Diario de una buena vecina (17 page)

BOOK: Diario de una buena vecina
8.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Más tarde. ¿Cuánto tiempo? Lo he olvidado. Algunos días.

Joyce me ha dicho hoy que le ha dicho a Jack: Tu problema es que quieres llevarte contigo esta situación a Estados Unidos. Hogar, hijos, esposa que te consuela y comprende... y amiguita también, en otro lugar. No puedes elegir. Por esta razón estás tan mal.

Y él le dijo que era una mujer fría y sin corazón.

Faltan cuatro meses para su partida. A los de allí debería ya decirles si hay una esposa o no hay una esposa, hijos o no.

—Quizás al final vaya solo —musité, olvidando que no debía irritarla.

Volvió la cabeza de la manera rápida y sorprendida que tiene ahora, se inclinó frunciendo el entrecejo, mirándome. Mi vieja amiga Joyce está a miles de kilómetros, en algún infierno, y me mira como diciendo, ¿qué farfulla esta idiota?

—¡Solo! —dijo, con una rápida voz de directora de escuela.

—¿Por qué no?

—Te falta un tornillo, siempre lo he dicho —dice, fríamente, despreciativa.

—O quizá te falte a ti.

Le he hablado de Maudie Fowler, que ha vivido sola durante unos sesenta años. Joyce se levantó mientras yo hablaba, recogió su bolso, su maletín y las cosas de su mesa.

—¿Cómo la conociste?

Se lo conté. Joyce escuchó.

—Sentimiento de culpabilidad —me dijo finalmente— Sentimiento de culpabilidad. Si dejas que se apodere de ti; éste es tu problema.

Se dirigía a la puerta. Le dije:

—Joyce, quiero hablarte de esto, bien, de verdad lo quiero. Quiero hablarte de esto.

—Bien, pero ahora no —me dijo.

Verano. No porque me entere demasiado.

¿Cuándo enfermó Joyce? Debe de haber pasado ya un mes. La verdad es que fue un alivio para todos, porque hizo que la verdad se hiciera oficial. He corrido de un lugar para otro de la mañana a la noche. En el hospital esta escena: el marido de Joyce, los dos hijos, la ex amante, su novio actual. Joyce en la cama, mirándolos desde este infierno que habita ahora, sonriendo cuando lo recuerda. Ahora él quiere que ella lo acompañe a Norteamérica, pero ella dice que no tiene la energía suficiente como para pensar en eso. Naturalmente, irá.

Por todo ello, no me quedo mucho rato en casa de Maudie a pesar de que no he faltado un solo día. Comprende la razón, se lo he contado. Pero lo que
siente
es que la abandono. Llego, intento no mirar el reloj y ella sólo recuerda cosas desagradables. Le digo:

—Cuénteme lo del día en que fueron al Heath con Johnnie y encontraron moras e hizo un pastel con ellas —pero suspira, está sentada rozando con sus viejos dedos su (sucia) falda. Luego me cuenta que...

Su hermana, Polly, que ha tenido siete hijos, siempre llamaba a Maudie para que la cuidara, a cada parto. A Maudie siempre le encantaba, incluso dejaba un empleo si lo tenía y se trasladaba a casa de su hermana, cuidaba de todo durante semanas; en más de una ocasión, meses. Luego, dice Maudie, siempre era lo mismo, la hermana sentía celos, porque Maudie quería a los niños y ellos a ella. Encontraba una excusa para decir: Haces que mis hijos estén contra mí, persigues a mi marido. ¿Sería posible?, dice Maudie, aquel ser indeseable gruñía por la comida que yo me comía mientras trabajaba como una esclava. Él me decía, si me servía un poco de carne en mi plato, Tendremos que comprar más buey para el domingo, mientras Maudie nos honre con su presencia. Mientras, yo trabajaba ocho horas diarias para ellos. Entre los partos, Maudie no tenía noticias de su hermana, pero no le preocupaba: llegaría otro hijo, lo sabía, porque él tenía que tener lo que tenía que tener.

Ahora Maudie habla mucho del sexo, y veo que ha sido algo enorme y terrible, que nunca había comprendido o había dejado de atormentarla. Dice que su marido, cuando la trataba como a una reina, saltaba encima de ella como un tigre, como una bestia salvaje. Dice que no puede comprenderlo, un momento como tórtolos y, al siguiente, te clavan el zarpazo. Su marido había ido de una a otra mujer, y ella lo ha meditado durante toda su vida:
¿por qué?
Porque Maudie sólo se ha acostado con un hombre, su horrible marido. Sabe que hay mujeres a quienes les gusta y me mira mientras habla, con cierto pudor y timidez, porque me puedo ofender si sé que se pregunta si soy «así».

No obstante, ha tenido otras experiencias. En el piso de arriba, durante unos años, vivió una mujer que se hizo amiga suya y a esta mujer «le gustaba». Solía contarle a Maudie que esperaba durante todo el día para que llegara la noche, puesto que empezaba una vida distinta de noche, que era su vida verdadera. Maudie me dijo:

—Me contó que cuando acababan con todo aquello, tenía que tenderse pegada a su espalda, para tener entre sus manos la cosa mientras dormían... Aquella
cosa
... –exclama Maudie casi llorando de asco, sorpresa e incredulidad—. Sí, lo hacía por respeto, me dijo. —Y Maudie está allí, sorprendida, después de treinta o cuarenta años de pensar en ello. De repente:– Yo no les daría demasiadas satisfacciones, ¡es el palo con el que te pegan!

Luego me reí (yo no me sentía cómoda, con mis propios pensamientos, porque resumiéndolos, no importa que tuviéramos una vida sexual tan extraordinaria, con Freddie), y ella dijo:

—He estado mirando su cara. Puedo ver que piensa de manera distinta. No puedo remediarlo. Y ahora constantemente los periódicos, las revistas, la tele, sexo, sexo, sexo, a veces pienso, ¿estaré loca?, ¿estarán
ellos
locos?

Yo me río y me río. También ella ríe. Pero es una risa descontrolada e infeliz, no es su risa de muchacha que me gusta tanto.

¿Tanto poder tiene...?, porque Maudie, cuando habla de su horrible marido, incluso ahora, lo llama Mi hombre. Lo ha visto una media docena de veces en medio siglo. Un día, llaman a la puerta, y allí estaba su marido. Pero era un hombre joven que le dijo: ¿Mamá? Soy tu hijo Johnnie. Bien, pasa, dijo ella.

—Lo había apartado de mi pensamiento, ve. Había enfermado de añoranza. Tuve que ir al médico en una ocasión, me dijo: Señora Fowler, debe encontrar a su hijo o debe apartarlo de su pensamiento. ¿Cómo podía encontrarlo? ¡Podía estar en Norteamérica o en Tombuctú! Poco a poco lo olvidé. Y cuando estuvo aquí —soy tu hijo Johnnie, me dijo— nos hicimos amigos, porque nos gustamos. Luego vino la guerra. Se portó bien en la guerra, era mecánico y se casó con una muchacha italiana, pero no resultó, ella se fugó con otro y ¿sabe qué soñé anteanoche? Oh, fue un sueño doloroso, tan bajo y mezquino. Soñé que había un bonito cerezo, como el cerezo que teníamos ahí fuera antes de que lo derribara una gran tormenta. Grandes cerezas negras, suaves, bonitas y brillantes. Estaba a un lado del árbol y el pobre Johnnie en el otro, e intentábamos subir y coger cerezas, lo intentábamos una y otra vez, pero no importaba lo mucho que bajáramos las ramas, subían y las cerezas no estaban al alcance de la mano... Y allí estábamos, Johnnie y yo, y llorábamos.

Mucho después de que Johnnie fuera un hombre hecho y derecho y se hubiera ido a Norteamérica, donde se esfumó, y cuarenta años después de que Laurie la hubiera abandonado, después de robarle el hijo, Maudie escribió una carta a su marido, pidiéndole una entrevista. Se encontraron en un banco de Regent's Park.

—Bien, ¿qué quieres? —le dijo él.

—Estaba pensando que podríamos hacer un hogar para Johnnie —le dijo. Explicó que podían encontrar una casa, porque sabía que él siempre tenía dinero, comprando y vendiendo, y arreglarla y luego poner un anuncio en el periódico en Norteamérica.

—Porque Johnnie nunca ha tenido un hogar agradable —le explicó a su marido.

—¿Qué dijo él?

—Me invitó a una cena de pescado y no lo vi en cinco años.

Un maravilloso día cálido y azul.

Le dije a Phyllis, «Encárgate del trabajo» y salí a toda prisa de la oficina, al cuerno con ella. Fui a casa de Maudie y cuando abrió la puerta, lenta, lentamente, molesta, le dije:

—La voy a llevar al parque y la invito a comer.

Me miró
furiosa
.

—Oh, no.

—Querida Maudie,
no, por favor
, no se enfurezca, sólo venga —le dije.

—Pero, ¿cómo? —dice— ¡Míreme!

Y mira al cielo. Está tan azul y bonito, dice:

—Pero... pero... pero...

De repente sonríe. Se viste su grueso abrigo de escarabajo y su sombrero de verano, de paja negra, y nos dirigimos al Rose Garden Restaurant. Encuentro una mesa alejada del paso de la gente, con rosales tras ella y lleno una bandeja de pasteles de crema y pasamos la tarde allí. Comió y comió, a su manera lenta, apasionada, que quiere decir: ¡Voy a meterme esto dentro mientras pueda!... y luego se limitó a permanecer sentada y a mirar y mirar. Sonreía, estaba encantada. Oh, pequeños, pequeños, repitió, pequeños... a los gorriones, a las rosas, a un niño en su cochecito cerca de ella. Pude advertir que ella estaba fuera de sí con un placer feroz, casi rabioso, este mundo cálido de luz era como un espléndido regalo. Porque lo había olvidado, en aquel triste sótano, en aquellas tristes calles.

Me preocupaba que fuera excesivo para ella dentro de aquel grueso caparazón negro, porque hacía mucho calor y había mucho ruido. Pero ella no quería irse. Se quedó allí hasta que cerraron.

Y cuando la acompañé a casa iba cantando ensoñadoramente, la acompañé hasta la puerta y me dijo:

—No, déjeme, déjeme, quiero estar sola y pensar en esto. Ah, tengo que pensar en tantas cosas maravillosas.

Lo que me sorprendió, al verla a plena luz del día, fue su color amarillo. Unos ojos azules brillantes en una cara que parece pintada de amarillo.

Tres días después.

Otra espléndida tarde. Fui a ver a Maudie, le dije:

—Vamos al parque.

—No, no, vaya sola —me dijo irritada.

—Ah, vamos —le dije—, ya sabe que le gusta cuando estamos allí.

Se quedó cogida al pomo de la puerta, abatida, molesta, desencajada. Luego me dijo:

—Oh, no, terrible, terrible, terrible —y me dio con la puerta en las narices.

Yo estaba
furiosa
. Había pensado, mientras me dirigía a su casa en coche, cómo estaba en el jardín de las rosas, canturreando de alegría. Volví a la oficina, furiosa. Trabajé hasta muy tarde. No pasé por casa de Maudie. Me sentí culpable, chapoteando en el agua caliente que me dejaba nueva: la seguía viendo allí, plantada, aguantándose, oía el murmullo, Terrible, terrible...

Ha pasado una semana, han vuelto el frío y la tristeza. ¿Final del verano? Maudie me parece, quizá, ¿muy enferma?... ¡Sé tan poco de los viejos! Por cuanto sé, ¡todo esto es normal! Sigo postergando el momento de pensar en ella, porque estoy tan atareada, atareada, atareada. Corro hacia ella, a cualquier hora, le digo: Lo siento, Maudie, tengo tanto trabajo. Ayer por la noche llegué tarde y me quedé dormida en la silla. Esta mañana llamé a la oficina para decir que no me sentía bien. En todos estos años me he encontrado mal un par de veces y nunca he faltado.

—Muy bien, me ocuparé de todo —me dijo Phyllis.

Un día de Maudie.

Se despierta con un peso negro que la ahoga, no puede respirar, no se puede mover. Me han enterrado viva, piensa, y lucha. El peso cambia de posición. Ah, es el gato, es mi pequeño, piensa, y tiene náuseas. El peso cambia de posición, oye un ruido sordo cuando el gato salta al suelo. ¿Pequeño?, pregunta, porque no esta segura, está tan oscuro y sus extremidades están tan agarrotadas. Oye al gato moverse y sabe que está viva. Y caliente... y en la cama... Ah, ah, dice en voz alta, debo ir al retrete o volveré a mojar la cama. ¡Pánico! ¿La habré mojado? Examina la cama con una mano. Murmura, Horrible, horrible, horrible, horrible, al recordar cómo, hace unos días, mojó la cama y los problemas y dificultades para que todo se secara.

Pero es como si su mano hubiera desaparecido, no la siente. Abre y cierra su mano izquierda, para saber que
tiene
manos, espera que el hormigueo empiece en la derecha. Tarda un rato y luego ella saca la mano derecha medio dormida de debajo de la ropa y utiliza la izquierda para un masaje que la despierte. Aún no sabe si ha mojado la cama. Casi se hunde de espaldas en la obscura cama, obscuro sueño, pero sus tripas se mueven y huele un olor desagradable. Oh, no, no, no, lloriquea, sentada en la obscuridad. No, horrible, porque cree que se ha cagado en la cama. Al fin, con mucho esfuerzo y dificultad, salta de la cama, se queda junto a ella, tocando dentro para ver lo que hay. No está segura. Se da vuelta, con cuidado, intenta encontrar el interruptor de la luz. Tiene una linterna junto a la cama, pero se ha quedado sin pilas, quería pedirle a Janna que le comprara otras, y se olvidó. Piensa, seguramente se le ocurrirá a Janna comprarlas, ¡sabe lo mucho que yo necesito la linterna! Encuentra el interruptor, ahí está la luz... y con ansiedad examina la cama, que está seca. Pero debe ir al retrete. No utiliza nunca el orinal, sólo para un pipí— Tiene que salir al retrete, fuera. Pero siente unas estocadas de humedad caliente en el vientre y se acerca hasta el orinal, con el tiempo justo. Se sienta allí, se balancea, se lamenta. Terrible, terrible, porque tendrá que sacar el recipiente y se siente tan baja de defensas y tan mal.

Se queda sentada mucho rato, demasiado cansada como para levantarse. Incluso duerme un poquito. Tiene el trasero insensible. Se levanta, busca el papel. No hay papel higiénico, porque aquí dentro no lo usa. No puede encontrar nada para usar... Al fin, con dificultad llega hasta el armario, el trasero totalmente húmedo y repugnante, encuentra unas viejas enaguas, rasga un pedazo, lo utiliza para limpiarse y cierra con la tapadera para evitar el olor... peor aún, porque mientras lo hace deja escapar una mirada llena de temor, se niega a pensar que algo va mal en sus tripas. Terrible, musita, refiriéndose a la materia que evacúan sus intestinos en estos días, y corre de nuevo las cortinas de la ventana.

Hay luz en la calle. Pero estamos en verano y podría ser aún medianoche. No puede soportar la idea de las dificultades de volver a meterse en la cama y, luego, salir de nuevo. Su pequeño reloj está con la cara vuelta, no quiere atravesar la habitación para verlo. Se coloca un viejo chal en los hombros y se acurruca en la silla junto al fuego apagado. Aún no hay pájaros, piensa: ¿acaso el coro del alba llegó y se fue o lo estoy esperando? Recuerda cuando era niña, se quedaba en cama con sus hermanas en la casita de campo de aquella anciana, en verano, y despertaba por la estridencia del coro del alba y se dormía de nuevo, pensando en el magnífico día cálido que le esperaba, un día que no tenía fin, todo juegos, diversiones y abundantes comidas sabrosas.

Other books

Quarantined Planet by John Allen Pace
Viper by Jessica Coulter Smith
Harmony by Carolyn Parkhurst
Pride by Blevins, Candace
Kill Me Again by Maggie Shayne
Yelmos de hierro by Douglas Niles
Three by William C. Oelfke
Strangers in the Desert by Lynn Raye Harris