Read Diario de una buena vecina Online
Authors: Doris Lessing
Después se jubiló y, a veces, hacía trabajitos suplementarios.
La Maudie que se ha consumido hasta estar seca como un palo era aquella mujer llena de discernimiento, crítica, de expresión comedida y fría.
Con Maudie nos chillábamos mutuamente, como si fuéramos de la familia, me decía:
—Entonces, váyase, váyase pero no dejaré entrar a las de la Asistencia Social.
Y yo le chillaba:
—Maudie, es imposible, es horrible, no sé qué vamos a hacer con usted.
Pero en una ocasión, estallé en carcajadas, me pareció tan ridículo, ella allí, desnuda de pelo a pelo, escupiéndome su rabia y yo sacándole la mierda mientras le decía:
—¿Y qué pasa con sus orejas?
Se quedó en silencio, temblaba:
—
¿Por qué se ríe de mí?
—No lo hago, me río de nosotras. Mírenos, ¡chillándonos mutuamente!
Retrocedió para salir de la jofaina, me miró, con una súplica llena de rabia.
La envolví con la toalla de baño de mi casa, una nube rosada por toalla y empecé a secarla suavemente.
Las lágrimas se abrían paso por sus arrugas...
—Vamos, Maudie, por el amor de Dios, riamos, mejor que llorar.
—Es terrible, terrible, terrible —musitó, mirando delante de ella, los ojos abiertos y brillantes. Temblaba, se estremecía...—. Es terrible, terrible.
Estas tres últimas semanas he tirado las bragas que le compré, sucias y asquerosas, le compré otra docena y le he enseñado a rellenarlas de algodón cuando se las pone.
Por lo tanto, ha vuelto a los pañales.
Terrible, terrible, terrible
...
Finales de agosto.
Estoy en cama escribiendo esto con el diario apoyado en mi pecho. Exactamente después de escribir el último
terrible
, me desperté en la noche y era como si en la parte baja de la espalda me hubieran clavado una barra de metal. No podía moverme de cintura para abajo, tan fuerte era el dolor.
Era de noche, por la ventana se veía una luz mortecina y cuando intenté volverme de espaldas grité. Después de esto, me quedé inmóvil.
Echada, pensaba. Sabía lo que era, lumbago: Freddie lo padeció en una ocasión y supe qué debía esperar. No lo cuidé, naturalmente, contratamos a una persona y mientras yo alejaba el problema, o lo intentaba, sabía que su dolor era muy fuerte, porque no se pudo mover en una semana.
No he estado enferma desde las enfermedades infantiles, como el sarampión.
Nunca he estado realmente enferma
. Lo máximo un resfriado, garganta irritada y nunca lo tomé en cuenta.
A lo que debo resignarme es al hecho de que no tengo amigas. No puedo llamar a nadie y decir: Por favor, ayúdame, necesito ayuda.
En otro tiempo, era Joyce: pero una mujer con hijos, un marido, un empleo y una casa... Estoy segura de que nunca le habría dicho: Por favor, ven a cuidarme. Claro que no. No podía llamar a mi hermana: hijos, casa, marido, buenas obras y, en cualquier caso, no me aprecia. Phyllis: seguía pensando en Phyllis y me preguntaba por qué yo era tan reacia, pensaba que algo andaba mal en mí para no querer pedírselo, porque es una persona agradable y buena, en verdad lo es... Pero cuando pensé en Vera Rogers, entonces supe que Vera Rogers es de las personas que conozco a la que podría decirle: Por favor, ven a ayudarme. Pero tiene un marido, hijos y un empleo, y lo último que desea es un «caso» suplementario.
Conseguí, al cabo de una hora de movimientos y esfuerzos dolorosos, alcanzar el teléfono de la mesilla de noche y ponérmelo encima del pecho. El listín no estaba a mano, depositado en el suelo, no lo alcanzaba. Llamé a Información conseguí el número de mis médicos, conseguí su teléfono nocturno, dejé un mensaje. Mientras, lo organizaba mentalmente todo. La persona a la que le encantaría cuidarme —
por fin
— era la señora Penny. Por encima de mi cadáver. Estoy dispuesta a admitir que soy una neurótica, cualquier cosa, pero no la dejaré pasar,
no lo haré
...
Hubiera preferido un médico particular, pero Freddie fue siempre algo socialista y quería la Seguridad Social. A mi no me importaba porque nunca me enfermaba. No esperaba con entusiasmo la visita del médico, pero no estuvo mal. Joven, bastante inquieto, indeciso. Probablemente, su primer empleo.
Fue a buscar la llave al piso de abajo, despertando a la señora M., pero la mujer se portó bien. El médico entró solo, llegó a mi dormitorio:
—Bien, ¿qué le pasa?
Le dije que se trataba de lumbago y lo que quería: tenía que buscarme una enfermera, dos veces al día, necesitaba una bacinilla de cama, una botella de agua caliente... se lo dije con exactitud.
Se sentó al extremo de mi cama, me miró, sonrió un poco. Me preguntaba si estaría viendo: ¿una anciana, una mujer entrada en años o una mujer madura? Ahora sé que lo que uno ve depende totalmente de la edad de la otra persona.
—Por cuanto me dice, me parece que lo mejor será auscultarla —dijo y se agachó, apartó la ropa que tenía cogida debajo de mi mentón y, después de un par de golpecitos y empujones, a los que no pude dejar de responder con quejidos, me dijo—: Sí, es lumbago y como sabe muy bien no hay nada que hacer, se curará solo con el tiempo. ¿Quiere calmantes?
—Naturalmente —le dije—, y lo antes posible, no puedo aguantarlo.
Me dio lo suficiente para ir tirando. Escribió una receta y luego me dijo que le parecía improbable conseguir una enfermera antes de la noche, ¿qué me proponía hacer mientras tanto? Le dije que si no meaba pronto, mojaría la cama. Lo pensó y luego se ofreció a sondarme. Lo hizo... con rapidez, sin dolor. Tuvo que traer un pote de cocina, naturalmente no tengo orinal, y puesto que la orina parecía un río sin fin, corrió a la cocina y buscó frenéticamente algo, volvió con un tazón de la batidora, en el que colocó la extremidad del tubo. En el momento preciso. «Cielos», dijo, admirando los litros de orina.
—¿Cómo se las arreglará —preguntó— si no hay una enfermera? ¿No hay alguna vecina? ¿Alguien de este rellano?
—No —dije. Advertí en su cara la mirada que he visto en, por ejemplo, la de Vera, y que he sentido en la mía: tolerancia para la excentricidad, la memez inevitables.
—La podría ingresar en el hospital...
—No, no, no —me quejé, como Maudie.
—Ah, muy bien.
Se fue, rápido, cansado, profesional. No dirías que es un médico, podría ser un contable o un técnico. En otro tiempo no me hubiera gustado, habría querido un trato de enferma y de autoridad, pero ahora sí comprendo la opinión de Freddie.
—Usted era enfermera, ¿verdad? —me dijo desde la puerta.
Esto hizo que me riera y le dije:
—Oh, no me haga reír, me moriré.
Pero si él puede decir
esto
, es a Maudie a quien debo agradecérselo.
¿Qué pensaría Freddie de mí ahora?
Hacia las diez llegó una enfermera y establecimos una rutina... teniendo en cuenta las necesidades del animal. El animal debe liberarse de x litros de líquido y media libra de mierda; el animal debe ingerir tanto líquido, tanta celulosa y tantas calorías. Durante dos semanas, yo fui exactamente como Maudie, exactamente como todos aquellos ancianos, con ansia, con obsesión, preguntándome, voy a resistir, no, no tomo una taza de té, la enfermera puede que no venga, puede que yo moje la cama... Al final de las dos semanas, cuando ya podía prescindir de las bacinillas (dos al día) y podía arrastrarme hasta el lavabo, supe que lo que había experimentado, y totalmente durante dos semanas, era la misma indefensión de ellos. Me decía, como Maudie: Bien, no he mojado nunca la cama, esto es algo.
Visitas: Vera Rogers, al primer día, porque la llamé para decirle que tenía que conseguir a alguien para Maudie. La miraba desde mi posición totalmente plana, mi espalda con espasmos; veía su carita amable, agradable, llena de humor, su ropa algo arrugada, sus manos... algo mugrientas, pero se había ocupado de una ancianita irlandesa que no quería ir al hospital, a pesar de tener gripe.
Le dije que pensaba que había algo más grave en Maudie que la incontinencia, me vi contándole lo relativo a la viscosidad y peste de sus excrementos. Y le dije que de nada servía esperar que Maudie ingresara en el hospital, prefería morir.
—Pues —dijo Vera— eso será probablemente lo que hará.
Vi que estaba nerviosa por haberlo dicho: se quedó mirándome la cara. Preparó té para las dos, a pesar de que yo sólo me atreví a tomarme un sorbo, y hablamos.
Ella
habló. Pude ver que con tacto. Pronto comprendí que me advertía respecto a algo. Habló de la cantidad de ancianos que cuida y que se mueren de cáncer... Es una epidemia, dijo, o así lo parece. Al fin le dije:
—¿Cree que Maudie tiene cáncer?
—No puedo decirlo, no soy médico. Pero está tan delgada, es puro hueso. Y a veces se ve tan amarilla. Tengo que hacer que un médico la visite. Debo hacerlo, para protegerme, sabe. Siempre nos atacan, por negligencia o algo por el estilo. Si no debiera considerar esto, la dejaría sola. Pero no quiero verme de repente en la prensa: «Asistente social deja que una anciana de noventa años muera sola de cáncer.»
—¿Tal vez podría intentar de nuevo que la viera una enfermera, y la lavara? ¿Podría intentarlo con la ayuda domiciliaria?
—Si nos deja pasar —dice Vera. Y ríe: Hay que reírse o uno enloquecería. Son ellos mismos sus peores enemigos.
—Y debe decirle que yo estoy enferma, y por esta razón no puedo ir.
—¿Se da cuenta de que no lo creerá, pensará que es una conspiración? –dice Vera.
—Oh, no —me quejo, porque no puedo dejar de quejarme, el dolor es tan penoso (
terrible, terrible, terrible
)—, por favor, Vera, intente metérselo en la cabeza...
Y aquí estoy, con el espinazo agarrotado, la espalda como un hierro y mis sudores y quejidos, mientras Vera me cuenta que «ellos» son unos paranoicos, en cierto aspecto, siempre sospechan conspiraciones y siempre se ponen contra los más cercanos y más queridos. Puesto que soy la persona más cercana a Maudie, según parece, puedo esperarlo.
—Usted la aprecia mucho —anunció Vera—. Lo puedo comprender, tiene algo. Algunos lo tienen, incluso en su peor momento se puede advertir. Otros, claro... —y suspiró, un verdadero suspiro humano, nada profesional. He visto a Vera Rogers, volando por el asfalto entre un «caso» y el siguiente, las manos llenas de expedientes y papeles, preocupada, frunciendo el entrecejo, acosada y, luego, Vera Rogers
con
un «caso», ninguna preocupación a la vista, sonriendo, escuchando, tiene todo el tiempo del mundo... y así conmigo, por lo menos en aquella primera visita. Pero ha venido en varias ocasiones y ya no necesitó mimarme y darme confianza. Hemos estado hablando, hablando de verdad sobre su trabajo, a veces tan divertido que tenía que pedirle que parara, no podía permitirme la risa, reír me resultaba muy doloroso.
Phyllis me visitó, una vez. Allí estaba (¿mi sucesora?), una mujer joven, autosuficiente, fría, bastante bonita, que yo tenía sólo que comparar con Vera. Aproveché la ocasión para hacer lo que ella quería y necesitaba. Ha intentado mi «estilo» y le he dicho, no, nunca te quedes en medias tintas, siempre lo mejor, aunque tengas que pagar un Potosí, lo haces. Miré atentamente su vestido: un «vestidito»,
crepé
floreado, corto, bastante bonito; le dije: Phyllis, si éste es el vestido que te gusta, por lo menos que te lo hagan a la medida, utiliza tejido bueno, o ve a... Me pasé un par de horas le di mis direcciones, modista, peluquera, tricotadora. Se mostró atenta, concentrada, de muy buena gana quería lo que le estaba ofreciendo. Ah, lo hará muy bien, con inteligencia, nada de copiar a ciegas. Pero durante todo el tiempo que estuvo aquí, yo sufría y no podía decirle: Phyllis, estoy sufriendo, por favor, ayúdame, quizá podríamos las dos moverme un centímetro, me ayudaría..., como tampoco Freddie o mi madre me pudieron pedir que los ayudara.
Y por lo que se refiere a pedir un orinal...
La señora Penny vio mi puerta abierta y entró cautelosamente, furtiva por sentimiento de culpabilidad, sonriendo, arrugando el entrecejo y suspirando sucesivamente:
—Ah, está enferma, por qué no me lo dijo, tendría que avisar, siempre estoy dispuesta a...
Se sentó en la silla que Phyllis acababa de dejar vacía y empezó a hablar. Habló. Habló. Lo había oído antes, palabra por palabra se repite: la India, cómo con su marido se las apañaron valerosamente cuando sucumbió la soberanía británica; sus criados, el clima, los vestidos, sus perros, su
ayah
. No podía prestarle atención y, al mirarla, sabía que ella no tenía ni idea de si la escuchaba o no. Miraba al frente, con mirada fija, a la nada. Escupía palabras, palabras, palabras. De repente comprendí que estaba hipnotizada. Se había autohipnotizado. Me interesó esta idea mía y al preguntarme cuántas veces nos hipnotizamos sin saberlo, me quedé dormida. Me desperté, por lo menos una media hora más tarde y aún estaba hablando compulsivamente, los ojos fijos. No había advertido que yo me había dormido.
Me irritaba progresivamente, me cansaba. Primero Phyllis, ahora la señora Penny, ambas consumidoras de energía. Intenté interrumpirla, una vez, dos, al fin levanté la voz:
—¡Señora Penny!
Siguió hablando, pero oyó mi voz en retrospectiva, se paró, se veía asustada.
—Oh, Dios mío —murmuró.
—Señora Penny, ahora yo debería descansar.
—Oh, Dios mío, Dios mío... —Sus ojos me recorrieron sin propósito fijo, miraron la habitación, de la que se siente excluida por mi frialdad, suspiró. Silencio. Acto seguido, como un viento que se levanta en la distancia, murmuró:
—Y entonces llegamos a Inglaterra...
—Señora Penny —dije con firmeza.
Se puso en pie, me miró como si hubiera robado algo. Bien, así había sido.
—Oh, Dios mío —dijo—. Dios mío. Pero debe decirme, cuando sea, si precisa algo... —y salió cautelosamente también, dejando la puerta abierta.
Después de esto, me aseguré de que todo el mundo que saliera la cerrara; y me desentendí cuando la manija se movía, tímida pero insistentemente, mientras la oía llamar, Señora Somers, Señora Somers, ¿necesita algo?
Supongamos que escribiera
Un día de la señora Penny
. Oh no, no, no puedo ni pensarlo, no puedo.
Me he pasado horas al teléfono con Joyce en Gales. No hemos podido hablar de nada en meses. Pero ahora ella me llama, la llamo yo, y hablamos. A veces estamos calladas, durante diez minutos, con el pensamiento de todos los campos, setos, montañas,
el tiempo
que nos separa. Hablamos de su matrimonio, de sus hijos, de mi matrimonio, de mi madre, de nuestro trabajo. No hablamos de Maudie. Lo deja muy claro,
no
. Dice que irá a Estados Unidos. No, ahora no se debe a su miedo a estar sola cuando sea vieja, porque ya
sabe
que está sola y no le importa. Se trata de los hijos, de la inseguridad, la infelicidad, quieren padre y madre en una misma casa. ¿Aunque ya estén creciditos? No puedo dejar de insistir y Joyce se ríe de mí.