Diario de una buena vecina (12 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
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En la revi hicieron los cambios adecuados, mejor papel, unos artículos de fondo más brillantes, pero no era suficiente. Se precisaba un director nuevo y debí haberlo visto, tendría que haber estado alerta. No se trataba sólo de saber cómo observar: estaba demasiado embriagada con ser joven, atractiva y llena de éxito. En la escuela, nadie había sugerido que podía tener alguna capacidad y, en todo caso, mis padres nunca me lo dieron a entender. Pero en la oficina, era capaz de hacerlo todo. Muy pronto me convertí en la persona que era capaz de ocupar el puesto de cualquiera que estuviera enfermo o incapacitado. No puedo recordar ninguna satisfacción en la vida que se pueda comparar a ésta: el alivio que procura, la confianza, dedicarme a un trabajo nuevo y saber que lo hacía bien. Estaba enamorada de la inteligencia, de mí misma. Y eso de tener un don para la ropa. Naturalmente, los años cincuenta no fueron exactamente una época delirante por lo que se refiere a ropa, pero incluso así conseguía que todo el mundo se interesara por lo que yo vestía. Mi estilo por aquel entonces era sexy, pero frío y sexy, un poco más allá del límite de la parodia: en esto me anticipé a los años sesenta y la forma en que todos nos reímos ligeramente de los estilos que llevábamos.

Me gustaría saber cómo fue que Boris se convirtió en director. Pero ahora ya es demasiado tarde. Cuando pregunto a los veteranos que todavía trabajan con nosotros, no saben de qué les estoy hablando, porque ellos piensan de otro modo.

En cualquier caso, Boris se convirtió en el director en 1957 y él representaba «la nueva ola». Pero no la personificaba. Por aquel entonces, yo estaba en la posición actual de Phyllis: la muchacha lista de quien todo el mundo espera grandes cosas. La diferencia es que yo no lo sabía. Me gustaba ser buena en todo y no me importaba trabajar horas y horas. Me encantaba todo lo que tenía que hacer. Ya hacía todo tipo de trabajos más allá de lo que me pagaban, más allá de lo que se decía que yo era. Era secretaria de producción. Por aquel entonces ya había empezado a ver lo que de verdad estaba sucediendo. Lo obvio era que Boris no era muy efectivo. Amable, afable, moderno... todo esto, sí. Lo había nombrado el consejo de administración cuando Nancy dimitió; le pidieron que se fuera. Boris tenía el despacho grande que ahora utilizan los fotógrafos, una gran mesa, una secretaria con secretaria y una chica de relaciones públicas. Siempre estaba reunido, al teléfono, en almuerzos, concediendo entrevistas sobre el papel y la función de las revistas femeninas. No había nacido el
Women's Lib
, a pesar de que no lo recordé hasta el momento de escribir esto.

Lo que en realidad sucedía es que los demás hacían su trabajo por él, yo entre ellos.
La estructura formal de la oficina no se correspondía con lo que sucedía
. La revi había mejorado, aunque no demasiado, y el príncipe azul estaba implícito en todo. No pensábamos con demasiada claridad al respecto, pero seguíamos bastante como antes, con mejor papel y algunas fotografías decentes.

En el momento en que llegó Joyce, todos pasamos a ser conscientes de lo que estábamos haciendo exactamente y para quién. Análisis de mercado, informes de expertos: por cierto, tomábamos en cuenta todo ello, pero teníamos nuestras propias ideas. El espinazo y el fundamento de la revi, lo que más nos interesa, es la
información
. El control de natalidad, sexología, salud, problemas sociales en general. Casi todos los artículos que tenemos sobre estos temas habrían sido imposibles en
Little Women
, todo tenía que camuflarse. Esta es la parte de la revi de la que me encargo. Por lo que se refiere a ropa, cocina, vino, decoración, lo que ha cambiado es el nivel de la fotografía. No lo que se dice, la moda es la moda y es la moda y la cocina es la cocina, sino cómo se presenta. Cuando empecé a trabajar, había una gran cantidad de artículos tales como: «Soy viuda: he criado a dos hijas», «Estoy casada con un parapléjico», o «Alice es ciega pero dirige una escuela de administración». Todo esto ha desaparecido: ¡demasiado pedestre!
Lilith
salió deliberadamente a dar un paso hacia adelante en el mundo y conseguimos que así fuera.

He dicho que cuando entró Joyce, a mitad de los años sesenta, me cambió: cambió a todo el mundo. Lo que ahora me interesa es que el cambio tuvo lugar
contra
la estructura aparente. Era jefa de producción y yo su ayudante. Estábamos juntas en la oficina actual. Eramos nosotras las que dirigíamos la revi. Nos resultaba obvio que la dirigíamos, pero Boris no caía en la cuenta. Joyce solía decir que en su empleo anterior hacía todo el trabajo de su jefe, a quien debía permitírsele pensar que era él quien lo hacía. Por lo tanto, nada había cambiado para ella. Lejos de tomarlo a mal, nos preocupaba que la gente lo advirtiera. Naturalmente, lo advirtieron. Ahora nos preguntamos por qué pensábamos que no lo advertirían. El caso era que nos encantaba el trabajo, nos encantaba transformar la revi. Asistíamos a los consejos de redacción, una vez cada quince días, nos sentábamos silenciosamente, a un lado, con Boris en la cabecera de la mesa, y los representantes del consejo de administración al otro extremo y casi nunca abríamos la boca. Solía dar instrucciones a Boris sobre lo que tenía que decir.

La estructura real durante aquella época era que Joyce y yo lo dirigíamos todo, con los fotógrafos que adquirían mayor prominencia. Porque fue en los años sesenta cuando la alcanzaron. Todas las decisiones se tomaban en nuestra oficina, siempre llena de gente. De repente —y Joyce sólo llevaba un par de años allí— la nombraron directora y le dieron total libertad. Nueva presentación, nuevo todo. Fue lista: muchas revis que eran demasiado estilo «alegres años sesenta» mordieron el polvo, pero la forma que Joyce creó —que nosotras creamos— sobrevive.

Casi al mismo tiempo la estructura real pasó a ser la misma que la formal, la estructura oficial. Cuando Boris se fue, su inmensa y
muerta
oficina se transformó en la de los fotógrafos y cobró vida de inmediato; el despacho que habíamos utilizado con Joyce pasó a ser el despacho de la directora. Entonces caí en la cuenta de cuánto esfuerzo y tensión nerviosa se había invertido en todo cuando lo que realmente tenía lugar no concordaba con la organización formal. Ahora, si miro el resto de oficinas, otras ocupaciones, veo lo muy a menudo que se dan discordancias.

¿Qué ha crecido dentro de
esta
estructura, cuál es el futuro? ¡Ahora sé que no se trata de Joyce
y yo
! Me pregunto, ¿acaso es Phyllis y yo? ¿Qué es lo que no veo porque estoy demasiado comprometida con lo que pasa
ahora
? Me parece como si las cosas cambiaran de repente, de la noche a la mañana, o así parece; pero el cambio ha venido creciendo en el interior. No puedo ver ningún cambio interno y, no obstante, pienso mucho en ello.

Todo cuanto puedo ver es que hay mucho menos dinero para gastar y, en consecuencia, nuestra presentación brillante, incluso atrevida, nuestra fórmula, deberá desaparecer y ser suplantada por algo más sobrio y más concreto.

Concreto
¿en qué?
¡Si pudiera adivinarlo! No siento ningún placer ni quiero formar parte de ello, cuando pienso que, tal vez, nos encontraremos «haciendo que todo se convierta en otra cosa distinta». Ropas que duren —bien, esto ya ha empezado—, la carne como un lujo en vez de una comida corriente, la compra de joyas como una inversión... el penúltimo número publicó recetas de la época de la guerra, como una broma, pero para quienes éramos jóvenes durante la guerra y recién acabada ésta, no fue una broma. Oía que las mecanógrafas se reían, Phyllis bromeaba con hacer cundir la carne a base de albóndigas de carne picada. Podría escribir un artículo de fondo sobre la comida que Maudie recuerda. Supongo que las mecanógrafas se partirían de risa si pudieran oír a Maudie explicando cómo, cuando era niña, la madre de una familia preparaba un gran budín para «saciarlos» antes del plato de carne, por lo que se conformaban con un pedacito de carne y, luego, después de la carne, otro budín, con mermelada. Cuando pienso en la guerra, en aquellas simulaciones y sucedáneos, el triste triste triste tedio de todo ello, ah, no puedo volver a enfrentarme a esto, no puedo, no puedo...; pero hasta el momento nadie ha dicho que debamos hacerlo.

Me casé en 1963. Fue poco antes de que entrara Joyce. He escrito toda esta historia y sólo ahora he pensado en mencionar que me casé.

Una semana desde la última vez... no, no, ya diez días.

Tal como se lo prometí, fui a casa de Maudie, a pesar de que estaba desesperada de trabajo. No estuve mucho tiempo, entré y salí. Luego, a la oficina: Joyce no estaba allí, ni tampoco había ningún mensaje. Con Phyllis nos apañamos. Todo el mundo se apaña. Ambiente melancólico, por los buenos tiempos perdidos. Ella creó
Lilith
, pero si no viene a trabajar, varios días seguidos, las aguas se tragarán a Joyce. Apenas si se la menciona. Pero ciertamente se piensa en ella, yo por lo menos. Yo, ¡yo! He rabiado de dolor. Me sentía inquieta, avergonzada, pensando: Freddie se muere, mi madre se muere, apenas una lágrima, sólo un vacío frío, pero Joyce se escurre de mi vida y me acongojo. En un principio pensé, miradme, soy una malvada, pero luego supe que al permitirme llorar por Joyce, he admitido... el llanto, el dolor. Me he despertado por las mañanas bañada en lágrimas. Por Freddie, por mi madre, por Dios sabe quién más.

Pero no tengo tiempo para ello. Trabajo como un diablo. Mientras tanto, estoy rabiando de dolor. No creo que esto sea necesariamente un paso adelante en la madurez. Hay mucho que decir a favor de un corazón helado.

Cuando volví a casa de Maudie la encontré furiosa y fría. ¿Conmigo? No, se trataba de aquella «irlandesa» del piso de arriba, que había conectado de nuevo la nevera para «insultarla». Acababa de volver de un ambiente en el cual se afrontan los problemas, no se murmuran ni se hacen tonterías, por lo que le dije:

—Subiré para hablar con ella —y subí, con Maudie que me gritaba:

—¿Por qué se mete?

Llamé a la puerta del piso de arriba, en la planta baja. Un muchacho flaco y pecoso me abrió y vi a una alta muchacha irlandesa de cansados ojos azules y tres niños más, escuálidos y pecosos, mirando la televisión. La nevera es un aparato inmenso, probablemente comprado en la tienda de segunda mano de la calle, y se puso en funcionamiento cuando yo estaba allí, con un chirrido atronador que sacudió todo el piso. No podía decirle: Por favor, venda la nevera. Ahí estaba la pobreza, se veía. Quiero decir la pobreza de mil novecientos setenta. Al conocer a Maudie mi criterio ha cambiado. Todo barato pero, naturalmente, los niños adecuadamente alimentados y con ropa limpia.

Le dije que la señora Fowler parecía enferma, ¿la habían visto?

En la cara de la muchacha apareció aquella mirada que parece que ahora veo por doquier, una indiferencia decidida, una evasión:

—Ah, bien, pero si nunca pide nada, ni lo ofrece, ya he dejado de preocuparme.

Durante todo el tiempo, ella estaba a la escucha... y de hecho entró el marido, un irlandés bajito y explosivo, muy borracho. Los niños intercambiaron amplias miradas y desaparecieron en la habitación interior. Estaban asustados y también lo estaba ella. Observé que tenía moretones en los antebrazos.

Les di las gracias y me fui; oí voces airadas antes de cerrar la puerta. En el piso de abajo me senté frente a aquella furiosa ancianita, con la blanca cara desviada y le dije:

—He visto la nevera. ¿Ha tenido una nevera? Es muy vieja y ruidosa.

—¿Pero por qué la pone en.funcionamiento a la una de la madrugada e, incluso, a las tres o a las cuatro, cuando intento descansar?

Se lo expliqué. Razonable. Había pensado mucho en Maudie. La aprecio. La respeto, por lo que no voy a insultarla hablándole como a una niña... esto ya lo tenía decidido. Pero aquella noche, frente a ella sentada en una especie de temblor decente, me encontré dulcificando las cosas.

—Muy bien, si es como usted dice, ¿por qué tiene que ponerla encima mismo de donde yo duermo?

—Probablemente tiene que estar en un punto con enchufe eléctrico.

—¿Qué hay de mi sueño?

Sentadas allí, la nevera se puso en funcionamiento, exactamente encima de nuestras cabezas. Temblaron las paredes, el techo, pero no era insoportable. Por lo menos, yo podría haber dormido con aquello.

Maudie estaba sentada allí y me miraba, en parte, triunfante: ves, lo oyes ahora, ¡no exagero!, y, en parte, curiosa: siente curiosidad por mí, no puede entenderme.

Estaba decidida a explicarle lo que pasaba en la oficina, pero resultaba difícil.

—Debe de ser una abeja reina allí —observó.

—Soy la ayudante de la directora —le dije.

No se trataba de que no lo comprendiera, pero debía rechazarlo, a mí, a la situación. No me miraba, y luego, se pasó una mano por la cara para protegerla de mi mirada.

—Ah, bien, entonces no querrá venir aquí conmigo, ¿no? —dijo finalmente.

—Sólo que esta semana es muy difícil. Pero pasaré mañana si lo desea —le dije.

Se encogió de hombros de una forma bastante violenta y afligida. Antes de irme eché un vistazo a la cocina; baja en provisiones. Le dije:

—Mañana le traeré cosas, lo que precise.

Al cabo de un largo silencio, que creí no rompería nunca, me dijo:

—El tiempo es malo, si no iría yo misma. Lo de siempre... comida para el gato, y me apetecería un poco de pescado...

El hecho de que no completara la lista significaba que me aceptaba, confiaba en mí, de alguna manera. Pero cuando me fui, observé la mirada en blanco clavada en mí, con una cierta desesperación, como si la hubiera traicionado.

En la oficina al día siguiente ni rastro de Joyce, por lo que la llamé a casa. Contestó su hijo. Comedido. Cuidadoso. No, está en la cocina, está ocupada.

Joyce nunca había estado «ocupada». Yo estaba
tan
furiosa. Me quedé pensando, puedo ir a casa de Maudie Fowler y ayudarla, pero no a Joyce, mi amiga. Mientras, Phyllis estaba respondiendo las cartas. No desde la mesa de Joyce, sino desde una silla junto a la mesa de las secretarias. Un diez por el tacto. Le dije:

—Esto es una locura. Voy a ver a Joyce ahora. Ocúpate de todo —y me fui.

He estado en casa de Joyce un centenar de veces, siempre, sin embargo, invitada, esperada. Abrió la puerta el hijo, Philip. Al verme empezó a tartamudear:

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