir con mi padre sin estar casados. Tampoco lo habría advertido: lo único en lo que yo pensaba era en no comer en aquella casa. Aquella noche, finalmente tuve que beberme la leche, a pesar de que el gusto que tenía me daba ganas de vomitar. Fingí estar dormida. Luego fingí que me dormía. Ella bajó pesadamente al piso inferior. Me metí un dedo en la garganta y devolví toda la leche. Acto seguido, metí mi otro vestido en la pequeña bolsa de mi madre y salí de puntillas de la casa.

»Yo no tenía dinero porque él no me daba, nunca, a pesar de que le llevaba la casa, la limpiaba y lo hacía todo. Salí hacia el pueblo donde vivía mi tía. Ahora forma parte de Londres, y nadie creería hoy que aquello era una villa, era pasado Neasden. Llegué allí cuando las calles se llenaban de carros, caballos y ruido. Casi me caía al andar. Llegué a su casa y llamé y llamé y cuando apareció me cogió en brazos cuando iba a caerme. Me dijo que podía quedarme con ella y devolverle el dinero cuando me encontrara lo suficientemente bien como para ganarlo. Escribió a mi padre que Maudie viviría con ella durante un tiempo, así lo escribió. Mi padre no dijo nada de nada, a pesar de que esperé y esperé que diera señales. Durante años pasó por alto mi existencia. Y mi tía me alimentó y me hizo comer. También ella era pobre. No podía darme lo que decía que yo debía tener, leche, vino y alimentos, pero hizo cuanto pudo. Yo estaba tan delgada y era tan pequeña que me ponía a temblar cuando daba algunos pasos, pero mejoré y, luego, tía Mary me metió de aprendiza con una sombrerera en el West End. Consiguió que mi padre le diera el dinero necesario. No sé qué le dijo, pero lo consiguió.

Eran casi las diez cuando llegué a casa. Estaba atiborrada del té fuerte que bebe Maudie y también yo me sentía algo mareada, por lo que no pude comer. Solidaridad, sin duda, con la anorexia, puesto que, supongo, esto era de lo que padeció la pobre Maudie después de morir su madre. He tomado un baño breve pero eficiente y he acabado de escribir esto; imagino que ahora debo irme a la cama. La verdad es que quería consignar lo que he pensado respecto a la oficina.

Le dije a Maudie que no pasaría mañana por la noche, pero que, con toda seguridad, tomaría el té con ella el jueves.

Miércoles.

Joyce no estaba en la oficina y no había ningún mensaje. Nunca había sucedido esto. El ambiente de la oficina es de inquietud, algo tontito, como un colegio cuando reina la incertidumbre. He trabajado con Phyllis durante todo el día, sin decirnos una palabra respecto a cómo comportarnos para calmar la situación. Somos activas y eficientes y así nos comportamos. Trabajaremos con facilidad juntas. Ah, pero ella es
tan joven
, tan joven, tan blanco y negro, una de dos, lo tomas o lo dejas. Su fría boquita dura. Su competente sonrisita dura. Phyllis se ha comprado un piso, nosotros —la empresa— la ayudamos. Vive para su trabajo, ¿quién lo sabría mejor que yo? Se ve de directora de la revi. ¿Por qué no?

Lo escribo y me hago preguntas al respecto.

Ahora escribiré sobre
mi
carrera, porque tengo ideas muy claras al respecto, debido a todas las sorpresas e inquietudes de los últimos días, con Joyce y, luego, por tener que estar alerta y despierta durante todo el tiempo con Phyllis.

Entré directamente en la oficina al salir de la escuela. Nada de universidad, no había dinero; ¡ni era lo bastante buena para la universidad! Ni se presentó siquiera como una posibilidad.

Cuando empecé a trabajar para
Little Women
[1]
–con Joyce bautizamos así aquella fase de la revi, yo era taquígrafa— estaba tan contenta y aliviada al conseguir aquel empleo brillante, dentro del periodismo, que no anhelaba nada superior. Año 1947, aún un ambiente de guerra. Era un producto sin gracia, papel malo, por la guerra: lleno de cómo servirse de pedazos de carne baratos y huevos en polvo. Cómo convertir todo en otra cosa distinta: así lo describió Joyce. Yo, como todo el mundo, estaba harta de todo ello. Cómo anhelábamos todos quitarnos de encima las consecuencias de la guerra, el racionamiento, la tristeza. También entonces la directora era una mujer. Por aquel entonces no me metía a criticar a mis superiores, mis anhelos no iban más allá de ser secretaria del jefe de producción. Ni siquiera pensaba en Nancy Westringham. Allí arriba todo el mundo eran dioses y diosas. Ahora advierto que ella era lo que le convenía a la revi. Estilo a la vieja usanza, como mi madre y mi hermana, competente, sumisa, agradable... lo digo en serio, agradable, amable, y me figuro que nunca hubo un pensamiento original en la vida de ella. Es pura
conjetura:
si hay algo que lamento, es que no estuve lo bastante alerta en aquella fase como para ver lo que sucedía. Naturalmente, por aquel entonces no había aprendido
cómo
ver lo que sucedía: lo que se desarrolla en el interior de una estructura, qué hay que buscar,
cómo funciona
.

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